Louise
Hoy quiero compartir con ustedes mi experiencia con el cáncer de mama anhelando que con mi testimonio llegue una palabra cálida y de fortaleza a las personas que lo estén leyendo y atraviesen la enfermedad.
Y recordarles por sobre todo, que lo importante es ESTAR; querer estar, querer vivir, querer soñar, querer superarse, quererse a uno mismo … ¡QUERER…!
Tengo 30 años, soy oriunda de la Costa Atlántica y hace unos años me mudé a Capital Federal donde vivo con mi novio Juan. Ambos estudiamos, yo elegí la Carrera de Nutrición y en el momento en que fui diagnosticada con cáncer también estaba cursando una Tecnicatura en Bromatología en forma semi presencial en la provincia de Entre Ríos. Trabajaba en una librería y llevaba una vida tranquila y saludable. Soy una persona enérgica, con vitalidad, mis conocidos saben que nunca me puedo quedar quieta.
Mis andanzas comenzaron una mañana de junio cuando me estaba poniendo el corpiño y palpé un bultito en la mama izquierda.
Sentí mucho miedo, me paralicé y no supe muy bien que hacer. Lo primero que se me vino a la mente fue el recuerdo de mi hermana, 4 años mayor que yo, diagnosticada 2 años atrás con la misma enfermedad, quien tristemente falleció a causa de una metástasis en el cerebro.
Con un completo torbellino de sentimientos, me apresuré a ir a la ginecóloga, quien me dijo que probablemente no era nada grave y me envió a hacer una eco y una mamo para tranquilizarme.
La verdad, es que yo no me sentía para nada tranquila. Había algo en mi interior que me decía que nada de todo eso estaba bien. Pero al mismo tiempo, tenía presente que me había realizado los estudios de control anuales tan solo dos meses atrás y todo estaba en orden. No había de que preocuparse.
Aun así, quien iba a decirlo, la enfermedad apareció sin darme tiempo para prepárame mental o emocionalmente para todo lo que estaría por vivir.
Tan solo un mes atrás había perdido el beneficio de la cobertura médica, situación que dió comienzo a una secuencia de viajes a la Costa donde encontré el apoyo de mi familia y la solidaridad de los profesionales del lugar para realizarme una punción y visitar por primera vez a un mastólogo, (una especialidad que veía muy lejana y que no sabía exactamente en qué consistía hasta ese momento).
Mientras esperaba los resultados de la punción, tiempo que se me hizo eterno, regreso a Capital con la esperanza de poder volver a la rutina, ¡pero que ingenuidad la mía! ¡Quedaban tantas cosas por pasar!
Para mí era muy importante poder seguir estudiando. Para ese entonces mi año académico estaba a la mitad y no quería perderlo o abandonar. Todos me preguntaban, como podés seguir estudiando con todo lo que estás pasando, y yo simplemente respondía: es que me mantiene la mente ocupada y me hace bien! Lo que en realidad sucedía es que tenía miedo de no poder volver hacer planes a futuro, de no poder llegar a la meta y ver cumplidos mis sueños.
Entre apuntes y libros de la facultad, dos semanas después me llama mi papá, que también es médico, para decirme que el panorama no era muy alentador y que tendría que hacerme algunos estudios más. Su voz al otro lado del teléfono sonaba quebrada. Jamás se hubiera imaginado tener que dar esa noticia a un hijo.
No hicieron falta más palabras para confirmar mis sospechas de que tenía cáncer. Ese día me enojé conmigo misma por lo que me tocaba vivir, por estar enferma y lloré con fuerzas en la ducha mientras corría el agua, para no preocupar con mis lágrimas a Juan más de lo que ya estaba. Aunque, claro, él me escuchaba igual y se acercaba para abrazarme fuerte. Me llené de preguntas, incluso de esas que parecen no tener respuestas: Porque ahora? Como me puede estar pasando esto a mí? Que voy a hacer? Voy a vivir?
Es así, que mis semanas siguientes se convirtieron en una mezcla de ansiedad y preocupación. En parte, por no saber lo que me depararía el destino y también porque debía someterme a varios estudios que nunca había escuchado en mi vida y de pronto me encontré manejando un diccionario de palabras que jamás pensé utilizar. Un centellograma y una tomografía confirmaron la presencia de mi tumor pero la bendición que no había metástasis. Sentí un profundo alivio entre tanto caos porque algo adentro mío me decía: si, esta todo para atrás pero no está todo perdido! Sabía que todavía tenía muchas razones para vivir y que podría salir adelante.
Por indicación del médico, un mes después de la confirmación del diagnóstico, me preparo para volver a la Costa en compañía de Juan y su mamá, para hacerme la mastectomía. En ellos me refugie para recuperarme de la operación, que además hicieron un verdadero colchón emocional y me llenaban de mimos.
