Fraukje De Boom
Ya está amaneciendo. Como cada mañana en mi apartamento en la calle Van Baerlestraat 72 en Ámsterdam, me despierto, la calefacción está encendida, hace frío, fuera es invierno y los árboles están desnudos. Me dispongo a hacer el zumo de frutas que cada mañana preparo para Kabir y para mí antes de ir a trabajar al Hotel Wisdom. Hace apenas tres semanas que empecé a trabajar como recepcionista, está resultando una experiencia muy enriquecedora, sobre todo el tener que hablar en holandés e inglés con los clientes. La verdad es que no siempre entiendo todo, y a veces me resulta complicado comprender a los holandeses cuando llaman para confirmar una reserva, pero estoy poniendo todo de mi parte y espero que dé buenos resultados.
Esa mañana, sin motivo aparente, mi mano derecha ha aparecido hinchada, como si me hubiera caído de la bicicleta. La verdad es que no recuerdo haber tenido ningún accidente, así que no le doy mayor importancia. Salto en mi bicicleta y me dirijo al trabajo, allí me espera mi compañero del turno de noche, ansioso, con ganas de que yo llegue para tomar el relevo.
El día trascurre sin muchos imprevistos, algunas entradas y otras salidas, entre tanto aprovecho para hablar con los clientes que siempre tienen alguna historia interesante que contar, o cómo no, algo de qué quejarse. El efecto de tener la mano hinchada parece no entorpecer mis tareas diarias, con excepción de que debo cargar con una caja de cervezas y ponerla en el bar, y me es imposible llevar peso con la inflamación.
Por suerte, la jornada laboral se me ha hecho corta, ya son las tres y es hora de salir, mi compañera ha sido puntual y después de explicarle las novedades del día me dirijo al lúgubre y pequeño cuarto dónde nos cambiamos el uniforme. Ese cuarto está lleno de trastos y papeles, con una vieja moqueta que intento no tocar cuando me quito las medias.
Ya estoy lista para salir, me pongo el abrigo y me monto en la bicicleta, en menos de quince minutos estaré en casa. Hoy he quedado para ver a mi amiga Maaike, así que almuerzo rápido y vuelvo a salir al centro de la ciudad. Nos hemos citado en un pequeño bar, muy cálido y agradable. El día pasa de forma tranquila y plácida.
Al acostarme antes de dormir, como casi cada noche desde hace unos tres meses, empiezo a toser. Kabir me pregunta con un tono un tanto preocupado, “¿todavía sigues con esa tos?, llevas ya mucho tiempo”.
“Yo creo que será por el frío del invierno, no obstante, pediré cita con la doctora, de nuevo”. Había estado en otra ocasión en su consulta en Ámsterdam para preguntarle por el problema de la tos, pero la doctora me había dicho que posiblemente se debiera al estrés y a que estaba un poco ansiosa. Me dijo que me tomara unas medicinas contra el estrés y que me llamaría en una semana. Salí de la consulta convencida de que no tenía ningún problema de estrés, así que no me tomé las medicinas. Cuando la doctora me llamó y me preguntó, le respondí que sí, que me había tomado la medicación y que estaba funcionando, así que ahí quedó el tema.
Después de casi dos semanas, mi mano seguía hinchada. Así que decido no posponerlo más y volver a visitar a la doctora. Para mi sorpresa, la doctora que me había tratado la última vez estaba de baja, así que me atendió otro doctor. Le comenté que llevaba casi dos semanas con la mano hinchada, y después de un rápido análisis me dijo que me pusiera una muñequera. Aproveché para contarle mi problema de tos cuando me acostaba por las noches y me sugirió hacerme las pruebas de la alergia. Me pareció una buena idea. Yo me iba a la semana siguiente a Gran Canaria, mi tierra natal, así que quedamos en que a la vuelta me pasaría por el laboratorio para hacerme las pruebas.
