Rebeca Beads.
Me desperté a las cuatro de la mañana, como cada día desde aquel momento del diagnóstico. Estaba sudando, con el cuerpo apretado, tenso y acurrucado. Me parecía estar dentro de una bola de plástico, pequeña, sin oxígeno, sintiendo como mi vida se había reducido tanto que casi no podía respirar. Todos los días vivía la misma pesadilla, luchaba por no imaginarme que harían los cirujanos con los dos pechos que me iban a quitar, no quería saberlo, pero inevitablemente veía unidos a ellos todos aquellos momentos de lactancia, de maternidad, y sobre todo de infinita felicidad que me habían regalado y que en pocos días se quedarían en la mesa de operaciones.
A las 7.30 de la mañana se despertaba mi hija, y como cada día la alarma de su despertador devolvía a mi mundo sus dimensiones reales. Sentía de inmediato mis músculos menos tensos, algo más flexibles y relajados, lo que hacía que me aflorara una sonrisa incluso sin darme cuenta. Pasaba rápido y como cada día me despedía de ella y de mi marido a las 8:10
- Que tengas un buen día cariño, suerte en el examen de hoy.
- Dame un beso, mami.
- Descansa, me dijo mi marido, cualquier cosa me llamas.
Cerrar la puerta me devolvía a mi nuevo mundo, un mundo de múltiples sensaciones y pocos pensamientos, de bloqueo, de angustia, de miedo, y de mucha pena. Lo sentía tan intenso que algunas veces me sorprendía desconcertada, pero siempre con la confianza que mis médicos habían sabido darme por el camino.
Me senté en el sofá, puse la tele pero no conseguí concentrarme en lo que decían. Con la mente en blanco revivía cada una de las emociones sentidas en el consulta del cirujano justo en el momento del diagnóstico en el cual se hacía inevitable una mastectomía bilateral. Traté de esforzarme y llenar mi mente con lo que contaba la tele, pero no podía, parecía que las palabras pasaban de largo, casi como si llevara tapones en mis oídos, tapones herméticos que no dejaban pasar ninguna historia. Yo quería escuchar algo, descubrir otras vidas para olvidarme de la mía a través de sus cuentos, quería finales felices pero mis oídos todavía no estaban preparados y no me los dejaba escuchar. Estaba incomoda, sentada en una posición distinta a la habitual, había demasiados almohadones, no sabía por qué habían llegado a esa disposición ni porqué habían tantos. Mi madre me los había regalado poco a poco y ahora, me sabia mal deshacerme de ellos. Al moverme sentí que me orinaba, me levanté y me dirigí al cuarto de baño. De camino vi mi teléfono móvil, no recordaba que lo había dejado en la mesa del recibidor y había olvidado llevarlo al comedor, que raro. De un verde esperanza precioso único, regalo de cumpleaños de hacia solo unos días. Cogí el móvil, de inmediato pude sentir como observar aquel verde intenso hacia que mi pecho se ensanchara unos pocos milímetros más para dejarme respirar un poquito mejor. Lo agradecía, lo cogí y terminada mi visita al cuarto de baño volví a dirigirme hacia el sofá, justo enfrente de la tele. Quite de mi alrededor el exceso de almohadones, me senté más cómoda que antes. Revisé mis redes sociales, no se muy bien porque, casi por hacer algo, el whatsap… y en aquel momento me di cuenta que tenia un mensaje de una amiga. Claudia me preguntaba todos los días por mi estado de ánimo, pero yo no solía contestar, no sabía que decir ni ante mi situación ni ante aquella muestra diaria de cariño.
En aquel momento cogí mi móvil verde, utilicé la pizca de respiro que me generaba e y me propuse escribirle. Abrí la aplicación, fui al mensaje que me había escrito y le contesté pidiéndole perdón por no haber respondido los días anteriores. De repente lloré, con las entrañas, con el alma, con ganas de expulsar la pena tan grande que sentía, sola pero acompañada de mi amiga dándome cuenta de su falta. Ella me entendía, de hecho yo sabia que su hermana había pasado por una situación parecida y en una milésima de segundo mi mente reaccionó buscando un recurso para salir de todo aquello.
Pregunté a Claudia, por whatsap si su hermana podía escribirme, decirme algo en aquel momento, lo que fuera, me daba igual. Sentía curiosidad de como seria la vida de una persona después de haber pasado por una experiencia como la que yo no tenía más remedio que pasar.
- Hola, soy Amparo. Mi hermana me ha hablado mucho de ti.
- Hola, yo soy Pilar. Muchas gracias por escribirme tan rápido como lo has hecho.
