Ave Fenix
Me llamo Ave Fénix, hoy tengo 58 años y vivo con mi hija. Quien me conoce dice que soy una persona resiliente y, puede que lo sea; aunque para ello antes tuve que ser una goma de mascar: al principio sabe rico, es intensa, pero a medida que la masticas va cambiando de formas, se estira, se hace globo, explota y vuelve a su estado casi original, con menos sabor y menos color, pero aún sigue siendo una goma de mascar. Para mí eso es resiliencia.
En el año 2012, padecí cáncer de mamas de tercer grado (bastante severo), sacado a tiempo junto a mi mama derecha y 16 ganglios de mi axila, sin metástasis.
La palabra “cáncer” es un estigma, algo que muchos temen pronunciar. Existen temores y mitos respecto a esta enfermedad, y para entender su verdadero significado hay que padecerlo y, más aún, poder contarlo como yo.
Siempre fui una mujer responsable con los chequeos ginecológicos; después de tener a mi hija, a los 35 años, asumí con responsabilidad la recomendación del médico de realizarme anualmente una mamografía y un PAP. Así, he llegado a guardar pilas de sobres en un mueble por mucho tiempo.
Desde el año 2005, cuando mi hija tenía 10 años, comencé a prestarle mayor atención a mis estudios. A partir de ese entonces comenzaron a aparecer unos nódulos milimétricos, que los médicos recomendaban atender el límite de su tamaño. Como eran varios, acostumbraba compararlos con los estudios anteriores, aún luego de la consulta médica.
Hoy, estoy convencida que además de la predisposición genética a contraer cáncer, también afecta el estilo de vida que uno lleva diariamente. Un año antes del diagnóstico, mi vida era un caos y me deje llevar por él.
Después de veintitantos años de trabajo, me redujeron la jornada laboral. Por esa causa, a los 51 años de edad, tuve que buscar otro empleo; salía a las 6:30 a.m. de mi casa y regresaba cerca de las 23:00 p.m., improvisando mis almuerzos entre un trabajo y otro.
Cada mañana, realizaba trámites de toda índole hasta llegado el mediodía, sea bajo el sol, la lluvia, con frio o mucho calor. Después concluía mis tareas de oficina contra reloj, pues tenía la misma carga de trabajo, pero menor tiempo por las horas reducidas y, nunca sabia decir que “no”.
A la hora de la siesta almorzaba y, luego de un breve descanso, continuaba la jornada de la tarde en mi otro trabajo, del que me desocupaba después de las 22:30 p.m. Llegaba a casa muy tarde, con el único propósito de dormir.
Todas las mañanas acompañaba a mi hija al colegio. Esa hora que demoraba el colectivo en llegar a destino, la usábamos para conversar y así poder enterarme de sus cosas; aunque yo le ocultaba las mías. A pesar del poco tiempo que podía compartir con ella, me las ingeniaba para monitorear todas sus actividades; sin embargo, la culpa siempre estaba ahí, sea por no poder estar más a su lado, por no tener mejores ingresos, por guardar secretos o por demostrar que todo lo podía resolver.
Dos años antes, una tía muy querida se había mudado con nosotras, eso me daba un poco de alivio, sabía que mi hija no estaba tan sola mientras yo trabajaba.
Mi familia y las personas a mí alrededor veían en mi alguien fuerte, con carácter, a quien nadie se la podía llevar por delante y, hoy imagino, suponían que yo no tenía problemas, porque yo sabía ocultar muy bien mis emociones y aflicciones. Si supieran, en esos meses todo me agobiaba: las exigencias del trabajo, las injusticias, mi tristeza y el dinero que no alcanzaba. Los fines de semana solo quería dormir, porque cuando lo hacía no pensaba.
Al menos una o dos veces a la semana, me quejaba de fuertes dolores de cabeza, eran tan intensos que llegaba a descomponerme. En una oportunidad, llegaron a un punto tal que me descompensé, y una ambulancia tuvo que ir a buscarme en la farmacia donde me encontraba. Llegue a estar internada y dormir todo un día, me diagnosticaron estrés. Mi hermana menor fue a acompañarme en esa oportunidad, porque se lo oculté a mi hija y a mi tía, para no preocuparlas.
Es por todos esos sucesos, que opino que el cáncer no llega de improviso, tenemos alertas en nuestro organismo, llamadas de atención, que por estar sumergidos en la vorágine de nuestras vidas no les prestamos importancia.
