Towanda, la loca.
Trece. El número trece siempre fue significativo en mi vida. Partiendo de que es el día en el que nací, un viernes trece de mil novecientos ochenta y cuatro, hace exactamente treinta y cuatro años. Pero eso no va al caso ahora.
El trece además, es mi número de la suerte, por así decirlo. El número que llevo en mi camiseta de handball, deporte al que amo y el cumple mes con mi novio; hasta acá todo es de buen augurio.
Pero el trece de diciembre del dos mil diecisiete fue algo distinto. Aquel que sepa de fútbol y sea hincha de Independiente, puede llegar a decir que en ese día el rojo de Avellaneda se consagró campeón de la copa sudamericana pero lo que les vengo a contar; sucedió un poco más temprano.
A eso de las diez menos cuarto, estaba en la escuela de Banderalo, compensando a mi alumna Solange, cuando suena el teléfono. Suena es un decir, lo tenía en silencio y de casualidad lo vi. Salí al patio y atendí algo nerviosa ya que en la pantalla estaba el nombre de mi ginecóloga, me dijo que ya tenía los resultados de la biopsia y que me quería ver a la tardecita en su consultorio. “Por favor no te olvides de venir” me repitió un par de veces.
Volví al salón casi temblando, tenía que ayudar a Sol a leer un cuento para poder responder unas preguntas, juro que la voz se me cortaba y los ojos se me llenaban de lágrimas. La campana del recreo me salvó. Ahí decidí avisarle a mi mamá por whatsapp, sabía que no era bueno lo que G T me iba a decir.
Antes de retirarme de la escuela, salude a la secretaria y le avise que el jueves faltaba; teníamos acto público y ella; con la sonrisa de siempre me dijo “nos vemos el viernes entonces”; a lo que respondí “No sé, me llamo la ginecóloga y creo que hay algo malo”. Todos conocían los episodios que tuve anteriormente y los estudios que me estaba haciendo para conocer el por qué.
Estuve toda la tarde nerviosa. De a ratos rezaba y pedía que no sea lo que imaginaba. Intentaba pensar en otras cosas pero solo quería que lleguen las siete y media de la tarde para conocer los resultados.
Me encontré con mamá, pasamos por el laboratorio y juntas nos fuimos a la clínica. Como era de esperar, mucha gente adelante mío, así que la agonía iba a durar un poco más. No aguanté y abrí el sobre, ahí estaban esas dos palabras que marcaron mi existir: Carcinoma Escamoso. Automáticamente mi mamá me agarró la mano y me dijo que juntas íbamos a salir de esta. Obviamente me enojé y le contesté que no exagerara.
Al fin nos tocó entrar, la cara de G T no era de buenas nuevas. Nos sentamos, abrió el sobre, me leyó esas dos palabras y me agarró la mano. Dijo un montón de cosas, pero mi cabeza se quedó con el eco de una sola frase: “es cáncer”, eso rebotaba en mi mente como los protectores viejos de las pantallas de las computadoras. Las tres llorábamos, sin soltarnos las manos. Otra cosa que recuerdo es que la ginecóloga me dijo que no pensara ni me comparara con Sofía, otra chica de mi pueblo que tuvo algo parecido pero no sobrevivió.
Salimos por la guardia, se había hecho muy tarde. Caminábamos hasta los bicicleteros cuando vi que venía papá, ahí mamá me dijo que él ya sabía. Nos abrazamos y lloramos, si hay algo que me estruja el corazón; es ver a mi papá llorar. Mamá le dijo que iba a tener que ir a Luján de rodillas, seguí llorando pero por dentro me causó gracia. Mi papá es una mole que no se puede agachar, mira que iba a ser eso.
Antes de irnos de la clínica, me enteré la logística de mi vieja para avisarle a la familia que yo tenía cáncer de cuello de útero. Se puso mi enfermedad al hombro, como hace con todo diariamente, y arrancó la lucha desde el minuto cero. Incluso, durante el tratamiento, sentí que a ella le afectaba mi enfermedad y yo seguía como si nada.