Durante mi estancia en Gran Canaria, en la cual visitaba a mi familia durante dos semanas, aproveché para pedir cita con mi doctora de toda la vida, la doctora Dña. R.M. En la visita, le comenté el problema de la hinchazón en mi mano, y aproveché para decirle que seguía teniendo problemas de tos antes de acostarme. Le expliqué que el médico en Holanda me había recomendado hacerme las pruebas de la alergia. “Tú ya llevas mucho tiempo con ese problema de la tos, ¿cuánto tiempo te quedas en Canarias esta vez?”. “Dos semanas”. Ella añadió, “bueno, tus hermanos son asmáticos, vamos a hacerte las pruebas del asma. ¡Y esa mano!, esa mano no es normal”.
Tras hacerme las pruebas del asma, tuve consulta nuevamente con Dña. R.M. No tenía asma, pero salía un patrón restrictivo. “Seguiremos buscando, ya que esta vez tenemos más tiempo. Te haremos una radiografía del pecho”.
El vuelo de vuelta a Ámsterdam salía al día siguiente, donde proseguiría con mi vida. Ya no tenía que seguir trabajando porque, tras un mes en el Hotel Wisdom, no me habían renovado el contrato, pero debía buscar un nuevo empleo, pues no me quedaban muchos más ahorros.
Esa mañana, mi madre me acompañó al hospital. Yo dudaba si hacerme la radiografía o no, puesto que estaba segura de que no se trataba de nada importante.
Una vez hecha la radiografía, estábamos en la sala de espera hablando despreocupadas, cuando vemos llegar a una enfermera, se acerca a mí y con un tono algo serio me dice que espere un momento. No sabría describir qué ocurrió exactamente en ese instante, pero supe que algo no iba bien, normalmente te mandan a casa y te dan los resultados un tiempo después y en esa ocasión me había dicho que me esperara; eso me inquietaba.
La doctora que estaba de guardia me invitó a entrar en su despacho y me enseño la radiografía, había una gran mancha en el pulmón izquierdo y por primera vez escuché la palabra cáncer. En ese momento, me sentí como una niña que oye una nueva una palabra, no sabía qué hacer, ni cómo reaccionar. Simplemente, no era consciente de lo que aquello significaría para mi vida y del peligro que corría. Creo que mi madre entendió las consecuencias que este diagnóstico tendría sobre mi futuro antes que yo.
Lo primero que hice fue llamar a Kabir y decirle que no iba a poder volar al día siguiente a Ámsterdam porque tenía un tumor. Como hablábamos en inglés, preguntó “¿un tumor?” y yo le dije “sí, pero tengo te dejarte, luego te cuento, nos vamos directamente al hospital general”.
Nos propusieron llevarnos al Hospital D.N. en ambulancia, pero mi madre había traído su coche y preferimos ir juntas en él. Durante el trayecto, ninguna de las dos habló. Mi madre sólo comentó lo contenta que estaba de haber ido esa tarde a que me hicieran la radiografía ya que ella me había convencido de ir. Después, todo sucedió muy rápido. Kabir vino de Holanda para estar conmigo. Era su cumpleaños y yo bajé a comprarle un regalo a una de las tiendas del hospital, y allí mismo, en mi habitación, lo celebramos. Con unos cartones hicimos unos conos que usamos de gorros, en los que escribimos “Felicidades”. Por otra parte, me estaban haciendo pruebas y yo todavía no sabía muy bien lo que pasaba y qué me depararía el futuro.
Al día siguiente tenía una prueba, y todo lo que recuerdo es despertar en una cama toda llena de cables. Yo miré a mi alrededor, y no sabía bien dónde estaba, parecía estar en alguna película de médicos, veía a los doctores detrás de una mampara de cristal hablar entre ellos, me sentía confusa y desorientada.
En un momento dado, una enfermera se acercó a mí y me preguntó “¿sabes lo que te ha pasado?” “No”, le respondí. “Has tenido una operación y durante la misma has sufrido una parada cardiaca”. Yo le dije “de acuerdo, pero ayúdame a quitarme todo esto, que quiero irme a mi casa”. Ella me dijo “tranquilita, que si no te amarramos”. Después de eso, no volví a hablar.
