Huellas
El médico estaba molesto y con razón.
-¡Usted sabe que debo revisarla cada dos meses y han pasado cinco y recién vuelve!- me recriminó.
Era verdad, pero no me di cuenta de que había transcurrido tanto tiempo. Era una negligencia mía.
Pareció leerme la mente, por que continuó:
-Es una negligencia de su parte. Le escribiré las órdenes para unas ecografías, radiografías y otros estudios. Tengo que verificar que no hayan aparecido otros tumores.
No lo nombró, ¡gracias a Dios! Mientras no lo nombrara, era sólo una posibilidad. Él lo sabía también, por eso, a pesar del enojo se paró en seco en “tumores.
Volví a mi casa desosegada. Sentada en el sillón de mi dormitorio, junto a la ventana comencé a pensar y recordar los últimos años vividos. Oscurecía cuando concluí que yo podía concentrarme y entrar en mí para saber si el que “no se nombra” se había propagado.
Me concentré tanto que entré por la última herida, la de la extirpación. Bajé por la tráquea pero no pude reconocer ningún otro órgano. Vagué por el espacio en el que estuvieron el útero y los ovarios operados muchos años atrás y desemboqué en los intestinos. Los recorrí, diferenciando los gruesos de los finos. De pronto sentí una desesperación sin límites, un anhelo de no saber, de no sufrir. Busqué por donde salir. Las cicatrices del apéndice y la del útero estaban selladas. Vislumbré otra muy antigua, de mi edad y cuando logré identificarla, comprendí que era el ombligo, que fue atado y seccionado, separándome de mi madre casi ochenta años atrás. Busqué y busque´ la cicatriz nueva, la de la última intervención. No la encontré. Angustiada, quería volver a mí, salirme de mi cuerpo. Respiré con profundidad y exhalé el aire muchas veces. Y entonces desperté. Ya era de noche. Me dormí en el sillón y la pesadilla soñada me alteró. Estaba toda húmeda. La transpiración acumulada en la nuca me corría por el cuello y detrás de las orejas. Tenía el vientre y hasta la entrepierna mojada. Me sequé con la misma ropa, me puse un camisón y tirada en la cama, recordé:
Tuve una hermana catorce años mayor, qué pasó los últimos de su vida en una especie de hotel para ancianos. La recuerdo siempre enferma. Brucelosis, alteraciones nerviosas, angustia, depresión… Tenía una acompañante que tocaba la guitarra a veces, para entretenerla; y si no estaba en cama y tenía ánimos, salían juntas a caminar dos o tres cuadras por el barrio. En contadas ocasiones se juntaban a conversar con los otros residentes o a rezar el rosario. De pronto comenzó a empeorar su estado general. Cuando se dieron cuenta, ya era tarde: Tenía cáncer de boca, producido según yo pienso, por una amalgama rota de la que se quejaba siempre, porque le molestaba y lastimaba la parte interior de la mejilla, desde hacía años. Dicen que el cáncer de boca, que es impresionante, cruento, según lo que vi, no duele: Yo soy una neófita en eso, pero el mes que estuvo postrada antes de morir, no se quejó, más aún: creo que encontró la paz.
Un día, recordando a mí hermana, pensé en que sí no sería algo genético lo que padeció y decidida fui al odontólogo y le pedí que me revisara minuciosamente la boca. Comenzó a reírse por qué me había arreglado una carie hacía pocos días. Cuando le relaté la historia familiar, se puso serio. Y volvió a revisarme con detenimiento y allí estaba en el lado izquierdo de la lengua una pequeña dureza, un poquito más grande que la punta de mi dedo meñique. Me envió a un especialista en las partes blandas de la boca, quién me hizo una biopsia que dio positivo. Sí, yo tenía eso que la gente no quiere llamar por su nombre. Tenía, con todas sus letras, cáncer.
Pienso que lo mío fue una corazonada, porque nunca me dijeron con precisión si era o no genético.
Análisis, ecografías, consultas, consejos, papeleo con la obra social y finalmente, la operación. Según dijeron los cirujanos, fue un éxito, sacaron todo el tumor. No recuerdo si sentí gran dolor, lo que me lleva a conjeturar que no, si bien rememoro sentirme molesta en general, con ganas de dormir.
Y entonces comenzó de nuevo el peregrinar: Análisis, ecografías, consultas, todo entre lapsos muy pequeños. Luego la fonoaudióloga, que me enseñó a comer galletas y yogur y me guió en los ejercicios que practicaba para que mi maltrecha lengua volviera a aprender ejercicios o movimientos.
Me costó mucho volver a hablar medianamente claro. No perdí mi tonada de Trasluciera, pero me cuesta pronunciar la “r” que mi nombre y apellido llevan y la palabra “cuero” se burla de mí.
Antes yo hablaba o leía en público- alguna vez en la radio- y siempre departía con grupos de gente. No lo extraño. Alguien lo hará por mí. No puedo ni debo quejarme. En la operación se tocó una glándula salivar, que debería extirparse, pero no a una paciente con mis años.
Me cuesta comer carne asada, que me encanta, pero la lengua nunca aprendió que debe voltear hacia atrás lo que yo mastico. Pero la culpa es mía, porque cansada de tantos turnos y consultas dejé de ir a la excelente fonoaudióloga que me trataba. A veces percibo como si tuviera membrana o hilos en mí boca, pero no las hay. Tal vez el cerebro reviva alguna sensación que yo no recuerdo.
En junio se cumplen 5 años de la operación que relato y por mi experiencia puedo decir con total convencimiento la frase que consta en los afiches de prevención: “SACALE LA LENGUA AL CANCER”