M.N.

No todas las bombas que explotan hacen ruido.

En general, cuanto menos volumen emiten, más hostiles devienen.

Gestar una explosión interna, acallada y a la sombra no aparenta tarea sencilla. Probablemente sea concebida sobre una sedimentación endeble pero empedernida, con una cadencia viscosa en movimiento creciente. Seguramente se desarrolle cual lava de volcán recientemente erupcionado, avanzando minuciosamente despacio y por ello, imprimiendo la falsa sensación que puede ser detenida sin mayores dificultades, pero nada más dañino que su invisible potencia destructiva.

La memoria ancla en fotogramas específicos de la historia propia cuando uno intenta recobrar una escena pasada, la mía, no puede evitar hacer foco en mi mirada al momento de intentar vislumbrar qué sucedía.

Es difícil comprender la información cuando nos resulta ajena e impropia. Para el mundo circundante se denomina ´diagnostico´, para uno, no tiene manera de ser clasificado.

Aun me encuentro a veces, manejando con la sensación de aquel día: ida, ensimismada, absorta.

Mi mirada impactada, en un primer momento, y perdida, posteriormente, cuestionándome: ¿Cómo es que uno llega a estar donde está?

Ese instante de quiebre, de no retorno, esa sensación sísmica que vulnera toda firmeza.

Mi cerebro forzando su materia para decodificar esa situación en ese momento en que todo transmutó radicalmente.

La sonriente frescura y tranquilidad que me acompañaban al ingresar a aquel consultorio se nublaron de tensión y seriedad.

La incertidumbre cavò un pozo de inestabilidad y desdibujó los planes, y allí me encontré cara a cara con una realidad implacable que imprimió un giro inesperado en la novela propia.

Es increíblemente extraña la paradoja que se presenta en esos momentos: uno transcurre enfermo gran parte del tiempo en absoluto desconocimiento del caso, y por ello, con total impunidad vital y cuando el diagnostico se devela, la innombrable enfermedad, en su amenazante estado activo, no dura más de una semana. Casi inmediatamente los cuerpos extraños, ajenos a la biología original son quirúrgicamente removidos y justo allí, cuando uno comienza a tener plena conciencia de su implicancia, su avance creciente se innocua.

Lejos de ser ésta la última estación del recorrido, es aquí donde comienza la verdadera situación de padecimiento.

Es en ese momento donde uno se encuentra con una de las paradojas más complejas en juego: una vez que la nocividad de la enfermedad en estado vigente queda atrás, es cuando se debe comenzar a cargar al hombro las robustas intervenciones con químicos adversos y curadores al mismo tiempo, preventivos a largo plazo, pero momentáneamente perjudiciales. El mismo tratamiento que cura, enferma y es en esa ambigua contradicción que uno debe entregarse.

El cuerpo propio se convierte en un árbol de navidad repleto de preocupaciones que se encienden y se apagan. Se crea un estado de alarma generalizado y el cuerpo no deja de dar indicaciones en voz alta de todo lo que le sucede. Aquel cuerpo acallado en su generalidad, que solía sostenernos, sin mencionar nada acerca de sus procesos cotidianos internos, de pronto no deja de divulgar a los cuatro vientos dolencias, malestares e incomodidades. Uno, en ese estado, debe mantener la calma, apelando a una incierta sabiduría acerca de qué debe considerarse esperable y por ello, no preocupante, y qué le escapa a la normalidad y debe ser consultado.

Innumerables paradojas amanecen y atardecen a lo largo de todo el proceso de esta enfermedad.

Pocas cosas vulneran tanto a una persona como la pérdida de control, y, en una situación médica de estas dimensiones sucede a todo momento. Dejamos de ser dueños exclusivos de nuestros cuerpos, de nuestro tiempo y de nuestra rutina.

Tomar decisiones propias acerca de lo que uno cree y siente mejor parece no congeniar con los criterios médicos protocolarizados y validados científicamente. No hay lugar para decisiones, opiniones ni sentimientos propios, el médico sabe qué necesitamos, independientemente de nosotros.