Fuimos directamente a mi casa. Mi mamá era un pulpo con el teléfono, llamando a varias personas para conseguir no sé qué cosa. Mientras esperaba a que llegara mi novio, les mande mensaje a mis amigas para contarles mi diagnóstico, avise a las directoras de las escuelas donde trabajo, crucé un par de palabras con mi vieja y recibí los whatsapp de mis hermanos apoyándome como de costumbre y más unidos que siempre.
Apenas vi a Diego en la puerta de casa, me largué a llorar como una nena, todavía no había podido sacar la angustia de mi pecho, pero al abrazarnos no la pude contener más. Escribo y siento el apretón que me dio, sus brazos fuertes no me soltaban y me decía al oído que todo iba a estar bien. Según él, estaba transpirando pero yo vi en sus ojos algunas lágrimas. Se sentó y yo me puse a upa, le conté lo que me dijeron, aunque ya lo sabía por mi mamá, lo que iba a tener que hacer y también me retó un poco, para variar. A él le dije que no me iba a morir, creo que fue a la única persona que le expresé eso, me volvió a retar, a secar las lágrimas y me dio un beso hermoso, afirmando lo que dije.
Después vino Guada, como un viento a apoyar a su amiga; como tantas veces lo hice yo con ella. Hoy por ti, mañana por mí. Juntas.
Charlamos un poco los tres, dijimos algunas pavadas que me hicieron reír y pasamos el rato. Cociné. Cenamos con Diego y nos fuimos a dormir. Abrazados, bien fuerte y bien pegados. Él se durmió, yo no podía. Mi cabeza era un torbellino de cosas y me era inevitable llorar. De vez en cuando, mi amor me tocaba la cara para corroborar que ya no había más lágrimas sobre mi rostro. En algún momento el sueño me atrapó y logré descansar un poco.
El jueves se me pasó volando porque tuve varias visitas, algunos llamados. Con el correr de las horas y en una ciudad con alma de pueblo como la mía, cada vez más gente se enteraba de mi condición. Era “la novedad”, muy a mi pesar.
Esa noche viajamos a La Plata con mi mamá. Siempre me costó irme de mi ciudad. Siempre lloré en la terminal. Pero esta vez fue peor, no solo me tenía que ir sino que no sabía cuándo iba a volver y no me iba de vacaciones, me iba por mi enfermedad.
Llegamos a la madrugada. Nos fuimos al departamento de la Colo, otra amiga, dejamos algunos bártulos y enseguida salimos para el hospital San Martin. Me hice la canchera como guía turística pero terminamos tomando un taxi porque no encontrábamos como llegar. El hospital era inmenso, había mucha gente; nosotras íbamos con una cartita de recomendación, pero ahí adentro éramos un número más y tuvimos que esperar como cualquier otro paciente. Nuestra urgencia y desesperación, no era prioridad en ese lugar. Llegó Anita, una amiga y hermana por elección, a hacernos el aguante. Después mi prima Cuca y su prima Lulú. Más tarde mi hermano, que venía de capital y se le complicó con el transporte y la hora pico. Y por último Celin, que llegó dando la nota para no perder su costumbre. Terminamos siendo un batallón en la sala de espera, atentos a cualquier puerta que se abría, mirando a todos los doctores que pasaban, intentando que vean en nuestros ojos la desesperación.
Pasaron varias horas hasta que me llamaron, entramos con mamá y Leo a un cuartito diminuto. Dos médicos, un chico y una chica nos recibieron. La doctora que mi ginecóloga contactó no estaba pero ellos trabajaban con ella. Le contamos lo sucedido, le mostramos los estudios que teníamos y me revisaron en otro cuartito más privado. Fue horrible, me sentí ultrajada, metieron sus manos dentro de mí como si fuera un jarrón y hablaban entre ellos en términos médicos. Tuve muchas ganas de llorar. Volvimos al cuartito que hacía de consultorio donde mi familia nos esperaba. Reafirmaron el diagnóstico y nos indicaron los pasos a seguir.
