Marisma
–Te llama el doctor A –me dijo mi hija y sentí una patada en el vientre.
–Señora Grecco, el ultrasonido reveló carcinomas en la vejiga.
En ese momento percibí como un temblor de tierra. Todo mi cuerpo se sacudió. Mi mente tomó forma de nube y sólo quedó flotando la palabra maldita: Cáncer. Cuando el terremoto cesó, por un tiempo seguí con esa sensación de mareo, de vaivén. Estaba en la cocina y olía a flores marchitas. Agrio. Después llegó el silencio y el caer por un abismo. Como si me hubieran empujado. Volé con la sensación de vértigo y de no saber cuál era el fondo… qué me esperaba al final. Cáncer. Así, de repente, sin previo aviso. Como esos días de sol en los que súbitamente llega un nubarrón gordo y gris, todo se oscurece y se desata la tormenta.
Algunas amistades y familiares ya habían padecido esa enfermedad, la mayoría más jóvenes que yo. Varios lograron vencerla, otros no tuvieron tanta ventura. Los cuervos en la cabeza son mi rama favorita de la ornitología, en seguida empezaron a revolotearme con sus negros augurios.
Había estado orinando sangre durante un viaje al Caribe con Rogelio, mi marido. La espontaneidad de la playa, el mar, las piñas coladas, el bronceador… el líquido marrón rojizo en el retrete. Me espanté el temor como se ahuyenta a una abeja molesta.
Me asomo a la ventana y todo tiene un contorno diferente. No es miedo. Es ansia. Ansia por el panorama que se abre de asuntos pendientes. Como cuando queremos desatar una madeja de estambre y van apareciendo nudos dentro de los nudos. Dan ganas de cortar en lugar de desenredar.
“Piensa positivo”, siempre ha sido el consejo. ¿Pero qué hacemos ante la perspectiva de dejar de ser? He tenido una buena vida pero no es suficiente. Nunca es suficiente.
Asuntos pendientes. Pasos. Aprender a caminar de nuevo.
Siento las patitas de una araña caminar por mi garganta hasta tocar mi campanilla (que no emana un dulce tilín sino un áspero carraspeo) cuando me llevan a quirófano, después de despedirme de Rogelio viéndonos a los ojos y con un apretón de mano, demasiado asustados para darnos un beso. Anestesia general. No sé si esos reflectores y los tapabocas será lo último que vea.
Días después me dan de alta y salgo del hospital con una sonda colgando. Mi marido se mete al coche y no me abre la portezuela para que me suba. Nunca lo ha hecho, pero ahora pues debería: hospital, operación, sonda, agachada por el dolor… espero algún signo de empatía; no se le ocurre.
Salgo con otras heridas que parecen inofensivas, incluso semejan simples irritaciones, pero pueden ser las más graves puesto que crecen hacia adentro. Me han cocido las heridas aparentes pero se me descosieron las del alma y no tengo hilo para zurcir las cicatrices. En el fondo de cada agujero se esconde un viejo dolor, que amenaza con destemplar mis nervios.
Ya en casa veo el video de mi operación. Entra por mi cuerpo una manguera/serpiente con una cuchilla/colmillo en forma de aro. Los tumores parecen corales transparentes mecidos por mis corrientes internas. Son bonitos. Son siete, de distintos tamaños. Le pongo nombre a cada uno: Nido, Viudez, Dependencia, Amadecasa, Homosexualidad, Vacío, Infidelidad. Hay uno más grande que se yergue orgulloso: ha sido fruto de un desamor. Sí, también los desengaños dan frutos. El bisturí no los corta de un tajo, sino poco a poco, no se les vayan a salir las rabias. Se desprende algo que puede ser sangre o puede ser dolor. No lo sé. El médico no advierte que me está amputando mis rencores, así que su trabajo es impecable. Después de cortar cada uno hasta la raíz, los cauteriza con fuego, o así se siente. Hay que quemarlos, como a las brujas, para que no vuelvan a revivir. Debe oler a chamuscado ahí adentro. Desolación. Ya no hay vida maligna. Llega el agua purificadora. Chorros de agua que arrastran todos los residuos de mis males últimos y no tan últimos. Un bautismo. El caudal limpia la mala sangre y me deja hinchada y sonrosada. Me saco una selfie luciendo la horrenda batita de hospital.
