Libertad
Siempre hay caras serias en los pasillos del piso siete de este edificio. Una de las enfermeras, de unos 60 años, vestida con un guardapolvo y medias blancas llega con su mesilla hasta el hall con un cuaderno en el que escribe con sus puños, quizá, el destino de las vidas de muchas personas.
—No hay camas para cirugía, mis amores.
Grita la mujer mientras la desolación se apodera de algunos rostros. Hay gente que espera meses por una de ellas. Entre el gentío, hay un hombre que pasa los 80 años que frustrado y en su idioma materno, el aimara, masculla porque no consigue ayuda.
Hay decenas de historias que se cuenta y se callan en este lugar. Me apresto a recibir la tercera quimioterapia postoperatoria y he comenzado una nueva etapa de vida con algo más de que mi ser y mi cuerpo: “mi colostomía”.
¿Alguna vez sintieron que cuando evacúan en el baño, hacen esfuerzo y sangran? Pues yo sí lo sentí, pero no le presté la atención debida y a tiempo.
Por los dichos de los médicos, de los familiares, del internet, podía ser un pólipo, hemorroides u otra cosa, pero lamentablemente fue cáncer, una enfermedad que golpeó cotidianidad y me enseñó a darle valor a la vida y a la salud.
Tengo una hija de año y medio que fue testigo de todo este proceso y un matrimonio que celebra tres años de la fiesta más hermosa que viví. Por eso me cuesta escribir esta historia que no me ha vencido, pero sigo siendo presa de la última batalla.
Era enero de 2018, cuando me animé a ir con el médico por ese sangrado en el recto (ya era muy fuerte). En febrero, salieron los resultados que había ordenado el gastroenterólogo y me dijo con esa voz tan fría:
— Los resultados de la biopsia nos dicen que usted tiene un adenocarcinoma mucosecretante moderadamente diferenciado.
—Pero qué es eso doctor.
–Es cáncer y mide ocho milímetros la voy a derivar a oncología.
–¿A oncología?
El silencio se sintió de la sala en tanto una nube de incertidumbre y dolo se apoderaba de mis pupilas y mi vida.
Pensé en mi bebé (de cinco meses en aquel entonces) que salía de una operación y me encogí en mi nuevo mundo, mi nueva historia en la que sentía que un monstruo venía por mí. Pensé en ella más que en mí, pensé que no podía darme por vencida, que ella me necesita para criarla, para darle mimos… para amarla.
Es mi única guagua.
–¡Dios, qué me va a pasar!
Exclamé llorando al salir de la consulta; fue un llanto que se extendió a todos los días venideros de aquel entonces.
No podía asimilar la noticia, nadie te dice tan fácil que a los 33 años tienes cáncer y menos uno alcanza a imaginarlo. Mi esposo me daba su apoyo, pero era inevitable verlo sufrir, ocultar su rabia, esconderse en sus labores.
Mi madre, que bordea los 70 años, se encontraba en una pelea con ella misma porque lloraba y lloraba desconsolada, pero de pronto cocinaba alegre.
–Tienes que comer bien, sano y rico.
Eso decía, aunque por dentro y en su soledad se dejaba vencer por la pena. La menor de sus tres hijas, la más alegre había visto nublar su existir.
Mis suegros, por su lado, también se habían puesto en la tarea. Igual que mi madre, se habían dejado vencer por la pena, pero habían decidido recurrir a la medicina natural para darme una esperanza más de sanarme.
Encargaron a una sobrina un jarabe de hiervas que solo crecen en el oriente del país para que lo tome, haga efecto y ese cáncer desaparezca. Me partía el corazón.
Antes de todo esto, hubo otras caídas. Primero había perdido a mi primogénito, mi primer bebé, a los ocho meses de la dulce espera, como llamaba a mi estado. Su pequeño corazón ya no latía y tuvieron que hacerme la cesárea de emergencia. Salí de quirófano sin palabras y con las manos vacías, sin mi bebé. Sentí el dolor más grande que la vida me había dado a los pocos meses de mi anhelada fiesta de matrimonio. Era febrero de 2016.