La estadificación fue el siguiente capítulo. Gracias a la hija de una amiga de mi mamá, conseguimos turno para las resonancias en otro hospital, la banda se trasladó unida hacía ese lugar. Al toque nos atendieron. Fueron casi dos horas adentro de un tubo, por suerte en el techo había una imagen del cielo y unos árboles, que te daban la sensación de estar afuera, al aire libre. Tomografía de tórax, abdomen y pelvis, eso me hicieron. Ahora había que esperar. Como broche de oro, nos fuimos a almorzar a lo de Carlitos (creo que así se llamaba el restó), todos juntos, igual de preocupados pero un poco más relajados. A la tardecita nos tomamos el micro de vuelta, lo que pensé que iba a ser eterno; fue un poquito nada más.
Estuve diez días de licencia. Impaciente por los resultados. En ese período de espera, hablé con varias amigas, otras vinieron a visitarme, hice cosas de la escuela desde mi casa y traté de que mi vida sea lo más normal posible. Aunque en la calle la mirada de lástima de la gente me ponía nerviosa, sentía que me daban el pésame al saludarme. Encima mi mamá, en su desesperación, le contaba a todo el mundo sobre mi enfermedad. Nunca me gustó ser el centro de nada y ahora me tocaba contra mi voluntad. Por eso trataba de no salir a la calle.
Me resultaba difícil recordar esas dos palabras, fue por eso que las relacioné con aquel personaje de la novela Pedro el escamoso. Y así, mi cáncer pasó a llamarse simplemente Pedro. De esa manera nos referíamos al hablar del asunto.
Anita trajo los resultados. Recuerdo que me dijo que los abrazó y trató de pasarle la mejor de las energías, para que todo fuera lo menos malo posible. Yo hice lo mismo cuando me los dio. Los abrí en casa, sola, aferrada a un rosario que Haydé, la mamá de Agus (otra amiga) me regaló. Me temblaban las manos, me latía rápido el corazón y me dolía la panza pero por suerte; no había más que lo que ya me habían dicho. El cáncer era ahí, en el cuello del útero. Agradecí al cielo por eso, rezando.
Fe. Creencias. Religión. Mística. Dios siempre estuvo presente en este camino que me tocó transitar, pero hubo un momento muy importante y significativo para mí. Y para mi mamá, mí coequiper en este asunto. El treinta de diciembre viajamos a Rosario, a la capilla de la Natividad del Señor, para poder presenciar la misa del Padre Ignacio, conocido cura sanador. Debo reconocer que fui algo enojada y muy en contra de mi voluntad. Desde el jardín de infantes, hasta las dos carreras terciarias que hice, las cursé en un colegio católico pero a veces, me enojo con el de arriba. Y tener que hacer esto, casi a fin de año, me fastidió.
Fueron horas y horas de espera, a fuera de la iglesia, al rayo del sol. Escuchabas todo tipo de historias y veías a todo tipo de gente con la esperanza de que ahí adentro se encontraba la solución del problema. Cuando se abrieron las puertas, a eso de las cinco de la tarde, entramos y nos sentamos, me negué a ponerme en la punta del banco, todavía tenía cierto “miedo” a lo que podía llegar a pasar. Tuvimos que seguir esperando un buen rato más, en ese lapso mi vieja hablaba con todas las personas que tenía a su alrededor, escuchabas historias de vida terrible y yo ahí, enferma de cáncer pero me sentía bien; en comparación a otros casos, yo estaba impecable.
La misa transcurrió normal, el cura era muy simpático y tranquilo, la gente podía contener cada vez menos sus sentimientos, sus lágrimas, su desesperación. En un momento mi mamá salió corriendo, se ve que escuchó las indicaciones que necesitaba para que yo pudiera ver en persona al Padre Ignacio.
Me llevaron a otra parte de la iglesia con un montón de personas más, recuerdo una señora que tenía varias cosas en su garganta, no podía hablar y se le dificultaba tomar agua; su joven hija hacía de todo para ayudarla y en sus ojos se veía un gran desconcierto. Esperamos a que el cura saludara a sus fieles y luego nos dieron el okey para poder ir nuevamente al sector donde se efectuó la misa. Nos sentamos y observábamos lo que sucedía a medida que la gente pasaba al frente y se encontraba con el Padre Ignacio. Algunos se caían, se desmayaban; otros sin embargo se retiraban como si nada les hubiera pasado y también había gente que lloraba. Lo que me llamó la atención, es que después de estar con él, se sentaban junto a una chica que les hacía escribir algo que el cura le había transmitido por un par de señas.