Estaba en cuidados intensivos, había estado unos días en coma, y mi familia sólo podía entrar una vez al día. Recuerdo la gran confusión cuando los vi entrar, junto a mi familia estaba Kabir y Rosa, una amiga de Holanda, lo que me hizo pensar. “¿Dónde estoy, en Canarias o en Holanda?”
Poco a poco me fui recuperando, hasta que salí de cuidados intensivos y me bajaron a planta. El doctor C., muy profesional y que inspiraba una confianza plena, me empezó a tratar y me visitaba todos los días. Me comentó que tenía cáncer linfoma de Hodgkin, que el cáncer estaba situado a la altura del tórax y que estaba presionando mi corazón, de forma que me había causado un derrame pericárdico, y que cuando fueron a arreglar eso, durante la operación sufrí un paro cardiaco y que me tuvieron que reanimar. Yo pregunté por el doctor que me había salvado, ellos me dijeron que ese día había mucha gente. Pero me indicaron qué doctor había sido el máximo responsable, y al día siguiente le esperé en la consulta. No supe reconocerlo, pero me dijeron “es él”. Yo corrí y le di un abrazo, nunca olvidaré ese hombre alto y delgado de pelo gris que me salvó la vida.
Días después, me comentaron que comenzaría con el tratamiento. En la habitación tenía una compañera a la cual le habían cortado una pierna. Era muy simpática y entablamos una conversación muy rápido, haciéndonos amigas en poco tiempo. El día del tratamiento, no sentí nada, estaba tan contenta de que mis familiares y mis amigos, en especial Kabir y mis padres, estuvieran allí, que reaccioné sin apenas tener efectos secundarios. Cosa que cambiaría a lo largo del tiempo, en el que empezaría a tener constantes vómitos y una sensación de mal estar que duraría por lo menos dos días después de cada tratamiento.
Mi diagnóstico era un cáncer linfático tipo Hodgkin 2+. Tras un par de semanas me pude ir a casa y seguir con el tratamiento, que sería cada quince días durante seis meses. Yo decidí que el tratamiento me lo daría en Gran Canaria pues allí estaban mis familiares y amigos. Kabir me dijo que me acompañaría y que se vendría a vivir temporalmente a Canarias, pero que tendría que irse a arreglarlo todo para poder venirse en unas semanas. Por suerte, él tenía su propia empresa, y podía trabajar desde cualquier parte del mundo. Yo había decidido irme a vivir a Firgas, una zona de campo y montaña a unos treinta minutos de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria, donde se encontraba el Hospital D.N. Mis padres tenían una casa allí, de dos plantas, donde yo tenía un estudio pequeño, pero con una gran terraza en la segunda planta. Estaba segura de que ese lugar tan tranquilo, bonito y rodeado de naturaleza era el ideal para curarme. Pasar los seis meses de tratamiento allí no me parecía una mala idea. Mis padres se vendrían conmigo y vivirían en la casa de la planta baja. Mi madre era la que parecía llevarlo peor, daba la sensación de que el mundo se le hubiese caído encima y que alguien le hubiese cortado las alas, yo en ningún momento le pedí nada. Mi padre, al contrario, como siempre positivo, me daba fuerza asegurando que todo iba a salir bien.
Yo, en ningún momento, era consciente por lo que estaba atravesando, ni pensé que realmente ese pudiera ser el final de mis días. Vivía en una especie de realidad paralela, estaba segura de que me pondría bien, y que esto sería al final de todo otra etapa de la vida, fuera cierto o no.
Los padres de Kabir conocían al director de oncología en el MC, el doctor E. Así que pedimos el informe del diagnóstico y del tratamiento para que el doctor E. los pudiera revisar. Nos comentó que era buena idea que me tratasen en Canarias, y que el Hospital D.N. era un hospital universitario con buena reputación. Eso me dejó más tranquila, recomendándome también que siempre que fuese posible me diera los seis meses de quimioterapia, pero no la radioterapia, puesto que había pruebas de que el futuro pudiera provocar cáncer de mama.