No hay dudas que transcurrir el tratamiento con una sonrisa y una basta buena predisposición fortalece un otoñal sistema inmune, pero también es cierto que, a veces y por momentos,  perdemos la  pulseada a la que el estado anímico nos enfrenta.

Todos le temen a la incipiente y siempre hambrienta depresión, la gente circundante intenta que uno no entristezca. A veces es inevitable hacerlo y ello termina generando una doble realidad, la pública y la que sucede dormitorio adentro.

Muchas veces los efectos adversos devienen más nocivos que las causas principales. Nadie dudaría que perder el pelo, frente a curarse el cáncer es, no sólo secundario, sino poco sustancial, pero aun así sus consecuencias son desoladoras en la cabeza de una mujer.

Hay cosas que se ven, se palpan y se aprecian a la vista y cosas que no: el cáncer no se ve, la ausencia total de cabello, sí.

Frente a la mirada ajena, sin embargo, es esto lo que da la pauta de que uno está enfermo, y a la vez, especifica puntualmente sobre qué enfermedad se está cursando. Ninguno lo nombra, pero todos lo saben.

Nada es más difícil de disimular que la ausencia brutal y total de cabello: ni las ojeras, ni el cansancio, ni los mareos, ni las sensaciones extrañas, ni los cambios descendentes de humor, ni las alteraciones gustativas, ni las modificaciones químicas, ni las variaciones en la sensibilidad y la temperatura corporal, ni el insomnio, ni el dolor. Tampoco el miedo, la soledad o la incertidumbre.

No tener pelo ataca violentamente la propia identidad. Uno deja de ser quién era por dentro y por fuera.

Bruscamente nos enfrentamos a un espejo que deja de devolvernos una imagen que nos era idiosincráticamente identificable, para recibir una imagen de molde, una cabeza que bien podría ser de un bebé añejado o de un maniquí, o de cualquier prototipo genérico de humano.

Dejar de tener pelo, de un día para el otro, también es una bomba.

Hay partes del cuerpo que en determinadas etapas de la vida dejan de ser propiedad privada. En el parto, la vagina, en la lactancia, las mamas y en la enfermedad, aquel rincón corporal que requiera cuidado, deja de vivirse como propio. Hay un grado de manipulación tal que es difícil de concebir si uno lo pensara hipotéticamente fuera del contexto médico.

Mi teta ha sido mirada, palpada, apretada, anestesiada, punzada, cortada, irradiada, tatuada inflamada e irritada en un lapso de nueve meses (tiempo simbólico si los hay, especialmente hablando de cáncer de mama).

En ese período he concurrido, hasta la fecha, a setenta y nueve encuentros médicos de diversa índole: ecografías, exámenes clínicos, centellograma, resonancia de cerebro, numerosas extracciones de sangre, sesiones de quimioterapia, sesiones diarias de radioterapia, ginecóloga, mastóloga, oncólogo, genetista, oftalmólogo, cardióloga, médicos ”alternativos”, guardia,  punción mamaria y cirugía de mama.

Una vez que el tratamiento está en marcha, recién ahí, hay tiempo para pensar.

Innumerables cuestionamientos nos surgen a quienes nos ha tocado: ¿ésta enfermedad es estrictamente biológica en sus causas o responde irremediablemente a un patrón psicológico particular? Si es de corte netamente orgánico, ¿ qué habrá sucedido que nuestro instinto de supervivencia se nos volvió en contra? Y si en realidad responde a características psicológicas intrínsecas, ¿seremos demasiado sensibles o demasiado impenetrables?

¿Seremos personas cuyo nivel de susceptibilidad es mayor y por ello se vió abrumado por los planteos vitales? o ¿quizás seamos personas tan rígidas e implacables por fuera que nuestro carozo no pudo aguantar la imposibilidad de adaptarnos?