Tuvimos que superar la situación, y tras encontrar la paz, a los nueve meses de perder a mi hijo, un nuevo embarazo se arrimó el mismo año.
Al año siguiente, en 2017, para los últimos meses de gestación me vino un sangrado por el recto. No le presté atención pues pensaba que mientras no afecte a mi bebé nada importaba.
Además, sentía vergüenza de contarle a alguien. “Es hemorroides por el embarazo”, me dirían. Yo también lo pensé así.
Al nacer ella, mi Suyán (vos que viene de “suyana”, que significa esperanza en quechua) tuvo complicaciones porque no respiraba bien. Había nacido hinchada, por ello la llevaron a incubadora, pero las complicaciones habían sido muchas más.
Estuvo un mes dentro de ese aparato y después le hicieron más estudios y tuvieron que intervenirla quirúrgicamente. Le diagnosticaron atresia de vías biliares mientras yo seguía sangrando, pero no importaba, quería verla bien a mi hija.
Pasamos por una etapa complicada con mi esposo que no se separaba de nosotras. Largas noches sin dormir, miedo de volver al hospital y no encontrarla o verla convaleciente… no ha sido fácil estrenarnos como padres.
Así comenzamos el nuevo año. Para ese entonces, tenía un sangrado más fuerte, parecía el periodo menstrual, pero por atrás. había que tratar la enfermedad, pero los médicos entraron en un largo paro de tres meses que me obligó a esperar hasta que fui con el gastroenterólogo que me dijo lo del cáncer.
Comencé la primera quimioterapia en abril. Dijeron que se me caería el cabello, que perdería peso y no tendría apetito. Tenía el cabello hasta la cadera y lo corté pensando en hacerme una peluca después, pero no fue necesario porque no se me cayó casi nada del cabello. ¡Rayos! Era que espere nomas y no cortar la melena, pero ya está.
De forma paralela, también me recetaron radioterapia y por azares del destino el único equipo que se usaba para ese tratamiento, una vetusta máquina de cobalto del seguro al que asisto, se daña.
Todo pasa por algo. Mal por bien, me derivaron a un centro privado que cuenta con acelerador lineal. Otra fue la historia de las secuelas. Hice 25 sesiones que marchaban bien hasta la fase final, cuando me dejó “quemada” toda la región baja de la espalda. Sentía un ardor en partes de la vagina y al evacuar… ¡Señor! Estaba “botando” cuchillos que me dejaron llorando por unos ocho a diez días.
Esas cosas son las que a veces te obligan a escuchar esa voz que te dice “ríndete, hasta aquí llegaste”. Pero no, faltaba la parte más complicada, la cirugía, no habia más que esperarla.
En agosto terminé todo el tratamiento recomendado por los médicos, las “quimios”, las “radios” y todo el ajetreo de ir a internarme para una u otra cosa. Podía estar en casa con mi hija, esa siempre fue mi mejor medicina; verla crecer, caminar, aprender a hablar…
Llegó la hora. En octubre me interné para lo que llaman los médicos EPBA, el examen pélvico bajo anestesia. Oré tanto para su resultado, anhelé con todas mi fuerzas que el médico me diga “Pao, ya no hay nada, vaya a su casa y vuelva para controles”. Lo deseé con toda el alma… pero no, su respuesta fue:
–Hay que operar y remover el recto, parte del colon, porque tenemos el cáncer avanzado.
Me tomé un tiempo para reaccionar, quise golpearlo, decirle que es un inepto, gritarle que cada que lo veía en las juntas médicas le escuché decir que nunca pondría sus manos en mí. Me limité a decirle:
–Pero doctor, debe haber otra solución, braquiterapia, quemar la región, hacer un raspaje no sé, pero deme otra opción.
Su rostro lo anticipaba mientras me escuchaba.
–No…
Se limitó a pedir que firme mi hoja de operación y sentenció:
–Hay que operar. Aquí o en la China te dirán lo mismo. Sacar parte del intestino, remover el recto y poner colostomía de por vida…
El tiempo que estuve internada a la espera de la cirugía, me dediqué a dar ánimos a las “compañeras” de oncología, hice amigas. Charlábamos, reíamos, veíamos películas, todo con tal de poder distraernos y no pensar en ese duro y a veces cruel presente. Vi un par de decesos de hombres y mujeres, escuchaba llantos desesperados por la noticia de un nuevo paciente con cáncer o el llanto de alguien que no aguantaba más el dolor tras la cirugía.