- No es nada, mándame una foto tuya, así será como si habláramos en persona, yo también voy a buscar una y te la mando, me dijo Amparo.
- No estoy muy allá en la foto, pero una idea te puedes hacer. Tu foto es genial, muchas gracias, le dije.
- Yo te veo muy guapa, tienes los ojos azules como yo, ves, ya tenemos cosas en común. Cuéntame o pregúntame lo que quieras.
- Tengo miedo. No me puedo ni imaginar el momento en que me quiten el pecho. Llegar al hospital y que me preparen para esa operación. ¿Como te sientes al despertar de la anestesia?
- Todo tiene su proceso, es normal lo que sientes ahora, tu angustia, pero con el tiempo lo iras viendo de forma diferente. Además lo que si te puedo asegurar es que cuando te despiertas lo haces con ilusión.
Ilusión. Me gustó aquel final del cuento, expresado con esa palabra. Tan simple como contundente en su contenido implícito de que había que seguir. Y así lo haría, daba igual el sentimiento que me invadiera el objetivo era caminar siempre caminar hacia delante.
Aquella conversación consiguió darme una energía diferente, consiguió que mi cuerpo flotara como en una esfera más grande, más brillante, con más oxígeno, donde incluso podía estirarme. Me gustaba pensar que aquel balón flotaba sobre aguas tranquilas y serenas, y me permitían un poco de relajación en mi constante tensión.
Con el paso de los días mi vida avanzaba intensa, cada minuto un mundo, un paso mas hacia la meta y un paso menos hacia un lugar al que no quería llegar. Ocupar el tiempo fue una necesidad, me parecía que haciendo distintas cosas los días pasaban mas lentos y de casi no moverme pasé a hacer joyas con abalorios, ganchillo, costura, aficiones que tenía y había dejado de lado, y ahora recuperaba, y quería salir, salir todo lo posible.
Pese a mi lucha por parar el tiempo la última noche antes de salir hacia el hospital llegó. Decidimos celebrarlo, cenar pizza como despedida y dar un carácter diferente y familiar a una situación tan comprometida.
Encendí el horno, mientras se precalentaba me fui al comedor. Mi hija jugaba con sus muñecas y mi marido veía un poco la televisión.
- Que peinado tan bonito le estás haciendo a tu muñeca, le dije a mi hija. Cuando vuelva del hospital me enseñas y peinaremos a todas tus muñecas.
- Claro mami, tengo muchas ganas de jugar contigo.
Aquella pizza sabia a sensaciones ya vividas, a recuerdos de amor y de piel. De amor, maternidad y de amor de mujer, como el que yo sentía por mi marido, agradecida de que estuviera incondicionalmente a mi lado. Me sentía feliz a la vez que angustiada. Sentía como si una mano apretara mis órganos internos pero que me impulsaba a la ilusión que esperaba. Al final de mi cuento, a la ilusión de superar un gran trago y de pelear por el mejor final, puro y definitivo.
Cogí a mi hija de la mano y me dirigí a su cuarto. Tomé conciencia de cada paso, cada gesto de aquel trayecto, quería alargar el momento, no quería que acabara. La ayudé a meterse en la cama y finalmente la arropé mirándole a los ojos.
- Dame un beso y un abrazo de los tuyos, le dije.
- No, ¿dónde están mis peluches? No encuentro ni a Minnie ni al unicornio.
- Tranquila, están aquí. Te los dejo a tu lado para que puedas cogerlos si quieres, le dije. Ahora sí, dame un beso.
- No mami, el ritual, así te dará suerte.
Y me dio un beso en la frente, otro en la barbilla, uno en cada mejilla y para acabar otro en la punta de la nariz. Después sentada en el borde de la cama hice lo mismo, disfrutando y sintiendo al máximo aquellos gestos. Al acabar la miré durante unos segundos siendo consciente de cual había sido su regalo, disfruté y me aferre hasta el último segundo a él. A la mañana siguiente todo fue igual, exacto a todos los días hasta que volví a cerrar la puerta de casa, a las 8:10 como cada día. Tenia ganas de vomitar, la maleta estaba hecha pero no hacia otra cosa que abrirla con sensación de que me faltaba algo. Todo organizado, mi hija se iba con mi hermano, y la maleta hecha para pasar unos días fuera. Parecía que nos íbamos de vacaciones, solo que no tenia claro el día que volvería a casa y en el estado que lo haría.