Me dijo el médico que esos tumores ya eran viejos, que llevaban muchos años tratando de proliferar, pero que eran superficiales. No se habían arraigado en mis adentros. Después de todo no los planté yo, no los hice parte de mi cuerpo. No fue difícil arrancar la mala hierba.
Vuelvo a ver la luna dentro de la noche. Vuelvo a dejar de temblar. Sólo queda la excitación inevitable después del terremoto. El constatar que a mí no me fue tan mal, a pesar de todo. Alivio. Otra oportunidad. Aire fresco en mis entrañas y mil posibilidades. Paz. Los enemigos muertos, el alma gozosa. Cenizas y volver a caminar.
Siete tumores. Viéndolos crecer y menearse dentro de mi vejiga sé exactamente qué fue lo que me causó cada uno. Son como vástagos porque han crecido alimentándose de mí y de mi hiel. Es hora de conjurarlos. Percibí que cuando se vive como yo, dando la espalda a los pensamientos y emociones como al marido en la cama, al final no se podrá ni sentir ni pensar.
Parece ser que, según la metafísica, las enfermedades de la vejiga aparecen por pugnas de demarcación de territorio. Conflictos de fronteras, de límites. Y yo, que he vivido bajo tantos techos, soy muy territorial, como los felinos. Hasta en los hoteles demarco mi espacio. El cáncer en este órgano implica una angustia bien arraigada, el aferrarse a ideas mohosas, miedo a aflojarse. Si la vejiga es débil, la persona siente dificultades en expresar sus sentimientos.
Dicen que el cáncer se origina a consecuencia de una tragedia personal, de un traumatismo emocional o afectivo de alta intensidad. Yo tuve varios de estos eventos que me tomaron por asalto, completamente desprevenida. Biológicamente algunos animales utilizan la orina para marcar su espacio. Nosotros los humanos hacemos lo mismo pero nuestra noción de territorio es un poco más amplia, puede ser algo físico como nuestra casa, nuestra oficina, nuestros objetos personales, nuestro país… o algo simbólico como nuestra pareja, trabajo, familia o proyectos.
En vista de que el agua del cuerpo se fusiona con el flujo emocional, que es el ámbito de los anhelos, el hecho de tener enfermedades en la vejiga se vincula también con la capacidad de esperar para llevar a cabo los deseos. Me he pasado toda una vida esperando: que los hijos crezcan, que los padres ya descansen y se vayan al Cielo, que el marido se consolide en el trabajo, que al fin me establezca en algún lado. Pero eso nunca se da, nunca surge el kairós, el momento oportuno. Siempre aparece un nuevo tema, conflicto, problema o como le quieran llamar, que jala mi atención y energía.
Al no poder disfrutar de mi vida amplia y tranquila, desarrollé este Mal.
Me encuentro ya en mi cama, un poco adolorida y con la sonda colgando. Uno de mis gatos, el negro, mira la manguerita sin decidir si la debe atacar. Rogelio está a mi lado, vemos Game of Thrones.
–¿Me pasas un yogurt? –me dice sin despegar los ojos de la tele. Para traerle un yogurt tendría que bajar a la cocina… recién operada, adolorida, febril, con sonda. Lo volteo a ver incrédula, a ver si está hablando en serio. No me mira.
Tumor 1: NIDO
Mi primer tumor es muy antiguo. Se fue formando lentamente, primero con la timidez propia de los niños, hasta que pudo ir concientizando sus orígenes. Nació por falta de caricias y por abandono.
Ahí quedó latente el tumor familiar: El de la negligencia, del desarraigo, de mis padres que ni fueron felices ni comieron perdices; del hermano muerto en la cuna; de la ausencia de parientes; de la comida asquerosa que me obligaban a comer… pero también el de la herencia de fortaleza y creatividad que me hizo oponerme a las tensiones borreguiles.