Lastima saber que una enfermedad puede ser más fuerte que la vida, que el mismo deseo de vivir, entonces me dominaba un incertidumbre que decidí tejer mis miedos y respirar… hice chompas de lana, un par de chalecos y un trío de gorros para mi hija para no ser presa de ese miedo.
Sentía que estaba en el lugar correcto, éramos apoyo una de la otra. El cáncer de mama o de útero era común, pero nos ayudábamos pues es difícil poder moverse convaleciente.
No lo veía tan complicado. Al día siguiente ya estaban bien o estaban excelente y se iban, o entraban a quirófano, les sacaban una muestra de biopsia y ya; entonces pensé volver con el mismo ánimo que ellas. Cuanto bien me hizo estar allí, en la unidad de Oncología, siento que mi destino era conocer todo lo que pasaba en ese lugar y me encargaba de cambiar las cosas, jugar con ellas, conocerlas, animarlas y ser optimista contra el cáncer.
Corría a los otros cuartos a verlas, me iba a Neonatología a ver a los recién nacidos que luchaban por su vida, recordaba a mi hija y volvía al piso siete por las gradas, llorando y maldiciendo mi situación
“Señor, yo solo quería ser madre, vivir tranquila para mi familia, sé que hice cosas malas en el pasado, era una joven que no sabía que hacer de su vida hasta que encontré al hombre que es mi esposo que me daba alegría y yo debería corresponder… bueno, nunca te reprocharé, solo no me dejes sola y ayúdame a salir de ésta”.
Eso le decía llorando mientras subía las gradas sin que nadie me viera. ¿Se imaginan si me vieran llorar, quien tantos ánimos daba a todas está derrotada? Mejor era esconderme en la oscuridad de los pasillos.
Al fin llegó el día de entrar a quirófano, era la cuarta vez que lo hacía. La primera fue por la pérdida de mi hijo, la segunda el nacimiento de mi hija, después la EPBA y ahora se venía la fase más complicada.
Sentía mucho miedo porque sabía que no saldría con una sola cicatriz, sino saldría con algo nuevo incorporado pegado a mi cuerpo que marcaría para siempre la nueva vida. Traté de conservar la calma, pero era tan pequeña e insignificante para ese quirófano que era como un gigante que me decía “si entras, debes pelear para salir”. Y bueno, eso hice, ocho horas caí en un sueño profundo que me llevaba a soñar con mi hija cuando resbalábamos en aquel parque, cuando nadamos en la piscina. ¿Podré volver a hacer lo mismo?, pensaba; o soñaba, no sé…
Mientras me entubaban, me ponían un catéter en la espalda, el oxígeno, la vía y otras cosas más. Estaba despierta y charlaba con la anestesista, no podía parar de llorar y ella trataba de distraerme, mientras las enfermeras me atendían.
No llegué ver al médico que me operó, pero ya estaba advertido pues le dejé el mensaje a la anestesista quien me dijo “ahora vas a entrar en un sueño profundo”.
Le dije:
–Doctora, dígale a mi médico que solo quiero ver crecer a mi hija y correr con ella, que tome la mejor decisión…
Me dormí llorando…
Salí del quirófano después de ocho horas, ocho largas horas en que las que dejaron mi cuerpo tenso hasta volver al alma y poder respirar por mí misma.
Todas esas personas que veía entre nubes se despedían, me llevaban a recuperación, pero yo no podía moverme, sentía un dolor inmenso en mi cuerpo que había sido “cortajeado”.
–Malditos carniceros
Eso pensé, pero después ya los quería. Comencé a desesperarme y a gritar de dolor, de angustia, de rabia y tantas sensaciones. Me tuvieron que volver a dopar porque ya no podía más del dolor.