Cabe mencionar un recuerdo que pudo ser un factor influyente; en dos oportunidades me caí y me golpee el pecho fuertemente, por lo que sospecho que mis glándulas mamarias ya afectadas pueden haberse inflamado y el proceso haberse acelerado.
Por decisión propia, comencé a realizarme una serie de estudios, quería conocer la causa de mis dolores de cabeza y mareos. Empecé con exámenes neurológicos, auditivos, del corazón, endoscopias y todos ellos resultaban bien. Lo único que a mí me preocupaba, pero no a los médicos, eran los valores de la eritrosedimentación, que en cada análisis salían elevados.
En tres análisis de sangre el valor de la eritrosedimentación estaba fuera de los parámetros y, a pesar que los médicos lo relacionaban con encubar un resfrió, llamémosle intuición, eso me preocupaba.
Entre tanto, llegaba la fecha de mi examen ginecológico anual; comencé con el PAP, cuyo resultado estaba perfecto y, me quedaba como último examen la mamografía, para fines del mes de Abril.
Hacerme un chequeo completo, con los estudios mencionados, podría llevarme como máximo un mes. Pero, a mí me llevo tres meses, por mis actividades laborales y por los tiempos de la obra social. Pedir permisos en el trabajo, autorizar cada estudio, tomar turnos y ser atendido en tiempo a muchas mujeres las lleva a desertar de tales chequeos, más aun si los mismos dependen de hospitales públicos.
Eran los últimos días del mes de abril del año 2012, un día domingo jugaba con mi hija en la cama a los abrazos, ella me abrazo tan fuerte que me generó mucho dolor. Entonces, me comencé a palpar, me toqué la mama derecha y detecté un bulto, del tamaño de una pelota de ping pong, que dolía con solo rosarlo. El lunes autoricé la mamografía, la ginecóloga que me examinó decidió solicitarme otra amplificada y más compleja; además, me derivó a un mastólogo, y eso me preocupó más.
A pesar de mis actividades estresantes y de las malas noticias de la semana, seguí concentrada en los estudios por hacer.
En medio de ese contexto, mi tía me comunicó que había decidido mudarse a otra provincia, donde vivía mi hermana mayor. Eso me afectó mucho y me enojó también, y no le pude contar mis preocupaciones de salud.
La soledad no es buena compañera para vivir angustias. En esos momentos de temor y preocupación, debemos acudir a un ser querido, sea un familiar o un amigo, para no estar solos, de a dos es más fácil soportar la carga.
El 3 de mayo del año 2012, con los resultados en mano acudí a ver al mastólogo. Recuerdo perfectamente ese día, estaba nublado, a punto de llover y, más tarde, todo se puso gris.
Estaba sentada en la sala de espera de los consultorios, con el sobre de los resultados que no había querido abrir, y mi hija con sus 17 años recién cumplidos me acompañaba.
Mi corazón latía un poco más rápido que de costumbre, lo podía sentir. Trataba de distraerme conversando con ella, pero a los minutos estaba esa sensación que me surgía desde el centro de mi tórax y por dentro, como cuando usaba el ascensor para subir o bajar.
En ese momento el médico, una eminencia en su especialidad, pronunció mi nombre y súbitamente el ascensor en mi interior subió.
Sentado en su escritorio, abrió el sobre de los estudios, los examinó, luego me revisó y sin ningún preámbulo, mirándome a los ojos me dijo: “hay un tumor en la mama derecha, es grande, no puedo precisar si esta encapsulado, pero por el tamaño, no perderemos tiempo y vamos a sacarlo. Hoy es 3 de Mayo, el 30 de este mes programamos la cirugía”.
El médico habló por 15 minutos más, explicando lo que podía encontrar y las alternativas que tendría en el quirófano al operarme, pero todo eso me lo conto después mi hija, quien escuchó atentamente. Su boca se abría y se cerraba, pero yo no escuchaba sus palabras; estaba aturdida, shockeada, petrificada en la silla, con el vértigo del ascensor que se movía rápidamente sin llevarme a ningún lado.
A mí ese diagnóstico, directo y sin anestesia, me sirvió para enfocarme exclusivamente en la enfermedad; pero no todos somos iguales y reaccionamos de distintas maneras.
Considero importante y necesario acudir acompañado de un familiar o un amigo, porque podemos experimentar emociones complejas con el diagnóstico, puede haber personas que se desaniman, pierden interés por recuperarse, y tienen temor a la muerte.