Los gritos, las discusiones, los llantos, eran cosa de un día sí y otro no. Mis padres peleaban por cualquier cosa… sacaban a menudo el aliento de la hiena que todos llevamos dentro. Ellos hicieron siempre lo que quisieron, sin anteponer absolutamente nada a su voluntad. No sacrificaron nada por nadie. Por eso no era respeto lo que sentíamos hacia nuestros padres, era terror.
Tumor 2: VIUDEZ
Zadig es un tumor incompleto pero bello. Seguramente es rojo y metálico, como esfera de navidad. Se volvió tumor al no poder crecer, antes era un fuego interno.
Conocí a Zadig cuando tenía 18 años. Estaba con mi papá y mi hermana en un café y de repente vi al hombre más guapo de mi vida. Quedé hipnotizada y una corriente caliente me recorrió las ingles.
Yo creo que en ese entonces sentía tanta carga de amor que mis vísceras no pudieron soportarla y se me empezó a formar un tumor. Todo lo vivimos en las propias carnes, literalmente. Mientras Zadig penetra mi recuerdo, de manera luminosa y precisa, moviendo las caderas mientras lame mis pezones, yo tengo que acudir a las quimios. Afortunadamente es quimioterapia local. Un shot directo a la vejiga que parece que no causa los mismos estragos que la sanguínea: caída del pelo, náuseas, debilidad, dolores musculares. Sin embargo, una esta terapia suena horrible, como monstruo debajo de la cama, como túnel oscuro. Trato de relajarme y de repetirme que la invasión por la uretra no tiene nada que ver con mi dignidad. Que es para sanarme, el precio para volver a mi humanidad.
Me casé con Zadig, le dio nefritis, se murió. A los 25 años quedé viuda. Esa palabra negra, llena de gusanos y dolor.
Y de esa memoria, de esa semi-ausencia, de esa angustia de lo que termina antes de tiempo, me salió este otro tumor. Seguramente es parte de su cuerpo que se incorporó al mío. Él quiso seguir habitando dentro de mí, ya que yo no había podido soltarlo a través del duelo. Obvio que la cáscara tiene que ser dura cuando la pulpa es tan blanda. Hubiera querido conservar ese tumor luminoso que su muerte me sacó, pero se fue olvidando poco a poco, quedando solo jirones de luz que de repente me despiertan de mi letargo.
Tumor 3: DEPENDENCIAS
Este tumor era gordo, rubio y arraigado. Le costó desprenderse. Fue producto de la imposibilidad de encapsular a los hijos. También de la culpa. Seguramente tenía al lado un tumorcito codependiente como yo.
Mi culpa, mi tumor, nace de haberle arrebatado a mi hijo su casa, sus amigos y su cotidianeidad en tantas ocasiones. Lo separábamos de su pasado como se separan los rompecabezas armados para volverlos a guardar en la caja. Lo arrojamos tantas veces al vacío que ya nada le resultaba familiar.
Una de las peores crisis que he sufrido en mi vida fue la drogadicción de Aldo. Es como si me hubieran tocado un nervio en carne viva. Y claro, pasé por varias etapas. La primera: Negación: No, si va bien en sus clases, en su trabajo, no puede ser. Luego el dolor… esa punzada afilada de tristeza extrema que te corta en dos y te impide actuar. Y para ultimar, la incertidumbre, deambular por un laberinto, el no saber qué hacer.
Fue como si mi alma se desprendiera del cuerpo. Pernocté inquieta, desvaneciendo conjeturas hasta las primeras claridades de la madrugada. En desvelos como éstos los relatos que tratan de los hijos se transforman. Esta vez se trataba de mi propia carne y sangre. Ya en la madrugada, con ese ánimo, con ese desánimo, detuve mis pensamientos para tratar de oír cualquier rumor, caída de algún fruto oscuro, un murciélago extraviado o pasos sigilosos por la madera lustrada. Sabía que en cualquier momento una sombra furtiva atacaría a mi hijo, y todos mis sentidos de madre se afilaron como navajas dispuestas a tasajear.
