Aurora Azul
Hace 18 años, cuando me diagnosticaron cáncer renal, no imaginé todo lo que iba a descubrir tras esas dos palabras. Tenía 47 años, tres hijos, y un riñón menos a partir de ese momento.
La primera sensación fue que todo se terminaba, como si hubiera caído el telón antes de que finalices de decir tus líneas: “Podré ver a mis hijos…”, te decís, y la incógnita no deja de crecer dentro de tu cabeza hasta sentir que estallas de angustia.
Pero, día a día, fui entendiendo que el cáncer no marca el final de tu obra, que no cierra historias, sino que las transforma, constantemente sí, con vértigo también, pero aún soy la actriz principal interpretando mis sueños. Entonces, surgió una idea que me acompaña en los momentos más difíciles del tratamiento: mi enfermedad no es terminal, es infinita como mis ganas de vivir. Y en este descubrimiento, mi oncóloga S.A. es parte fundamental de mi historia.
En el 2001 la conocí a quien es mi oncóloga de cabecera, de confianza y de vida, bajita, flaquísima y con unos tacos de 8 cm, gigantes carteras y muchos anillos de plata en sus manos, la conexión fue total. Como médica oncóloga prioriza la calidad de vida y para mí es fundamental. Hago todos los tratamientos que ella me sugiere, pero sin dejar de hacer mi vida. Me gusta viajar con amigas, disfrutar de una buena cena, ver a mis hijos y mis nietos. Llevo menos maquillaje y más medicamentos encima, tengo una carpeta con los resultados ordenados por tipo de estudio y años, y sé cuál es mi brazo endeble para las vías; pero nada de eso me detiene para vivir mi vida y S.A. me acompaña en esos deseos.
En el año 2006 se manifestó la primera metástasis y fue la única vez que salí llorando de un encuentro con mi oncóloga. Creo que fue el día en que asumí que compartiría mi cuerpo con el cáncer, enredados en pequeñas luchas cotidianas, y me asusté por no saber cómo sería ese camino.
Años después aquel día pasó a ser una piedra más en mi camino. Esos obstáculos que ocupan renglones en mi vasta historia clínica como mojones que me recuerdan que pude con ellos, que allí quedaron marcados en fechas y tratamientos, y yo seguí mi caminar.
Luego de los estudios necesarios se decidió operar para extirpar el lóbulo tiroideo comprometido por el tumor. El resultado del análisis patológico reveló células planas renales en la tiroides. Luego se descubrieron tumores sobre las suprarrenales y en el riñón derecho.
Inicié el primer tratamiento en mayo de 2008 que logró remisiones importantes, pero también me dañó considerablemente el hígado y el corazón. En ese momento la balanza se inclinó hacia la suspensión del tratamiento hasta mejorar los parámetros, porque como dijo mi oncóloga: “el cáncer no te va a matar de un día para el otro, tenemos opciones, pero una falla del corazón sí”.
Cuando estábamos por iniciar un nuevo tratamiento me detectaron en 2011 un carcinoma basocelular lobulado en el cuello por lo que tuve que operarme y retrasar un poco nuestros planes. En cuanto se pudo, iniciamos un nuevo tratamiento con terapia dirigida con el que sigo en la actualidad.
Ese mismo año mi hijo mayor me avisó que iba a ser abuela así que le pedí a S.A. que me ayudara a estar bien para conocer a mi nieta. Lo logramos, ya cumplió 7 años y ahora tengo dos nietos, y me imagino aplaudiendo y llorando en sus actos de finalización de la escuela primaria. El amor es un motor en mi vida y rodearme de esa energía es el mejor complemento a mi tratamiento oncológico.
Con un riñón menos, un lóbulo tiroideo menos, unos tumores más, hipertensa y diabética insulina dependiente a causa de los tratamientos oncológicos, con los miedos que surgen y las fortalezas que descubrís, hoy soy feliz. Y si bien no elegí tener esta enfermedad, elijo como recorrerla. No quiero durar, quiero vivir, y en eso empeño mis días.
En mi último control en noviembre pasado S.A. me dijo: “sos de hierro, es increíble que lleves 7 años de tratamiento, lograste que la terapia dirigida se acople a tu cuerpo de una forma absolutamente increíble”.
Me fui de Buenos Aires a mi casa con el ánimo explotado de buena energía, y en mi control con el oncólogo S.P., quien me atiende en Azul (Bs. As.), siguió la buena racha: remitió, ya no es visible, el nódulo que tenía en el pulmón. Festejé un cierre de años de controles a puras buenas noticias, hasta marzo le llevo la delantera al cáncer. Son festejos parciales pero que saben a gloria o a un merengue con dulce de leche, como el permitido de la semana.
Así es mi vida después de 18 años sorteando especialistas, resonancias, centellogramas, venas escondidas, afecciones colaterales, y descubriendo que detrás de esas dos palabras “cáncer renal” hay un mundo de esfuerzos esperanzadores para vivir. Pero, entonces, ¿estás bien?, me preguntan mis amigas. Muy bien, respondo sin dudarlo. Quizás para algunos sea una verdad relativa, medida desde la rutina del sano, pero para mí es una verdad absoluta, tanto como para que mis oncólogos me digan que es increíble lo bien que estoy y yo sonría tranquila.