Los días transcurrían normales, yo intentaba mantenerme ocupada leyendo. Empecé a hacer un curso a distancia sobre herboterapia y a interesarme por los productos naturales. Y siempre a cada consulta con el doctor H.L., que sería mi doctor durante el tratamiento y hasta la fecha, lo abordaba con un sinfín de preguntas.
Él llegó a comentarme una vez “aquí viene todo tipo de gente, incluso médicos y nadie me pregunta nada”, pero yo lo quería saber todo con detalles, quería saber qué me pasaba, cómo iba el tratamiento, cada movimiento. Estoy muy agradecida de que el doctor H.L. siempre respondiera a mis preguntas con profesionalidad, tranquilizándome.
Tras haber estado leyendo varios artículos decidí empezar a comer comida ecológica y dejé de comer carne, pero sí pescado. Cada mañana me levantaba, me dirigía hacia la terraza y hacía unas cuantos ejercicios de estiramiento, para no perder la flexibilidad el cuerpo. Yo quería seguir activa, quería seguir haciendo cosas, por supuesto, en la medida que el cuerpo me lo permitiera. De vez en cuando, cogía las macetas que estaban vacías e iba frente a la carretera, a un rincón dónde se conseguía tierra, y llenaba la maceta de tierra para plantar flores, y legumbres y vegetales. Poco a poco, la terraza se iba llenando de plantas, ya tenía una pequeña higuera de treinta centímetros, un rosal, una planta de calabacín, calabaza, tomates, entre otras. Nunca recogí frutos, excepto los pimientos de piquillo, pero era la manera que tenía de mantener mis días ocupados.
Los días en los que me tocaba la sesión de quimioterapia, me iba concienciando el día antes. Mi padre, Aurelio, me acompañaba, y Kabir también estuvo allí la mayoría de las veces. Todavía me parece estar allí, todas esas personas, con rostros amarillentos, rostros ensombrecidos, a los que pacerían haberle robado el alma. Es curioso que yo los veía así, pero no me veía a mí misma de esa forma. Supongo que es como cuando ves que tu amigas envejecen y a ti te parece que tú sigues joven.
Los enfermeros eran siempre muy amables conmigo, todo el mundo era muy servicial y cariñoso. Gracias a ellos, los días de pesadumbre y malestar se convirtieron en una costumbre quincenal, en la que me sentaba en una silla bastante cómoda durante unas cinco horas, durante las cuales, si llegaba como una rosa, cada vez me iba sintiendo peor y peor, saliendo enferma y marchita. Todavía lo recuerdo, y el sólo pensarlo me dan nauseas.
Tras tres meses, me hicieron la primera prueba, y para mi agrado y para el de toda mi familia y amigos, los resultados fueron positivos, la quimioterapia estaba resultando. Las cosas estaban saliendo bien, yo estaba sobrellevando la situación de la mejor manera posible, y gracias al tratamiento parecía que me podría volver a recuperar.
Los dos o tres días después de cada sesión de quimioterapia me los pasaba en la cama, vomitando, pero al tercer o cuarto día intentaba sobreponerme, hacer cosas, aunque fuera poco, pero hacer algo. Eso me ayudaba a sobrellevar la enfermedad, a sentirme mejor, a sentir que cada día merecía la pena. Llegamos incluso a salir Kabir y yo a una fiesta de pueblo que hubo a cinco minutos en coche de donde vivíamos. Recuerdo pasármelo genial con Alba y Marcos, unos amigos que vinieron de Las Palmas de Gran Canaria a acompañarnos. También recuerdo ver a una señora sin pelo entre la multitud de la fiesta, no era la única que me paseaba por allí enferma, eso me hacía sentir mejor.