Sigo con el tratamiento de quimioterapia en la vejiga. Primero fueron dosis cada jueves, durante seis semanas, y luego una mensual, durante un año. Después de un tiempo, se hace una especie de rutina. Yo les llevo galletas a las enfermeras, algún libro al doctor. Generalmente me atienden rápido si el médico no ha tenido operación. Al principio me va bien. No me duele nada durante la aplicación, y solo quedo molesta, con una especie de cistitis, el mismo día que me suministran la quimio. Me inflamo por dentro. Mi órgano territorial se vuelve hiperactivo, tratando de expulsar orina cada cinco minutos, como una cantimplora a mitad del desierto. Siento un poco de debilidad, pero nada grave. Me dan unas pastillas para evitar infecciones que me hacen hacer pipí de color ocre. Pero poco a poco la molestia se va acentuando y me dura más tiempo. Mi uretra, cual cable oxidado por las lluvias, ya está lastimada y se queja. Me arde bastante y las ganas de orinar a cada rato son insoportables. Orino en código morse, como si mi vejiga estuviera apretando un gotero.
A momentos padezco incontinencia y terror. Tengo que permanecer recostada (bueno, parándome al baño mil veces) y por las noches me dan náuseas. Orinar es un tormento, como sentarse en un cerillo encendido. Creo que se me suma algo de depresión, pues siento fatiga y pocas ganas de levantarme. El tratamiento que emprendí con fuerza y humor se va convirtiendo en guerra. Puedo sentir el veneno que ataca mis células y vuelve negros mis pensamientos.
Este tumor creció mucho, se alimentó del amor maternal. Y de la impotencia. No hay nada más maligno que constatar que tu hijo ya no está dentro de ti y no puedes hacer mucho por ayudarlo. Pero no fue nada fácil deshacerme de este tumor. Seguramente al médico le costó mucho trabajo extirparlo y fue el que más sangró. Los seres humanos soportamos todo menos la debilidad de los hijos.
Tumor 4: AMADECASA
Otra mudanza más. Me volví mamá y ama de casa de tiempo completo: Tareas, asociación de padres de familia, trámites, comida nutritiva, discusiones con las maestras de los niños, el karate, la natación, la gimnasia, la tos, fiestas infantiles, bicis, disfraces, mascotas… tantas mascotas, desde el conejo a la serpiente. Cuentas, ahorros, cenas de la empresa, actividades sociales, reuniones familiares…
Y yo… ¿en dónde quedé? Todo ese trajín cotidiano me evaporó, me absorbió. Para ese entonces ya me había olvidado de mis lecturas, de muchos de mis amigos, de mis hobbies como escribir o ir al cine, de mi trabajo como redactora y reportera. Ni siquiera podía pensar sin interrupciones. Me puse la capa de felpa de ama de casa y con ella cubrí a mi esposo y a mis hijos. Empecé a vivir mecánicamente.
Tumor 5: HOMOSEXUALIDAD
Este es un tumor pequeñito y ya casi sanado, pero tuvo su grado de consternación y su proceso evolutivo. Ni siquiera sangró, así que no dejó costra. Es un quiste dictado por la sociedad y sus prejuicios. No debería ni mencionarlo, pero veo que a mi alrededor mucha gente sufre por situaciones parecidas, que todavía están vigentes las fobias, la intolerancia, y los tabúes, por lo que creo oportuno conjurarlos a través de mi experiencia. La homosexualidad de mi hija.
Ahora estoy aprendiendo a respetar los prejuicios ajenos, pero prefiero los míos. El tumorcito duró un tiempo de asimilación, de aceptación, de comprensión. Creemos que nos comemos el mundo y sin embargo todavía se nos atragantan muchos aspectos vitales, inherentes y congénitos.
Tumor 6: VACÍO
Este tumor surgió por tanta movilización, la incapacidad de arraigo. El flotar de un lado a otro, como si no hubiera gravedad. La falta de identidad y de pertenencia me hizo refugiarme en un mundo irreal, donde yo podía ser parte de una comunidad sin tener que depender de un espacio delimitado: el internet. De repente me encontré sola, haciendo cosas que no me gustaban como autómata. Mis hijos se iban desprendiendo, como la costra de una herida ya sanada. Mi marido viajaba y trabajaba y viajabaytrabajaba. Yo necesitaba un salvavidas.