Para mi fue un momento difícil de aceptar porque sabría que me quitarían las mamas y los pezones, y me generaba mucha angustia no solo por quedar “chata” y que la ropa no se me viera bien, sino también por las cicatrices de lado a lado que quedarían marcadas en pecho y me acompañarían el resto de mi vida.
Recuerdo que el día de la internación, Carlos, un gran enfermero, me tranquilizó, y se tomó todo el tiempo del mundo para poder colocarme la vía, que a causa de mis nervios, resultaba ser una misión imposible porque se me rompían las venas. Y es que era mi primera operación… La primera vez que entraba a un quirófano… Todo era muy nuevo para mí!
Varias horas después, entre la confusión de la anestesia y la ansiedad, me explicaban que la operación había salido bien pero que mis ganglios estaban tomados y debieron realizarme el vaciamiento axilar bilateral durante la operación.
Me tomó mi tiempo aceptar que tendría que aprender a querer mi cuerpo como estaba y tenerle paciencia porque perdería la sensibilidad, se me hincharían los brazos, y debería cuidarlos mucho.
A pesar de mi angustia, en ese momento decidí dar lo mejor de mí para salir adelante. Reforcé la terapia y mantuve mi Fe. Y hoy creo que esa fuerza de voluntad es la que me sacó a flote y me ayudó a curarme.
Con mis cicatrices prácticamente cerradas y las manguitas de compresión en los brazos, sintiéndome fuerte por haber superado la primera prueba, me volví a Capital y me realicé el estudio genético que confirmó las sospechas de que mis genes BCR1/2 eran positivos, lo que en pocas palabras implicaba una probabilidad de metástasis en ovarios muy alta.
Junté coraje, primero, para hacer el tratamiento de vitrificación los óvulos. Me vi superando mis propios límites, colocándome día por medio yo misma inyecciones en la panza, cuando siempre le tuve pánico a las agujas!!Y como el tiempo apremiaba, a tan solo dos semanas de la operación, llegó la primera visita al oncólogo acompañada de un sinfín de preguntas más, y nuevamente procedimientos y términos médicos que desconocía, entre ellos, la colocación del porta cath, que permitirá que pudieran pasarme la quimio.
Juan me acompañaba en todo momento, estaba muy pendiente de mí y me daba fuerzas con palabras cálidas, escuchaba mis silencios y leía mis miradas, recordándome que cada vez faltaba menos, que lo estaba haciendo muy bien, y que se sentía orgulloso de mí. Me acompañaba a cada consulta con el oncólogo y al banco de drogas para conseguir la medicación, haciendo largas colas de espera a mi lado. Yo, por mi parte no quería saber más nada de quirófanos, anestesias, post operatorios o medicaciones con nombres que apenas pronunciarlos me daban pánico … pero también era consciente de que eran todos pasos necesarios para curarme y cada vez más cerca de estar fuera de peligro.
Y así fue, como entre todo este laberinto de sucesos, me preparaba para recibir la quimioterapia.
Como me advirtieron que se me caería el cabello y no quería vivir el momento en me empezara a quedar con los mechones entre mis dedos unos días antes me armé de coraje y le pedí a una amiga que me rape.
Ella, fue la primera en regalarme un gorrito para la cabeza. Acostumbrada a usarlo largo y alisado, pese a mi intento de que el cambio fuera gradual, mi apariencia había cambiado por completo. Era otra persona. Me sentía distinta. La imagen que me devolvía el espejo era una cabecita rapada, blanca y redondita. Todos me decían que tenía una “bochita” perfecta y que hasta el rapado me quedaba lindo!!!
Fue un gran desafío aprender a identificarme con mi nueva imagen, asimilar los cambios, tener paciencia y esperar resultados. Sacar mi mejor versión, maquillarme, colocarme pañuelos y hacer trenzas y rodetes con ellos. Vestir con colores alegres, que me fortalecieran la autoestima. Cuidarme con las comidas, prepararme verduras al vapor y gelatina, y darme las inyecciones para levantar las defensas. Y por sobre todo, ser perseverante, esperar cada resultado de los análisis de sangre previos a la quimio, siempre con la mente en positivo confiando en que mis defensas estaban lo suficientemente alta como para recibir mi próxima quimio.
Cada tres semanas recibía el tratamiento en una habitación pequeñita del hospital donde compartí risas, charlas de cocina, canciones de Abel Pintos y tips de bellezas con otros pacientes mientras esperábamos pacientemente que los sueros se terminaran y las enfermeras nos dijeran: ya está por hoy, lo hiciste muy bien, andá a descansar! En la puerta de la heladera de casa, teníamos un cronograma que íbamos tachando y que auspiciaba de motivación para no darme por vencida. Y así, transcurrieron mis 4 ciclos de quimio, con fármacos fuertes, como lo describieron los médicos.