Sea cual sea la respuesta, a la gente en general le aflora la necesidad de devolvernos observaciones, y la mayoría de ellas apuntan subliminalmente a “responsabilizar” nuestra psique por “habernos conducido” a desarrollar dicha enfermedad. Y allí comienzan los consejos, las sugerencias, las recomendaciones, los datos de curadores, tratamientos y sustancias de todo tipo, color, forma y tamaño. Y uno, que apenas puede sostener su cabeza del peso que lleva -por la información y la carga misma del tratamiento y las interminables indicaciones médicas que está intentando procesar-, las recibe sin vacante ya.

Todos opinan para cuidar y acompañar, más muchas veces terminan aumentando el ruido interno. Lo mismo que ayuda, comprime, lo mismo que acompaña, abruma e incrementa la ansiedad.

Hay gente que se acerca y gente que se aleja, gente que se ofrece con abundancia y gente que marca tarjeta. También hay gente que desaparece, pocos saben qué hacer, pero puede entenderse, principalmente porque ni uno mismo lo sabe.

Es un increíble experimento antropológico si uno lo piensa en realidad: esta situación permite visibilizar la personalidad de aquellos que nos rodean. Si uno parte de la base de no esperar nada de los demás, la frustración se evapora y todo lo que devenga será un regalo.

Como toda situación compleja en la que el destino marca lo que acontece sin clemencia ni opciones, lo que sí se puede elegir es de qué manera atravesarla.

Uno puede caer dentro de la trampa de la pregunta: “¿Por qué a mí?” o puede transformarla en “¿Por qué a mí no?”. Sin dudas nunca consideré la opción de ser una persona que fuera a enfermar de cáncer pero también es real el: ¿porqué habría de estar exenta?

Bajo esa mirada fue que construí mi estrategia para afrontar la situación. Me programé para vencer el desafío vital que se me estaba proponiendo y eso fue más profuso que el fantasma de la muerte y que todos los obstáculos físicos que aparecieron. Recuerdo haber pensado: “Esta es mi realidad ahora, las  reglas cambiaron, ¿qué hay que hacer para continuar?”

La represa de la cotidianeidad se quebró y la única manera de navegar es despertando aquellas fortalezas que -sepultadas por los temores y la falta de convicción- viven en la profunda oscuridad del ser. Uno se enfrenta -como en una escena de duelo de vaqueros- con sus recursos cara a cara y con la ausencia de ellos cara a cara también.

Tímidamente pero en forma obligada, se produce una transformación.

El paso por esta enfermedad cambió mi mundo en varios aspectos, decir que todo fue negativo sería ser muy desleal.

Mi cuerpo mutó y mi mente también lo hizo.

No sé si fue la incertidumbre, el miedo, la soledad, la exigencia, lo desconocido, la fragilidad y la fortaleza juntas, la falta de control, la vulnerabilidad o la necesidad, que moldearon mi forma de ver las cosas desde otro ángulo.

No hay duda que una de las mayores ganancias de haber transitado este proceso es la perspectiva que se adquiere. Se afina el criterio en cuanto a saber discernir qué cosas son importantes y cuáles no lo son tanto -y que ello varía según el contexto en que se encuentren-. La lupa con la que muchas veces uno analiza y se aferra minuciosamente a las situaciones se transforma en un lente macro, capaz de dimensionarlo todo.

Como toda situación que conlleva dos caras: conviven la sombría, desoladora y amenazante, pero también la otra: la que tiene que ver con la agudeza de las fortalezas internas, la claridad,  la conciencia y la sinceridad, y la contención y acompañamiento de seres que decidieron formar parte de uno.

No sólo me refiero a las increíbles personas que ofrecieron con generosidad su amor y presencia para darnos las mano en este proceso sino que además aparecieron algunas que se encontraban exactamente en la misma situación que una, personas que en un principio eran alguien más sentado al contiguo, esperando a ser atendidas por el médico también, o en el sillón de enfrente en la sala de quimioterapia o aguardando para entrar al cuarto de radioterapia. Mujeres, en este caso, que a pesar de no saber quien éramos, conocíamos exactamente la complejidad por la que estaba atravesando la otra. Charlas entre pelucas, pañuelos o valientes calvicies generaron también una red inquebrantable de solidaridad, gentileza y empatía.