Tumor 7: INFIDELIDAD
El tumor más grande y el más reciente. El más difícil de extirpar. Se adhería a la superficie de mi vejiga como una ostra a la roca marina. Se erguía potente sobre los demás, sabiendo que no iba a ser fácil su eliminación. Esos tumores de células gigantes son sinónimo de amputación. Voy a terminar mutilada, lo sé. O, como mínimo, desarticulada, como títere movido por hilos invisibles.
A mí me habían llegado los rumores de las infidelidades de Roge. También había encontrado algunos indicios entre sus cosas: notas, regalitos que nunca me llegaban, incoherencias, mentiras. Pero el constatarlo de golpe fue como un puñetazo en mis partes más frágiles: en los riñones o en la vejiga. Una pérdida del piso, del equilibrio, de la claridad… de la esquelética fibra de la confianza.
Parezco la concha de un caracol arrojada sobre la playa, desnuda de la criatura vital que la habitara. Como la envoltura que nos cubre es tan fina, cualquier objeto punzocortante nos quebranta; me veo obligada a protegerme, a usar cascos, armaduras, rodilleras y gafas. Hay criaturas afortunadas que gozan de una gruesa cáscara: los rinocerontes y los armadillos, los erizos y los lagartos; pero nosotros, los más sensibles, por más callos que tengamos, estamos confeccionados con seda vulnerable. Me siento vacía a excepción del dolor que me inunda y que habla de desolación, de una vejiga destrozada, del término de una vida y de una soledad eterna.
Aún sigo buscando la caja negra de mi amor desplomado. Busco alguna pista. Algo.
En torno a mi corazón se comienza a formar ese tumor maligno que quiere extenderse… propagarse. Es producto del rechazo, de la humillación, del engaño, de la vergüenza, de la indignación. Empieza a estirarse para alcanzar a tocar timbres de alerta. Sangra. Echa una raíz gorda y resistente
Pese a todo, conozco bien el arte del siempre cayendo y jamás caída. Del siempre fracasando y jamás fracasada. Del siempre perdiendo y jamás perdida. ¿Cómo puede la sombra relumbrar? Pues sí, las sombras también brillan, no se puede negar. Y con esa luz me muevo.
Yo no puedo hacer la transición de una cosa a otra como si nada. Yo no puedo romper un jarrón valioso y luego tirarlo a la basura, siempre lo trato de pegar. No olvido. No puedo reemplazar lo perdido. Lo que se pierde suele permanecer perdido en este bosque enmarañado de todos los días. Se termina una relación y no se recupera jamás, pero la red se reconstruye tarde o temprano.
No dejes de moverte, se les dice a los que están a punto de congelarse, a los que han consumido una sobredosis de droga, a los que se encuentran en estado de delirio. Yo necesitaba salir de mi letargo de caimán.
Pasaron treinta y cinco años de convivir con Rogelio. Años felices, años buenos. Dos hijos hermosos. Él exitoso, inteligente, atractivo, limpio, responsable, con sentido del humor, nos llevamos muy bien. Y sin embargo, todo esto no fue suficiente para terminar la vida juntos. La cuerda cortada puede volver a anudarse, el jarrón roto puede pegarse, pero nunca volverán a ser los mismos.
Ahora que estamos separados, de repente me ataca el rencor. Me brota el tumor. Solo le veo su lado lúgubre. Me pongo a trabajar el perdón. Siento celos, se pegan húmedos como la cortina de la ducha, pero también siento un desprecio seco hacia él… y a todo eso le aúno la soledad y la vejez. Esta política de reverencia a la edad hace al mundo más amargo en los mejores años de nuestra vida, nos priva de nuestra riqueza hasta que en la vejez ya no podemos disfrutarla, con lo bien que nos la hubiéramos pasado los dos ya más sosegados, con la vida deslizándose como el dedo sobre el agua de un lago. Sin embargo no le deseo a Rogelio solo artritis y remordimientos, espero en verdad que encuentre su andadura.
Han pasado dos años desde que me operaron del cáncer en la vejiga. Me he hecho religiosamente (casi rezando) los estudios correspondientes cada seis meses. Análisis de sangre y orina… mis fluidos corporales inspeccionados, creo que también la bilis. Ante cada resultado inspiraba el aire como si hubiera estado sumergida durante horas en el mar. Pero esta vez tengo que seguir aguantando la respiración. Desde que el médico me citó en su consultorio se me fue el aire.