Entre mi papá, que viajaba de la Costa y mi novio se turnaban para cuidarme, aunque de esos días solo recuerdo que me sentía muy mareada y dormía mucho. También recibía mucho cariño de mis amigos, mis madrinas de corazón, compañeros de la facu, la familia de Juan, que para mí es mi segunda familia. Todos me llenaban el corazón de alegría con sus mensajitos, sus llamados, y cada demostración de afecto era mi sostén, y con ellos se recargaban mis pilas.
La segunda fase del tratamiento prometía efectos secundarios menos agresivos y poder retomar la vida normal.
Un día de enero, ya habiendo pasado un mes de mi nuevo tratamiento, comencé a tener fiebre todos los días y también una tos persistente. Para descartar una posible neumonía, ingresé a la guardia para hacerme una placa de tórax, donde quede internada 27 días. Mis esperanzas empezaron a decaer sintiéndome cada vez más débil. Me quería ir a casa, salir a caminar, dormir en mi cama, usar mi ropa y estar lejos de todos los pinchazos que se repetían día a día para ver si evolucionaba o encontraban alguna bacteria en mi sangre causante de una probable infección.
A causa de la internación y la fiebre perdí fechas de exámenes y tuve que superar el desafío de rendir materias libres. No me di por vencida, golpeé puertas, y redacté una carta para el decano y la directora de la carrera, y obtuve nuevas fechas para rendir exámenes de manera excepcional. Cada paso dado era mi impulso para no detenerme y seguir ADELANTE.
Un día la fiebre desapareció y con la esperanza de que no volviera se planteó la necesidad de volver a colocar otro porta cath para que pudiera recibir la quimio que me faltaba. Con dos cicatrices simétricas, una del porta cath viejo y otra del nuevo porta cath en mi tórax, y un cambio en la medicación, por una posible toxicidad en los pulmones, dí por finalizada la quimio.
Y con ellas, le dije adiós a una etapa de mi vida. Le di un cierre y un agradecimiento profundo porque me sentía curada.
Con el correr de los meses, me empezó a crecer el pelo poco a poco, las cejas y las pestañas. Guardé los pañuelos de colores, con la idea de volver a usarlos para el cuello y ya no más en la cabeza. Retomé la actividad física, y cada vez empecé a tener más fortaleza en las piernas y en los brazos, que habían quedado muy débiles luego de la mastectomía. Rendí dos años de la facultad en un año académico, con la solidaridad de mis compañeros y profesores con los que hacíamos video llamadas y me ayudaban a estudiar. Preparé mi tesina y viajé a Entre Ríos a rendir mi examen final y me egresé en técnica en bromatología.
Sentí que la perseverancia había dado grandes frutos y decidí ir por más buscando nuevamente trabajo. Me di la oportunidad de recomenzar a los 30 años. De volver a aprender un trabajo nuevo, y mi oportunidad llegó, cuando después de muchas entrevistas, a las que iba con pañuelos en la cabeza y mucha actitud, recibí la gran noticia que había sido seleccionada para comenzar en un puesto de auditoría médica en una empresa de salud.
Recobré fuerzas y se sometí a mi última cirugía pendiente, la extracción de los ovarios con la FE de que ya el cáncer no volvería a mi vida.
Hoy, a 6 meses de haber terminado el tratamiento, puedo decir, que estoy sana, que siempre habrá decisiones que tomar y suelos de los que levantarnos, incertidumbre, preguntas y respuestas … Y que aún queda mucho por ANDAR., más VICTORIAS que marquen el camino.
Cuando me diagnosticaron la enfermedad fui inocente, no sabía lo que realmente significa tener cáncer. Pensaba que con solo operarme y que me sacaran el tumor ya estaría curada. No terminaba de entender la frase que usaban para describirme de los médicos:“sos una paciente de alto riesgo”
Ahora miro por la ventana y desayuno lento, y vivo más! Me tomo el tiempo de pensar las cosas con calma y se perseverante. Ya no tengo miedo y me siento fuerte. No me preocupo tanto cuando las cosas no salen como me gustarían. Porque al fin y al cabo, de eso se trata la vida, superar las adversidades. Y pienso:
Que lo único que nos debe quitar la calma sean nuestras ganas. Nuestras ganas de no parar, de seguir caminando.
Que lo único que debe sobrar son sonrisas, sonrisas para agradecer un nuevo día, una nueva oportunidad.
Aquellos días difíciles que marcaron mi cuerpo y mi corazón me dejaron una gran enseñanza: cualquier diagnostico poco alentador lo podemos derribar con una actitud positiva, humor, aceptación. Gran parte de la curación está en nuestras manos.