Laura Folter
En mi mente suena una canción que cantábamos en la secundaria, en una escuela religiosa, y su estribillo decía: “si yo no tengo amor, yo nada soy Señor…”.
Pasaron los años y me preguntaba si en realidad si la letra tenía sentido…¡Y claro que sí! ¿Qué sería de nosotros sin la fuerza incomparable del amor? ¿Podríamos vivir sin él?. Tal vez sí…pero ahondando en conceptos psicobiológicos, el ser humano es un ser social que emerge de una trama enmarañada de afectos que hacen a su entorno, y aunque muchos no se den cuenta, siempre hemos necesitado y vamos a seguir necesitando satisfacer esa demanda de afecto y atención. Desde que nacemos necesitamos la atención del obstetra, el pediatra, las enfermeras y nuestra madre, quien tratara de fortalecer el vínculo con ese bebé tan suyo.
Con esos condimentos, nutriremos nuestro ser, nuestro espíritu y trabajaremos siempre buscando nuestro bienestar a partir de ese sentimiento tan puro como es el amor. Pero en algunos casos, el afecto y la atención no se brindan con la dedicación que esperamos, entonces aparecen las crisis existenciales, nos cuestionamos el haber nacido, el haber venido a sufrir a este mundo, aparecen la soledad y la depresión como hermanas siamesas y nos abrazan confundiéndonos y haciéndonos creer que son los únicos sentimientos posibles de naturalizar.
Nuestro mundo aparece en blanco y negro, el color rosa pasa a ser desconocido y los conflictos internos crecen como la hiedra, enmascarando nuestra tristeza. En este escenario del drama yo me sentía la protagonista.
Los golpes emocionales y las depresiones caían como pieza de dominó, al no sentirme querida ni aceptada y muchos menos comprendida; fue entonces, cuando la muerte pareció ser el mejor remedio, copó mi cabeza que se disfrazó de salvadora, mostrándose invencible como los superhéroes.
Yo no estaba nada bien, la vida me había abofeteado mucho, pero como siempre fui la payasa de la familia, la artista, era poco probable que amigos y familiares notaran la gravedad de mi depresión.
La profesión de enfermera fue mi gran cable a tierra, trabajando descubrí que había un sin fin de historias iguales o peores que la mía. Sentí la necesidad de ayudar, cuidar y curar, no sólo el cuerpo, el alma. Noté que había una cantidad importante de personas con carencias afectivas, abandonadas por sus pares, y pacientes terminales que eran descartados en un sanatorio como si tuvieran la fecha de vencimiento impresa en la frente. Sentí su dolor y lo hice mío, para poder brindarles contención, comprensión, cuidados y esperanza a través de un apretón de manos o una simple mirada. Justo ahí un click me hizo ver lo valiosa que era mi propia vida, por lo tanto debía cuidarla y controlarla cuantas veces pudiera.
Mis hijos cambiaron mi perspectiva y mi visión ante la vida, mi vocación de enfermera también se trasladó a mi hogar transformándome en el mejor instrumento de prevención y cuidados.
Las cuotas de sinsabores se siguieron acumulando en mi transitar por este mundo.
Un buen día, mis controles de salud no fueron suficientes. Un bultito casi inofensivo, apareció y empezó a crecer, alimentando todo tipo de fantasías precoces, sin tener el resultado de una biopsia y esperando el momento de descubrir la gran incógnita.
Fue un 1º de Noviembre del 2011, el día en que el Señor Cáncer salió a escena: “CARCINOMA DUCTAL IN SITU” se leía en el informe anátomo patológico.
Sentí que era el peor día de mi vida, descolocada pensé que esto no me podía pasar a mí, ¡Justo a mí! Que era un relojito puntual con mis controles de salud. ¡Quería despertar de este mal sueño que nunca quise tener!.
A la velocidad de la luz pensaba en mis hijos, mi esposo, mi trabajo, mi casa, mis deudas, como si la muerte llegara en forma inminente, porque CANCER era una mala palabra que nadie quería pronunciar.