–Señora Rocca, los tumores han vuelto a crecer. Vemos tres en el ultrasonido, pero son pequeños. Tendremos que operar de nuevo. Lo siento.
¿Qué pasa conmigo? ¿Por qué sigo patrocinando durezas ajenas a mí?
Me explican que se llama recidiva o recurrencia, pero yo lo llamo reincidencia. De igual forma que cuando vuelves a cometer una misma clase de delito en dos o más oportunidades. Un agravante a la hora de condenar a una persona. Reincidencia es la repetición de un cierto vicio, yerro o desliz. Reincidir, en definitiva, consiste en reiterar una culpa. Cuando el cáncer regresa después de tratamiento vuelve a surgir la culpa. Otra vez vencida.
En fin, hasta que una no puede soportar el papel al que ha quedado reducida: la dramática esposa ya grande, amargada por el rechazo, consumida por unos celos que la corroen y con temor a enfrentar su soledad. Entonces trato de aprovecharme de mi genio ligero y divertido para enterrar lo grave, mientras cambio de piel.
Muchos muchos años (buenos y malos) necesité para aprender a escuchar esta voz mía, estos nervios; cuántas caídas antes de hallar mi red de contención: mímisma… Pero al fin lo logré: ¿ves ahora este cerebro de hierro y granito? ¿Ves que es fuerte, y es mío? En esta diana ya no puede acertar una flecha cualquiera.
¿Cómo voy a renovar mi nueva orfandad?
No sé… tal vez yo ya estoy llenando ese hoyo que dejó mi matrimonio con tranquilidad, con encontrarme a mí misma, con amigos, con gente interesante, con escritura, con lectura, con talleres, con tiempo para mí, con desprendimiento, con prácticas espirituales, con mis gatos, con reuniones, con soledad, con risas… poco a poco.
Lo que más me ayudó en la derrota fue saber que las ruedas pinchadas también giran y que los juguetes rotos también sirven para jugar.
Ha pasado un año desde mi separación. Ahora es noviembre otra vez. Pero un noviembre luminoso y colorido, lleno de letras, pensamientos, planes, pelos de gato en mi cama.
Un buen día (o tal vez mal día), como la fábula kafkiana, amanecí siendo otra.
Apagué la computadora y se sentí exhausta. Me miré al espejo, esta vez un espejo real, desconcertada ante mis canas, como un lujo de apariencia que yo misma hubiera consentido en una pausa del pudor. Me puse de pie con desgana, me ardían los ojos. Una sensación de vacío y desasosiego me invadió. Me descubrí a mí misma con lágrimas en los ojos… hacía tanto que no lloraba. No quería sentir ni pensar. Me haría bien dejar de ser protagonista por un rato para ser… ¿Ser yo misma de nuevo? Sí, tal vez.
La vida no es fácil y a veces la esperanza pareciera ser la mejor forma de enfrentar una realidad no deseada. Como en el mito de Pandora. Pero la esperanza es un escape demasiado simple, es negar el esfuerzo y la voluntad. Dicen que es una virtud, pero impide tomar el control de nuestros actos. En lugar de esperar a que se cumplan los deseos o las promesas, deberíamos actuar en el tiempo presente.
Mis emociones biológicas ocultas: La angustia, el aburrimiento, el aferrarme a viejas ideas y creencias, el miedo a soltar, el fastidio… se han liberado a través de la reflexión y la quimioterapia. Acepto mis límites, me rodeo de la gente que me gusta y me siento cómoda.
Llamo al doctor A. La voz me vibra en extraño chillido violinístico cuando pregunto por los resultados de mis análisis y ultrasonido.
–Todo salió bien señora Rocca. Hágase los estudios otra vez dentro de tres meses.
Soy una mujer madura y no me considero solo la suma o la resta de mi pasado. En mis matemáticas todavía hay que multiplicar el futuro. Estoy limpia, estoy sana, me he deshecho de mis tumores. Me siento bien.