Salíamos a veces a pasear por la playa. Me compré una gorra porque no podía darme el sol, y llevaba siempre protección del 50. Con Kabir, los días pasaban y siempre había algo divertido que hacer, aunque no fuera mucho. La mayor parte del tiempo nos lo pasábamos en casa. A veces venía algún amigo de visita, a veces simplemente nos sentábamos en la terraza a tomar un té caliente, mientras Kabir hacía una pausa de su trabajo. Mi padre había mandado a fabricar una habitación con cristaleras, para que Kabir pudiera trabajar allí, ya que yo sólo disponía de un estudio muy pequeño donde no había escritorio, un salón dormitorio, una pequeña cocina y un baño, y allí en la terraza, donde había un techo para protegernos del sol, sería la oficina donde Kabir trabajaría durante los próximos seis meses. Alguna vez se tuvo que marchar Kabir a China, a hacer negocios, quedándome yo sola con mi padre.
Esos días, mi padre, que tenía una empresa en la cual trabajaba mi hermana, decidió darle las mañanas libres para que ella pudiera estar conmigo en Firgas, otras veces venía él y se estaba durante toda la mañana, atendiendo ocasionalmente llamadas de clientes mientras me acompañaba.
Llegó a venir mi prima Rebeca, Laura y mi hermano Pedro, que no disponía de trabajo y aunque no le gusta mucho la gente, hizo un día el esfuerzo de acompañarme.
Cuando Kabir estuvo de vuelta, su mamá decidió venir a visitarnos y lo pasamos genial. Se quedó allí con nosotros, en la parte de abajo, y mi padre se quedó mientras tanto en una habitación contigua al estudio donde había dos camas.
Mi madre había decidido poco después de comenzar el tratamiento que no quería vivir allí, y que se quedaría en el apartamento de Las Palmas de Gran Canaria, para ayudar a Judit a cuidar de mi sobrina Yaritza, recogerla del colegio y prepararle el almuerzo. No obstante, mi madre venía cada tres días aproximadamente, regaba las plantas y se estaba allí un rato con nosotros.
Cada noche me ponía una inyección, para evitar que la sangre se me coagulara, y ya parecía un ritual, en el que casi que buscaba que Kabir o mi padre, con tanto cariño, me pusieran la inyección.
A los seis meses, me hicieron una prueba y parecía que el cáncer no hubiera desaparecido. El doctor H.L. me dijo que no se sabía si era residual o si efectivamente había cáncer, pero que habría que darme radioterapia. Yo, siguiendo los consejos del director del MC de Holanda, de que era preferible evitar la radioterapia, marché a Ámsterdam para pedir una segunda opinión.
El resultado fue que tenía cáncer y había que tratarme. Me di radioterapia en el hospital MC de Ámsterdam todos los días, creo recordar durante dos semanas. Mi padre se había trasladado a Ámsterdam para estar conmigo durante el tratamiento.
Al año y medio, una vez restablecida y de vuelta a mi vida en Holanda, me reuní con la Dra. K., y me comentó que había un noventa por ciento de posibilidades que el cáncer hubiera regresado. El mundo se me vino abajo, me veía pasando por eso de nuevo, recuerdo decirle en alguna ocasión a mi padre que no podía más, que si quería que cogiera este cuerpo y lo llevara a la sesión, pero que yo me daba por vencida. Mi padre me cogió de la mano y me dijo entonces “hazlo por mí, por los dos”, y así sí fue cómo había podido sobrellevar los seis meses, pero otra nueva sesión de quimioterapia, aquello me parecía como si me hubiesen tirado al más profundo de los agujeros.
Tras varias biopsias, el resultado fue positivo, no tenía cáncer, había sido una falsa alarma. La vida me había dado por segunda vez una oportunidad y por fin estaba curada y sana. Mi sueño se había cumplido.
A veces pienso qué hubiera pasado si yo no hubiera ido ese día a hacerme la radiografía, si hubiera cogido el avión de vuelta a Ámsterdam al día siguiente, como estaba previsto la primera vez que fui a visitar a mis familiares a Gran Canaria. Seguramente no estaría hoy escribiendo esta carta.