Nuevamente desperté y vi a mi esposo a mi lado subiendo el ascensor, me llevaban a la sala, ahí pude sentir mi cuerpo… era yo la que estaba postrada con dificultades para respirar, llorar y hablar.
–¡¿Qué es lo que mi hicieron?!
Quise ver a mi médico para que me diga que no fue necesaria la colostomía, que solo sacaron el cáncer y que todo sería igual; mas no, ni lo vi, ni volví a ser la misma. Ese monstruo de quirófano devoró parte de mi cuerpo… pero me dejó salir con vida de allí.
Horrible. La primera noche después de la operación, no pude ni moverme, habían cortado todo mi vientre en sentido vertical, me habían cerrado la parte del recto (me cocieron por la línea), tenía la cicatriz que no me dejaba ni echarme y menos sentarme o pararme.
Odié esos momentos, sentía un dolor insoportable por atrás, esa cicatriz esa costura de mi cola. Estaba cerrada por atrás. Pero no era todo, tuvieron que hacerme la colostomía en la izquierda de mi barriga, tuve tanto miedo de que eso me pase y me pasó… todo por ser estreñida, me imagino.
Las heridas van a cicatrizar, se van a cerrar y estaré mejor, pensé; pero lloraba de dolor, de incomodidad, de tanto vomitar y no poder comer, de ver tanta cosa colgada en ese tripode, es que todo esto parece un cuento del que me cuesta despertar.
La colostomía. Jamás en mi vida había escuchado de ella, nunca supe de eso, pero ahora se ha vuelto mi compañera, ésa que estará toda la vida pegada a mi cuerpo, la miré y tuve que aprender a quererla porque gracias a ella tengo una opción de vida, la única solución que me dejó el cáncer.
El estoma es el conducto que me sirve para evacuar las heces. Ahora todo sale por mi barriga, suena hasta chistoso, pero en ese momento sonaba horrible saber que viviré siempre de este modo.
De pronto, no es fácil saber que soy ostomizada, el tener que andar cambiando mis bolsas y controlar la comida y otras dificultades es medio complicado.
Un día, cuando estaba internada después de mi operación, vino una señora a verme quien también había sido sometida a una cirugía y me dijo que estaba triste porque le habían extraído un seno… se sentía vacía. Le dije:
–Míreme, ¿sabe qué me hicieron? Pues me sacaron el recto y parte del intestino, me cerraron la cola y tengo esta bolsita para las heces y es de por vida.
Lloró y me dijo:
–Te admiro mucho…
La verdad, yo también me admiro porque no es sencillo, para ninguna ha sido sencillo.
Cuando mi madre me vió conectada al oxígeno y con dificultad para hablar, tirada en aquella cama de hospital lloramos juntas, me dolía verla así, vulnerable ofreciendo su vida con tal de verme bien, pero era yo quien tenía que aprender a ser fuerte, vivir plena, respirar y sentir que tengo una vida nueva.
Costó mucho el volver a casa después de una semana de la cirugía, el doctor me dijo
– Hoy te vas a casa
– Pero doctor, está seguro? le dije (pues no podía pararme del todo y estaba con el drenaje)
– Sabemos que tu hija será tu mejor enfermera, acaso no quieres ir con ella?, dijo. Entonces mis impulsos se hacían más fuertes que mis dolores. Iré a casa con mi esposo y mi hija, no será sencillo pero todo esto me hace más fuerte cada día, pensaba, mientras recogía mi maleta de dos meses de haber estado internada en la cama 20 de aquel hospital.
Escribiría muchas otras cosas más por las que pasé y que hasta hoy paso. Adoro a mi médico por haber salvado mi vida, agradezco conocer a todas las y los pacientes de Oncología porque hemos aprendido cosas uno del otro, pero sobre todo le agradezco a Dios por haberme dado una oportunidad más de vida, por haberme levantado de esa pesadilla para comenzar de nuevo, para volver a soñar.
No voy a dejar de ir a Oncología, no porque siga enferma, sino porque estaré más sana que nunca para contarle a las otras y otros que vienen detrás para contarles mi testimonio y darles la seguridad de que los milagros existen y que el cáncer se vence… y se gana la guerra al mal.