Mi turno. Me hicieron parar y ponerme en una fila junto a las otras personas con las que compartía banco. Miré hacia atrás y arriba, y allí estaba mi mamá mirando atenta con sus manos entrelazadas, como rezando. Me paré frente al padre, le dije mi nombre y el motivo por el cual estaba ahí. Lo primero que me dijo fue que me iba a curar. Puso su mano en mi pelvis y empecé a sentir fuego, me asusté y él se dio cuenta. Después me dijo que lo que yo tenía era culpa y que dejara de pensar que era una mala persona, porque no lo era. Le tuve que repetir un par de frases mirando a la Natividad del Señor, me dio una medallita que apareció en su mano “mágicamente”, me abrazó fuerte y con un beso me despidió. Una chica me pidió que la acompañara hasta un banco, me dio una estampita con una oración y me dijo todo lo que iba a tener que hacer de ahora en más, por dos meses, yo lo escribí en un papel.
Debo confesar que salí llena de paz, esperanzada, contenta, positiva a más no poder. Repentinamente me sentí con toda la energía para llevar adelante la batalla que el destino me presentó. Afuera de la iglesia me esperaba mamá, me dio un abrazo fuertísimo. Le conté todo lo que me había dicho el cura y se emocionó.
Culpa. Yo nunca sentí culpa de nada, pero se ve que en mi inconsciente eso daba vueltas y me afectó. Apenas escuche esa palabra, se me vino a la mente una persona y una situación que viví al comenzar la historia de amor con mi pareja, pero no va al caso contar con detalles eso.
Pasaron las fiestas, que disfruté junto a mi familia. Vinieron y se fueron la mayoría de mis amigas. Celebramos y brindamos para que todo salga bien, y que el nuevo año nos traiga cosas buenas a todas. Por primera vez, después de las doce de la noche estuve con Diego en navidad y en año nuevo.
El fin de semana antes de irme, nuevamente a La Plata, tuve un quiebre importante. Hacía tiempo que no me sentía tan angustiada y lloraba tanto. Nos acostamos con Diego, él se durmió al toque y yo seguía ahí, con mi cabeza dando millones de vueltas. Me levanté al baño, me miré al espejo y no puede contener las lágrimas. Me quedé un ratito ahí, tratando de que se me pasara. Cuando me sentí preparada, volví a la cama sigilosamente. Mi novio me abrazó, siempre lo hace cuando dormimos y fue para peor, empecé a llorar desconsoladamente, no podía hablar de tanta angustia. Tenía miedo, quería curarme pero no quería irme. Quería cerrar los ojos y que todo pasara, como un mal sueño. Diego intentó consolarme, me repetía que tenía que irme, justamente para sanarme y que todo iba a estar bien, que él sabía que todo iba a estar bien. Con sus enormes manos me secaba las lágrimas, me daba besos en la frente y me abrazaba muy fuerte. En algún momento nos volvimos a dormir, apretados y entrelazados.
Estadificación, parte dos. El domingo siete de enero, viajamos a La Plata. Por suerte, pude ver a mi novio antes, llegó temprano del torneo de handball y me llevó a la terminal. Más vale que lloré a moco tendido cuando nos despedimos. Lo mismo pasó con papá y Juanita. El lunes ocho, a la mañana temprano, tenía que estar en el hospital para internarme. Hicimos todo el papeleo, me llevaron a una habitación grande, junto a otras tres mujeres, me revisó un médico y me designaron una cama. Anduve todo el día afuera, en una especie de patio interno con mamá, mi hermano y Celin; tomando tereré y charlando de muchas cosas. A la tardecita ellos se fueron, yo me acomodé en mi cama y chatié con mi novio. Dormí bastante bien, a pesar de los nervios. Al otro día temprano nos levantaron para un nuevo chequeo y de a una nos fueron llevando al quirófano. A mí me tenían que hacer un estudio para ver en qué fase se encontraba el cáncer: hasta el grado dos, se podría operar; si es más que eso debería hacer algún tratamiento. Me llevaban al quirófano para dormirme un poquito y no sentir la revisación. Al final, fui la última que llevaron, un enfermero en silla de rueda me trasladó de la habitación hasta la parte de operaciones; obviamente, mi hermano retrató ese bello momento con una foto.