Después de escuchar el diagnóstico, salimos del consultorio y caminamos hasta la parada del colectivo en silencio. Mi hija tomaba mi mano y eso me estabilizaba. Durante el trayecto de los 11 km. a casa, miraba por la ventanilla sin ver nada de lo que ocurría en la calle. Lo desconocido fue a lo que más temí.
Soy una mujer de fe, siempre sentí que más allá de mis decisiones, hay algo más grande y más poderoso que uno mismo y a eso me aferré, le pedí a Dios que se hiciera cargo de mí, le entregué toda esa mochila de miedos e incertidumbre.
La primera vez que había entregado mis cargas a Dios fue cuando la salud de mi hija peligraba ante una cesárea de urgencia, todo salió bien; y esperaba que en esta ocasión pasara lo mismo.
Al llegar a casa, mi tía, con cierto aire de culpa preparaba su mudanza precoz, le había costado muchos días darme la noticia y apurada preparaba cajas. En ese momento pensé que eso sería lo mejor, que se fuera; ya no estaba enojada, estaba aliviada de no vivir con ella esa etapa de los acontecimientos, por todo lo que se venía. Ella es de las personas que no sabe lidiar con enfermos, y yo debía hacer de mi hogar una fortaleza, donde solo estarían las personas que me quisieran y eligieran acompañarme, mi hija con su corta edad me ayudaría. Hoy, a la distancia, llego a la conclusión que esa responsabilidad la hizo madurar demasiado pronto, fue ella la compañera incondicional en esa batalla.
Los días que restaban para la operación corrieron veloces, pude organizar mis pendientes, para luego estar abocada solo a mi recuperación. También me realicé los exámenes pre-quirúrgicos, y tomé una semana de licencia en el trabajo. No me permití ninguna distracción, con información que no fuera la del médico. Decidí experimentar, sin investigar.
Como tenía el pelo hasta los hombros, fui a la peluquería y me corte bastante corto, para prepararme psicológicamente a un nuevo aspecto en el espejo.
Llego el “gran día”, fui citada en la clínica a las 8:00 de la mañana con un té con azúcar en el estómago, como lo había indicado el médico. Me acompañaron mis hermanos, que viajaron unos días antes.
A las 11:00 a.m. ingresé y, la operación fue a las 14:00 p.m. Esa espera provocó una suba de presión a 18, por la que fui asistida antes del ingreso a quirófano. A pesar de mi semblante tranquilo, había miedo en mi interior.
Me aplicaron la anestesia y en segundos quedé dormida. Cuando desperté, mi hija estaba a mi lado y me pedía que me quedara quieta; yo sentía dolor, náuseas y mucha sed. Lo primero que le pregunte fue si me habían sacado la mama, ella asintió con la cabeza, mientras me acercaba algodones húmedos a la boca.
Con una biopsia por congelamiento durante la cirugía, el medico había salido a explicar a mi familia lo que había encontrado, y lo que correspondía hacer. Encontró un tumor maligno no encapsulado, por lo que además de la mama derecha también extirpo los 16 ganglios en mi axila.
Después de 3 días de recuperación en la clínica, mis hermanos y mi hija me llevaron a casa. Durante la semana siguiente, día por medio, debía concurrir al hospital para el control de la herida.
Mi hermana mayor había viajado desde el sur, para cuidarme en las semanas previas a la primera quimioterapia. Con su compañía mi hija tuvo un poco de alivio, y pudo retomar sus actividades escolares.
El día que el mastólogo conoció a mi hermana, advirtió su enfermedad: depresión y, sin sutilezas, le aconsejo que pasara el menor tiempo a mi lado, porque yo necesitaba personas optimistas y que no tuvieran pena de mí; esa fue la manera del médico para protegerme. Hoy confirmo que el entorno de un paciente con cáncer debe ser armonioso, optimista, y no debe existir lastima por su enfermedad, porque es lo que más nos duele en ese momento.
No mire mi cicatriz hasta pasadas las tres semanas. Cada etapa que vivía lo hacía con una preparación mental previa. El día que decidí mirarme al espejo fue cuando todos dormían…me levante, me bañe tocándome con mucho temor el lugar y con los ojos cerrados, no pude evitar el llanto silencioso. Era muy extraño al tacto, sentía adormecido el hueco que había quedado; luego me pare frente al espejo desnuda y al abrir los ojos estaba ahí: una cicatriz de 23 puntos en lugar de mi mama, me impactó mucho ese reflejo y estuve llorando un largo rato aceptando esa pérdida. Hoy comprendo a cada mujer que ha pasado por esa situación, porque esa pérdida también afecta su feminidad y su estética. Son momentos únicos para cada ser, hay tristeza y hay duelo, solo necesitamos aceptarnos así como quedamos. Muchos dirán que hay cirugías reparadoras, pero no todas estamos preparadas para hacerlo. Valientes aquellas que lo logran, yo preferí no hacerlo.