Llegué a mi casa, me encerré en mi pieza y lloré, hasta casi deshidratarme…pero no por mucho tiempo. Como por arte de magia puse mi mente en blanco, me sequé las lágrimas y me puse de pie. Decidí que en vez de preocuparme y deprimirme, debía ocuparme y salir a ponerle el pecho a las balas. ¡Qué ironía!, iba a poner el pecho, sí, pero en el quirófano.
Ese día hablé con mis cuatro hijos y mi esposo, tranquila, tratando de ser lo más sútil y sincera como fuera posible. Cada uno procesó la noticia a su manera, entre lágrimas de desconsuelo y una fortaleza que parecía derrumbarse en cualquier momento. Yo sonreí recordándoles que todavía estaba viva y les pedí que guardaran las lágrimas para otra ocasión.
Luego de la charla fui a darme una ducha y me miré al espejo, como para no olvidarme de que todavía era una mujer con dos pechos, dos pechos que amamantaron con amor a su cuatro hijos, dos pechos que promovieron la vida y de los cuales uno estaba muy enfermo. Volví a llorar. Iba a extrañar esa imagen voluptuosa y femenina. Empezaba a transitar un espinoso camino.
El 29 de febrero del 2012, a las 7 de la mañana entre a quirófano, me encomendé a Dios y a mis ángeles, desperté como de una siesta en la cama de un hospital. Esta vez yo era la paciente. Lo primero que hice fue tocarme el pecho derecho, para sentir si lo tenía o no, y sí…estaba allí… un poco más chico, pero estaba. No podía mover mi brazo, iba a necesitar ayuda y allí estaban: mi familia, mis amigas, el amor en todas sus formas haciéndose presentes, y me lo hicieron sentir; me hicieron saber que yo era importante pero no era autosuficiente. Con el pasar del tiempo la herida iba cicatrizando y evolucionando bien, pero yo me sentía como la novia de Frankenstein, mutilada y menos mujer. No aceptaba mi nueva imagen corporal, me dolía y horrorizaba verme así… en consecuencia, fui construyendo una muralla entre mi cuerpo y el derecho al placer, convencida de que ya había perdido todos mis atributos.
Cuando terminaba de digerir lo de la cirugía tuve que empezar con el tratamiento de quimioterapia y sabiendo lo que vendría, comencé a recortar mi cabello, que en ese momento llegaba hasta el final de mi espalda. Como una predicción del tarot, a los 21 días exactos perdí mi hermosa cabellera… sin embargo no tuve tiempo para ponerme mal porque sabía que era reversible.
Al terminar con la quimio siguió el tratamiento de radioterapia indoloro pero con efectos adversos sobre la piel y finalmente un inhibidor de estrógenos, que disminuyó mi líbido, reforzando más la muralla entre mi cuerpo y el placer, y desestabilizando mi relación de pareja. Yo ya no tenía ese apetito sexual que me transformaba en una mujer pasional. Mi esposo se había convencido que era una actitud premeditada y no veía que yo iba camino al voto de castidad. ¿Qué tan fuerte y grande debe ser el amor de tu hombre para que te tome de la mano teniendo frente a él una mujer calva y sin un pecho?. Debería ser un amor puro y desinteresado, supongo. En mi caso eso no existía. Cada noche, la cama parecía crecer hacia los costados, marcando la distancia entre mi esposo y yo. Cada noche trataba de sentir algo que no me nacía: el deseo sexual que el tratamiento me había arrebatado.
Los abrazos molestaban, las caricias morían en el intento, los besos se esfumaban en el frío aliento del desinterés y el fantasma de un intrépido cáncer siempre daba su presente.
Mi pareja se desmoronó, no sentí contención ni comprensión, mi autoestima bajo al subsuelo y para distraerme me puse a estudiar. Finalicé mi carrera, gradué y volví a trabajar.
Durante 4 años y medio, todo iba viento en popa hasta que, una noche de guardia, movilizando a una paciente con obesidad mórbida, me fracturé una costilla. El dolor era terrible, me cortaba la respiración, pero seguí trabajando hasta donde él me lo permitió.
Pasé once meses inyectándome antiinflamatorios para calmar mi dolor cada noche de guardia. El tiempo pasaba, mi ignorancia seguía intacta y mi incertidumbre crecía.