Me quedé sorprendida con las instalaciones. Nada que ver al lugar donde dormí. Todo era nuevo, con tecnología de última y tanto los médicos como enfermeros eran jóvenes y muy amables. Creo que fue más lo que esperé, que lo que duró el estudio. Me acomodaron en una camilla, con las piernas abiertas y colgadas, parecía una vaca a punto de ser carneada. Me preguntaron un par de cosas y se ve que me dormí. Abrí los ojos en el trayecto a la habitación, medio que me despabilé al escuchar los gritos de mis familiares, que no entendí lo que decían. Al rato dejaron pasar a mamá y vino una doctora a decirme que mi cáncer era de tercer grado, por lo tanto era imposible operar. Mami lloraba y yo también. Me preguntaron si había entendido, varias veces. Les dije que sí y que me quería ir. Me dijeron que no podía. Volví a insistir, hasta que una enfermera copada me dijo al oído que ella volvía a hablar con los médicos. Apareció otra doctora que me revisó para ver que no hubiera hemorragia, me hizo firmar un papel en donde yo me hacía responsable de mi alta, me dieron los estudios y me fui. Todos pensaban que estaba mal por el resultado, pero no; solo quería irme de ese lugar porque había una nueva paciente muy quejosa que no me iba a dejar dormir a la noche.
Antes de abandonar el hospital, fuimos a la parte de oncología, para ver si había turnos disponibles para empezar a tratarme. El chico que habló con mi hermano le fue muy sincero, si teníamos mutual, nos convenía irnos a algún lugar privado. Igual me anotó para un turno de consulta en febrero, era lo más cercano. Solo pensé en aquellas personas que no corrían con la misma suerte de tener una mutual.
En el trayecto al departamento, se me ocurrió escribirle a la Gallo, otra amiga, para ver si su suegro oncólogo podía atenderme. El azar seguía a mi favor, a las cuatro de la tarde nos esperaba en su consultorio. Comimos algo a las apuradas, agarramos los bártulos y nos fuimos en colectivo para Retiro. De ahí, en tren hasta San Isidro.
A H nos recibió más que bien, junto a su colega Ximena y su hijo Damián (el esposo de mi amiga Agus G), dando vueltas por ahí. Como en todas las consultas conté lo sucedido y mostré los estudios que me realizaron. Juntos me dieron el tratamiento a seguir, quimioterapia, rayos y quizás, braquiterapia; me aconsejaron empezar lo antes posible. Fueron muy sinceros conmigo y mi familia, mi pronóstico es complicado pero hay varias cosas para hacer, incluso una operación post tratamiento.
Todo esto lo cuento bien y alegre ahora, porque ese día me enojé y lloré mucho. Empezar el tratamiento lo antes posible implicaba dos cosas: no poder ir de vacaciones con mi novio ni ir al casamiento de Lu, otra de mis amigas. Tenía mucha bronca. Pregunté si podía empezar después de eso y la respuesta fue un no rotundo.
Volvimos al departamento de Day, la novia de mi hermano. En el viaje se me fue pasando el enojo, no así la tristeza. Teóricamente nos volvíamos a Villegas pero hubo cambio de planes. Mi hermano consiguió turnos para hacerme la cistoscopia y la colonoscopía, con eso completábamos la estadificación. Volvimos a La Plata y a la mañana siguiente hice todo eso, teniendo resultados óptimos. Antes de volvernos fuimos a la catedral, a agradecer la rapidez con lo que hicimos todo y dentro de lo malo del diagnóstico, los buenos resultados que obtuvimos.
Por unos días volví a mi Villegas querido, disfruté de mi familia, mi novio, la pile, mis mascotas y mis amigas. Las tardecitas en Lady´s eran lo más, ir al negocio de mi amiga Coqui a matear y chusmear, me alegraban el alma; por algunos instantes nos olvidábamos de lo que ambas estábamos viviendo y en otras ocasiones, llorábamos juntas. A veces, se unía alguna otra de las chicas.