Lo días previos a la primer quimioterapia pasaron rápidamente. El 13 de Junio llegaron los resultados de la biopsia, y con ellos fui al mastólogo. Se trataba de un tumor de 3 grados (maligno), sin metástasis en ganglios con un tratamiento severo de quimioterapia y rayos.
Antes de la quimioterapia debí realizarme centellogramas, ecografías de hígado y del corazón, y análisis de sangre. Fue luego que conocí a mi oncóloga, ella me explicó los tratamientos a seguir, a partir de los resultados de la hormona del tumor.
Nunca permití dejarme llevar por la información de los sitios de internet, y a medida que vivía mi experiencia, descubría su significado. Esa técnica me permitió entender cada paso del tratamiento, aceptarlo y hacerlo único.
El 26 de Junio me realicé la primer quimioterapia. El lugar para realizarla, era una sala pintada de colores pasteles, sillones cómodos y reclinables, como una especie de espacio de relajación; una imagen de la virgen se destacaba en la habitación, junto a varias pinturas de ángeles. En ese espacio estaban dispuestos seis sillones iguales; había mujeres sentadas cómodamente y eran asistidas por una enfermera muy amable, que les anticipaba con dulzura cada paso, y eso disipó el miedo con el que ingrese. En momentos de incertidumbre y temor ante una experiencia como tal, es bueno sentir el amor de los profesionales.
La enfermera, amorosamente, preparo mi brazo izquierdo, colocó una aguja y desde ese suero ingresaron los medicamentos. Lo primero que sentí fue un mareo repentino y náuseas, a los cinco minutos esa sensación desapareció y al tranquilizarme, la enfermera confirmó que mis valores de presión y saturación estuvieran normales; luego se mantuvo atenta a todas nosotras en la sala.
Me había llevado los auriculares para distraerme escuchando música, pero me pareció oportuno rezar, lo hice por media hora más o menos. La mujer a mi lado intentó conversar conmigo preguntándome el diagnostico, como no estaba dispuesta a que me anticipara lo que ocurriría, fingí estar dormida y luego me dormí profundamente. Pasaron tres horas, cuando desperté la enfermera me había liberado de la aguja y todo había terminado.
Para ese momento, mi hermana regresó a su provincia y una amiga muy querida de la familia, con cierta experiencia en compañía terapéutica, quedó en su lugar.
A la mañana siguiente de la quimioterapia, mi nueva compañera me convenció para hacer una caminata, accedí con pocas ganas porque algo extraño sucedía en mi interior. Pasada media hora, comencé a sentir calor en mi cuerpo y náuseas; regresamos apresuradamente, intenté recostarme y vomité toda esa tarde y también toda la noche, con sensaciones extrañas e indescriptibles en el cuerpo.
Así pasaron tres días, con vómitos, desánimo físico, sensibilidad olfativa y una tos que no me dejaba tranquila. Como los vómitos eran repentinos, no quería salir a caminar y, en el único lugar donde quería estar era la cama. Esta mujer tenía un carácter muy especial, a pesar de su paciencia era una mujer con firmeza, y eso me servía para no deprimirme, mi hija también actuaba naturalmente, me trataba como si nada me hubiera ocurrido, y fue bueno porque no quería que sintieran pena por mí.
Inició el mes de Julio, alrededor del día 16 comencé a sentirme mejor físicamente, pero debía empezar a prepararme para la siguiente quimioterapia. Debí controlar mis glóbulos rojos y evaluar como estaban mis defensas.
La oncóloga, con los resultados de la hormona tumoral, me anticipó que serían dos series de 4 quimios y luego rayos.
Previo a la realización de la nueva quimioterapia, debieron levantar mis defensas porque habían bajado considerablemente.
Uno de esos días, como todas las mañanas, me duché y, mientras lavaba mi cabello, sentí dolor en el cuero cabelludo, y empecé a sacarme mechones con las manos, mientras lloraba desconsoladamente y muy en soledad.