Luego de consultar, el oncólogo me pide un centellograma de control y para mi sorpresa el resultado fue una gran bofetada para mí. Tenía metástasis en la quinta costilla izquierda, los tratamientos no habían funcionado. Creo que debía agradecer a la paciente que hizo posible mi fractura, de otra manera nunca me hubiera enterado de mi diagnóstico.
La solución era volver a la quimioterapia, algo que yo asimilé como una sentencia de muerte y por supuesto me negué rotundamente, dando por perdida la batalla. Mi compañero de turno se puso muy mal, siempre me hizo saber que era su mamá postiza y yo me sentía muy querida; todos mis compañeros y coordinadores trataban de convencerme para hacer el tratamiento, incluso mi oncólogo, pero yo me sentía una perdedora.
En menos de un año la metástasis había expandido su conquista y decidí hacer el tratamiento. Los efectos de la quimio fueron terribles. Padecí el 80% de todos los efectos adversos sumados al dolor que ya sentía en mis huesos.
Otra vez, la muerte apareció en mi mente, como signo de salvación. Prefería morir antes de seguir soportando tanto dolor. Fueron días muy crueles donde tuve que dejar mi amado trabajo, donde mi economía estaba en rojo y las cuentas me superaban, donde a pesar de la adversidad, mis amigas y compañeras de la escuela fueron una luz en la oscuridad, abriéndome una cuenta solidaria en el banco. Si esto no es una manifestación de amor Entonces, ¿qué es?… ¡Mi sueño de ser amada era una realidad! Tanto afecto me distrajo del dolor, tanta gente me demostró su cariño y su gratitud por mi desempeño como enfermera o como cocinera, tanto amor es capaz de sanar no sólo el cuerpo, sino también el alma.
Volví a desnudarme frente al espejo y esta vez me sentí una ganadora. Había ganado otra batalla, fortaleza y mucho cariño, esta vez mi vida era el tesoro más preciado y había que protegerlo de todo mal.
Termine la quimio en agosto del 2018 y actualmente sigo con un tratamiento “soporte” por vía oral.
Soy una convencida de que en esta vida nada es casual, todo sucede tal y como estaba previsto en algún programa universal, y después de la tormenta un día salió el sol. El 14 de enero del 2019 me hicieron los controles habituales para saber cómo y cuál sería el rumbo de mi enfermedad. La tomografía no arrojó ningún dato relevante, pero el centellograma óseo mostró la mejor noticia del año: de tener más de diez lesiones metastásicas en mis huesos pase a tener sólo tres, y el hecho de no tener más dolor, me daba la certeza de que las lesiones estaban inactivas. Una vez más la mente dominó el cuerpo, “mente sana, en cuerpo casi sano”.
La gente que me conoce me llama: guerrera, luchadora, campeona… y yo no siento eso. Aprendí a amigarme con el cáncer y el dolor, es una prueba más que debo superar y desde esta enfermedad, aprendí a valorar pequeñas cosas que antes parecían insignificantes. No vuelo alto porque le temo a las caídas, vivo el presente renovando mi esperanza de vida cada 24 horas, agradezco por despertar cada mañana, no tengo grandes ambiciones, sólo trabajo en la construcción de mi felicidad y la evolución espiritual.
Soy consciente de que estoy de paso por aquí y que como cada uno de nosotros, tengo una misión de vida: “DAR AMOR PARA MITIGAR EL DOLOR”.
Me gusta ayudar, ser un instrumento útil de Dios, disfruto asistiendo y charlando con pacientes oncológicos, trato de comprenderlos, de ponerme en su piel y de contagiarles mis ganas de vivir. Pienso que si compartiéramos más tiempo brindando amor, no habría tantos enfermos de cáncer, porque con amor vale la pena vivir en tiempos de dolor.
Agradezco al Universo y a la vida esta oportunidad de poder contar mi historia, a mis grandes proveedores de afecto, por no abandonarme jamás y al Señor Cáncer por haber puesto en evidencia mi gran fuerza interior y mi fe inquebrantable.