El tratamiento. La idea original fue hacerlo en Junín, que se encuentra más cerca de mi ciudad pero, el doctor R. nos aconsejó irnos a La Plata, incluso nos indicó a qué lugar ir específicamente. “Si vos fueras mi hija, yo te llevaría allá”, esas fueron sus palabras y no pude negarme. También consultamos al doctor B.; mano derecha de mi mamá, medicinalmente hablando; que coincidió.
Nuevamente en La Plata, fuimos a CIO, el lugar de rayos. Nos atendió el doctor P D, muy buena onda. Me dijo los pasos a seguir y me aconsejó una oncóloga platense para hacer la quimio, P P. Fuimos a verla a ella también, al principio no me cayó simpática pero terminó siendo una linda persona y excelente profesional.
El treinta y uno de enero, trece al revés, arranque la primer quimio. El seis de febrero, día en que me iba de vacaciones, comencé con los rayos. En los dos lados siempre fue la más chica, será por eso que sentía que me miraban con algo de lástima. Crucé mucha gente, en diferentes condiciones. Me era inevitable ponerme mal al ver ancianos teniendo que afrontar esta situación, ninguno se merecía terminar sus días con semejante enfermedad. También pensaba que no era justo que me tocara a mí, por ser joven; pero en realidad a nadie le debería tocar padecer cáncer.
La primer semana estuve con mamá y Vale, mi hermana, en el departamento de Anita, los martes me hacía quimio y todos los días a las doce cuarenta, rayos. Ese viernes me tomé un micro a Carlos Paz, por el fin de semana largo podía aprovechar varios días allá con mi novio. El miércoles catorce, día de los enamorados, estaba nuevamente en la ciudad de las diagonales, me esperaba Leo, mi hermano y juntos nos fuimos a la residencia de Febos, la mutual de los docentes. Esa semana la quimio fue un miércoles. El jueves después de los rayos nos fuimos a la terminal, en el costera fuimos a retiro y de ahí a aeroparque. Me volvía a Carlos Paz, pero esta vez en avión. Iban a debutar en este transporte y ponerme a prueba con uno de los grandes miedos que tuve de chica. Fue rápido y genial el viaje. Bajé un poquito mareada y con las piernas temblando pero contenta. Pasamos unos días súper lindos en Carlos paz, pudimos ir al casamiento de mi amiga Lu que era ahí en Córdoba. Fue la presentación oficial de mi amor, estuvo nervioso pero se sientió bien y a su manera, lo disfrutó. El lunes diecinueve volví a la realidad nuevamente en avión, mi mamá y Juana me esperaban en el departamento de Anita. Esa semana hicimos de todo: cine, salida a comer, museo, ciudad de los niños, compras; la pasamos re bien.
Después de quince días volví a Villegas, un poco triste porque no iba a ver a mi novio pero aproveché para descansar…y llorar tranquila.
Arranque la cuarta semana de tratamiento con todo, ya había pasado la mitad y había disfrutado de muchas cosas que, al principio, pensé que no iba a poder. Nuevamente fuimos a la residencia de febos, pero esta vez con mi hermana. Se ve que la quimio comenzaba a invadirme, me sentía un poco descompuesta y no soportaba el sabor que tenía en la boca. Una enfermera me recomendó comer caramelos ácidos, le hice caso y fue peor; terminé con una acidez horrible. Estuvimos mucho tiempo adentro, mirando tele, películas; no tenía ganas de salir. Extrañaba mucho a Diego. Volví a Villegas feliz, mi amor me fue a buscar a la terminal, cenamos y aprovechamos del tiempo juntos.
Quinta y ante última semana, vino Leo a acompañarme. Le puse la mejor voluntad pero la quimio me tenía mal, casi no podía comer nada; en realidad podía comer pero sabía que iba a durar muy poco en mi panza. El único consuelo era saber que faltaba re poquito para terminar, si no había bajado los brazos antes, ahora menos. En medio de este caos, compré mi casa, hacía un tiempo que me había salido el procrear, lo quise dejar pero mi madrina se hizo cargo y me ayudó con el papeleo. Al fin tenía mi casa propia. El fin de semana en Villegas estuve bastante bien, el mejor de los remedios era mi casa, mi novio, mi familia, mis amigas, mis cosas.