Ninguna peluquera conocida aceptó venir a pelarme a mi casa, porque no se animaban a hacerlo. Entonces, acudí a un amigo de la familia, y él me rasuro completamente; más tarde decidí mirarme al espejo a solas…verme así, sin mi cabello fue más desolador que descubrir mi herida. Me permití llorar un largo rato, y decidí comprarme una peluca.
Una mujer con cáncer, al perder su cabello se delata. Ese es el mayor estigma de esta enfermedad, sentirse como Sansón y perder las fuerzas ante la mirada lastimosa de los otros. Por ello, son tan importantes aquellas fundaciones que ayudan y, acercan a las mujeres con menos recursos una peluca, que les permite sentirse menos observadas.
Viví las tres siguientes quimios con los mismos ciclos, primera semana con vómitos y dolores, segunda de recuperación y tercera de controles. A medida que sucedían me iba acostumbrando, y cada vez más.
La segunda sesión de las cuatro quimios restantes fue diferente, sentía mucho dolor en las articulaciones, desde el dedo pequeño hasta cada tramo de mi cuerpo. Entonces, tuve que alimentarme con mucho hierro, lo que me llevo a subir de peso. Mientras tanto, mi pelo crecía y caía en cada quimio, pero la peluca (mi fiel compañía) todo lo camuflaba.
Las sesiones de quimio las hacían cada 21 días, salvo algunas ocasiones en que se dilataba, porque había que subir mis defensas.
A punto de comenzar el mes de Enero del año 2013, junto con los médicos, decidimos prorrogar la última quimio, para que pasara las fiestas junto a mi familia en el sur del país.
Estando con ellos, fue la única vez que me animé a sacarme la peluca por comodidad. Al principio, no pudieron evitar lagrimear y mirarme con pena; pero a esa altura de los acontecimientos yo estaba fuerte, adaptada, resiliente, sabía del amor de mi familia y los entendía cuando me miraban.
Ese año no trabajé, me recluí en mi hogar, lejos de la mirada lastimosa de la gente, con mis seres queridos, y fueron pocos los que supieron que padecía cáncer.
Seguí rigurosamente todas las instrucciones de los médicos, salía a la calle lo menos posible, para cuidar mis pocas defensas. Durante 4 meses, día por medio, acudía a una terapia de drenaje linfático en mi brazo derecho, así pudieron llevarlo de la hinchazón a la normalidad. Nunca, incluso en la actualidad, permití que me tomaran la presión o me sacaran sangre de ese brazo, además, durante muchos meses dormía solamente boca arriba, para cuidar mi herida.
A partir del mes de Febrero, inicie las sesiones de rayos, que puntualmente me aplicaron como indico la oncóloga; esta experiencia no resulto traumática y me dejó un punto, tatuado como recuerdo.
También, asistí a unas sesiones psicológicas, porque no quería regresar a trabajar; relacionaba el trabajo con el estrés sufrido, y eso me generaba mucha angustia. Fue de esa manera, que los médicos concluyeron en certificar mi condición y regrese, pero con tareas reducidas, que no atentaran contra mi estado emocional.
Llegó el momento de regresar al trabajo. Sin esperarlo, un nuevo golpe bajo volvió a suceder. Retornar después de un año y experimentar el primer día la exigencia del ritmo anterior como si nada hubiera pasado, me obligó a mostrar, sin preámbulos mi certificado psicológico con las tareas recomendadas, para que entraran en razón de lo que había vivido. Fue muy duro adaptarme, como así también para mis compañeros quienes no recordaban saludarme cuando terminaban su jornada. Fue difícil demostrar que había “regresado” y que ya no era la misma.
Dos meses más tarde la jornada ya reducida a 6 horas, se redujo a 4, lo que me obligo a buscar sustento nuevamente. Toda vez que acudía a una entrevista se desarrollaban con empatía, hasta que mencionaba la enfermedad, por lo que nunca pude concretar un trabajo. Esto me hizo sentir discriminada. Conocí mujeres con el mismo relato injusto; y sostengo que la palabra Cáncer en una entrevista, no debería ser excluyente.
En la actualidad realizo mis chequeos puntualmente, convencida que padecí una enfermedad, y me cure de ella. En ese proceso, y después de 7 años de lo sucedido, aprehendí a valorar los tiempos, a vivir el hoy, a despojarme de mis culpas, aceptar mi transformación, a rodearme de gente que me valore y me vea tal cual soy, a ponerme en lugar del otro, entender que cada uno de nosotros somos únicos, con experiencias únicas. A la distancia, entiendo que lo sucedido fue una situación vertiginosa que me sirvió para cuidar y valorar mi vida.