La gente teje, en sus alternantes idas y vueltas, una balsa que contiene y acompaña el trayecto implacable que hay que recorrer y eso aporta una cantidad de nutrientes emocionales de inmensa riqueza.

También es cierto que a pesar de ello, una se encuentra sola. Una está sola durante los pinchazos, en los receptáculos donde se hacen los estudios, en la casa con los niños (cuando todos se van) -conteniéndolos y tratando de traducirles qué es lo que está aconteciendo-, una está sola en el trabajo -intentando sostener una demandante cotidianeidad con un resto personal muy escaso- y una está sola también, en la cama, por las noches, cuando el insomnio sobrecargado de información no nos permite reparar el descanso.

A veces reflexiono sobre el lugar que representa esta enfermedad. Lo pregunto desde mí lugar, luego de haber sorteado la nocividad del cáncer -por lo menos hasta el momento, ya que, como mencionó mi doctora, las posibilidades de recidiva nunca vuelven a cero. Entonces, con esta bomba de tiempo adentro, inactiva por el momento pero con un tímido potencial de reactivarse eventualmente, me pregunto: ¿ésto ha sido una especie de castigo, sanción o penitencia que por alguna razón la vida me impuso? ¿O una severa, brutal y obligada oportunidad para cambiar mi mundo interno? Sea cual sea, la hipervigilancia respecto a las sensaciones corporales, despertó en mí la importancia de registrar estados internos generadores de preciada información, y por ello, genuinamente necesarios para tomar decisiones.

Hoy en día, convivo con las secuelas de la enfermedad, que no son demasiado graves, pero sí lo suficientes como para recordarme a diario todo lo acontecido: menopausia química, calores incendiantes que permiten “espiar” cómo condicionan nuestros pensamientos al sistema hormonal a lo largo del día, un brazo que resiente -matutinamente sobre todo- haber perdido algunos ganglios, una circulación defectuosa que produce hinchazón en los miembros inferiores, una cicatriz que tira la piel, una teta sensibilizada y dolorida -por momentos- que no puede exponerse al sol por un año (entre otros muchos cuidados) y la toma continua de una medicación para prevenir. También convivo a diario con un pelo incipiente que intenta volver a poblar mi cuero cabelludo y con una autoestima que debe ser permanentemente confrontada a que el espejo no lo es todo.

Después de toda bomba adviene la reconstrucción, la resiliencia y el cambio.

Si tuviese que clasificar el momento en el que me encuentro actualmente, diría que estoy en transición: ya no soy la que era, mas aún no soy la que voy a ser. Es una especie de metamorfosis -menos romántica que la de una oruga y su alter ego la mariposa- pero en movimiento permanente.

Eso podría decir que produjo el cáncer en mí: mareas inquietas que van y vienen, crecen y decrecen pero que ya no se estancan.

No doy nada más por sentado, muchas cosas que consideraba obvias, evidentes, fundamentales y perpetuas dejaron de serlo, y otras que eran sutilezas secundarias y periféricas pasaron a ser preponderantes. Todo es importante y a la vez nada lo es completamente. Todo cobra urgencia de pronto, pero paradójicamente, la urgencia hoy es sinónimo de calma. Mi horizonte apunta a descomplejizar, a abreviar, a mantener contacto estrecho con la simplicidad. Creo que el estado más favorecedor para el alma no es la felicidad, sino la tranquilidad, y ese es mi norte.

La ultima paradoja, que resume este proceso con una veracidad inigualable, es que el haber sentido tanto miedo, tanta soledad y tanta incertidumbre fueron justamente las fuerzas que impulsaron a trascender y convivir armoniosamente con dichos estados.

Nada más liberador que haber perdido el miedo.