La última semana fui con mamá. El martes trece, otra vez este numerito, terminé la quimio y el jueves quince los rayos. No veía la hora de que llegara el jueves. Estaba como los presos tachando los días. El doctor de rayos me dijo que había soportado muy bien todo pero íbamos a continuar con la braquiterapia, era necesario para eliminar todo el cáncer. La oncóloga coincidió con los pasos a seguir, con lo bien que aguanté todo y me dio un medicamento para no estar tan descompuesta. Volví a Villegas más que feliz, aunque el viaje fue muy feo por la descompostura que tenía.
La braquiterapia era una vez por semana. Por suerte la mutual me permitió viajar en remis, así podía ir y venir en el mismo día. El veintidós de marzo fui a hacerme la primera, pero no pude porque estaba muy inflamada y me dolía demasiado. Eso me tiró para abajo un poco. En la próxima sesión todo salió de maravillas y la doctora me dijo que veía todo muy bien. Recuerdo que, mientras me hacían el estudio, rezaba disimuladamente. El veintisiete de abril fue la última. A esta altura ya había vuelto a entrenar handball, los malestares de la quimio habían desaparecido y los kilos que perdí los recuperé enseguida.
El veintidos de mayo me hice las resonancias. Era la hora de la verdad. En una semana sabríamos si el sacrificio que hice, que hicimos todos, yo solo puse el cuerpo; había valido la pena.
El veintinueve de mayo volvimos a viajar. Desayunamos en la terminal, retiramos los estudios y nos fuimos a ver a P P. Por esas cosas del destino tuvimos que esperar mucho, sentía a mamá nerviosa pero ninguna de las dos dijo algo como para abrir el sobre, le dejamos toda la responsabilidad a la doctora.
¡Desapareció todo! Con esas palabras y casi gritando, la oncóloga nos confirmaba que el tratamiento había hecho efecto, mejor del esperado. Mamá me apretó fuerte la rodilla, yo solo le sonreí. En un momento que quedamos sola, agarré el celular para escribirles a papá y a Diego. Me sentía feliz. Mamá rejuveneció diez años. Ahora solo debía hacerme controles. Antes de irnos del lugar, fuimos a saludar a las enfermeras y a contarles la noticia.
En un segundo mandé el mismo mensaje a todas aquellas personas que me acompañaron en esta batalla y todas respondían felices, con más de uno las lágrimas salían solas de mis ojos; lágrimas de alegría.
Fuimos a ver al doctor de rayos pero no se encontraba, por eso le dejamos el informe para que también supiera lo sucedido. Tiempo después, mamá me dijo que una de las secretarias la saludó con un “ojalá no te vuelva a ver por acá”.
También le llevamos todo a A H, mi oncólogo de cabecera, por así decirlo. Se puso muy feliz con los resultados y me mandó a hacer un estudio llamado PET, para corroborar que no haya ninguna célula cancerígena en mi cuerpo; también salió perfecto.
Al final de cuentas, logré mi objetivo: cumplir años sana, sin enfermedad. Fue una promesa que me hice a mí misma y que nadie sabía.
Mis amigas me hicieron una fiesta sorpresa, saben que las odio pero la ocasión lo ameritaba. Nos reencontramos todas, y la pasamos maravillosamente bien celebrando la vida.
De todo esto, hay dos cosas que vuelven a mi mente y me hacen sentir un poco mal. Por un lado, el hecho de que no voy a poder tener hijos; Augusto y Justina nunca van a concretarse. Me duele pensar que la historia de amor, que construimos con Diego, va a terminar junto con nosotros, sin descendencia. Por otro lado, la pregunta reiterativa de por qué a mí sí, o para qué a mí me tocó sobrevivir. Cada vez que alguien muere, y si muere de cáncer mucho peor, esos interrogantes vuelven a mi mente, y si bien, tengo un par de respuestas; siento que algo me falta descubrir.
Ya cumplí un año del diagnóstico y estoy cerca de aniversario del tratamiento, me siento súper bien, tengo una vida normal, sigo cumpliendo objetivos, disfrutando de cada día de vida, del amor que me dan y que doy. Soy muy feliz.
El filósofo Arthur Schopenhauer dijo: “La salud no lo es todo pero sin ella, todo lo demás es nada”. Y eso sólo lo sabe, quién pasó por una experiencia como la mía.