Llegó el momento. Sali de casa haciéndome la remolona, sin querer hacerlo, ¨todo llega¨, pensé, pero una vez cruzada la puerta mi máximo deseo era volver lo más rápido posible. Con el ascensor llegamos al garaje, subimos al coche y sin saberlo emprendimos el viaje más importante de nuestras vidas. Pese a todo hacia una tarde soleada, de las de terraza, charla y compañía. Filosofar sobre la vida y sentir que no se va a acabar nunca, hacerlo feliz y con desparpajo ante el hada más bella y única de todas, aquella que buscamos que reine en nuestras vidas y que cuyo nombre es Salud.
De camino al hospital miraba por la ventana, asombrada, observando la belleza de mi ciudad, envidiando la supuesta felicidad de los que andaban por aquellos caminos hacia unas vidas perfectas y que yo simplemente añoraba. La mía no lo era, pero estar en aquella situación me había dado la oportunidad de rodearme de ángeles, de quererlos y de sentirme privilegiada de tenerlos.
A mi pesar llegamos rápido, no había demasiado tráfico, debía ser que todo el mundo estaba encerrado en aquel momento, seguramente rogando por mi bienestar y por verme fuera del hospital en breve. Incluso conseguimos aparcar cerca, cosa que nos ocurría por primera vez. Entramos al hospital, entregué mi tarjeta de la seguridad social y me indicaron el lugar para esperar a un celador, el cual nos acompañaría a la habitación. Aquel era el mejor momento del proceso, pero no por la incertidumbre de saber el numero de la habitación, sino por conocer cuál de los celadores me la indicaría, no por nada, tan solo por conocer si finalmente el que me había atendido a mi era el mas guapo de todos. No era la primera vez que me operaban en aquel edificio, así que conocía la rutina. Conocía a los celadores, las enfermeras…Me senté en la cama, di la espalda a la puerta intentando no mirar, no quería que me reconocieran, no sabría que decir. Al momento una enfermera entró, nos dejó toallas y las batas que deberíamos ponernos para la operación. Me giré para coger las que había dejado en mi cama:
- Yo te conozco, ¿verdad?, me dijo la enfermera
- Si, contesté seria. El mes pasado estuve aquí, me hicieron una operación conservadora pero finalmente parece que no hay mas remedio que pasar por una mastectomía bilateral.
- Bueno, lo importante es que todo se solucione, mucha suerte, me dijo y yo no pude mas que responder con la sonrisa que mi cuerpo me dejaba.
La tarde pasaba rápida, demasiado. Los minutos caminaban demasiado deprisa y se me escapaban de las manos. Mi familia me arropaba, a veces en silencio, a veces hablando, pero siempre prestando atención a mi necesidad, encajando como piezas de un puzle perfecto y armonioso cuyo único fin era estar y compartir.
Llegó el momento de marchar, prometiendo vernos lo mas pronto posible a la mañana siguiente. Entre lágrimas, como no podía ser de otra manera debido a tanta tensión acumulada.
Había que descansar, apagar la luz y hacer frente a mis mil fantasmas. Era la última noche. Me metí en la cama, aterrada con el cuerpo en llamas, destrozado, como si una bomba me hubiera hecho polvo las entrañas. Cerré los ojos y con miedo me toqué el pecho y lo acaricié temerosa con el impacto emocional de saber que a la mañana siguiente ya no estaría allí. Me impresionó y rápidamente dejé de hacerlo. Le cogí la mano a mi marido y no pude decir nada. Sentía su esfuerzo por hacerme feliz, por estar conmigo en cada momento, y para mi era el mejor regalo.
Llegó la hora, me levanté, me duché y me puse la bata. Esperé, lo hice a conciencia, aprovechando cada instante y saludando a todos los miembros de mi familia que poco a poco iban llegando. Por fin un celador: — Te toca, me dijo mirándome a los ojos.
Tragué saliva, cerré los ojos y me dejé llevar a un mundo diferente, de película, de momentos perfectos vividos con las personas que estaban a mi alrededor que continuó, aun habiéndoles perdido de vista camino del quirófano. Me relajé, volví a acariciar mi pecho y esta vez sí, le di las gracias por ser parte de mí, por darme felicidad, por dar de comer a mi hija y por disfrutar tanto con el contacto con su piel. Cuando llegué al quirófano insistí y le dije en voz alta ¨gracias¨, para que tuviera más fuerza y también un inevitable ¨hasta luego¨.
El cirujano se acercó y me preguntó cómo estaba, le contesté que mejor de lo que había imaginado todos esos días atrás. Quería vivir y empezar una nueva aventura. Desde aquel instante la vida me daba una nueva oportunidad y desde luego tenía intención de aprovecharla y afrontarla con ilusión.