Ághila

Me despiertan las líneas de luz que se filtran por las rendijas de la persiana, parecen cuchillos dispuestos a torturar. Me anticipo al grito afónico de mi despertador, como cada vez que llegan estos días. Son fechas anticipadas, determinantes, bisagra para quienes debemos asistir a la cita. No se comparan a ningún otro acontecimiento. Inevitable no pensar de más. Imposible no recibir la palmada del gigante avivando la sensación de alerta que intento controlar. Y lo hago, sabiendo que puedo. Te dejo recostado. Ahora soy yo quien palmeo y te abandono rapiñando las sombras que la noche me dejó.

Despiertan conmigo todos mis sentidos. El olor a verano y el color de esta mañana anaranjada me alcanzan para tomar la iniciativa. La imagen de la virgen de Guadalupe, cerquita del manojo de jazmines,  me guiña el ojo augurando ventura.

Salgo apurada envuelta en un aura de incertidumbre y dejando en el camino el peso del no saber. Voy desparramando los miedos como quien deshoja una margarita.

Las emociones que días como hoy renacen parecen formar fila y alistarse, a empujones, a ver cuál sale primero. Las controla un semáforo titilando destellos de amarillo huevo.

Me miro en cada vidrio y espejo que encuentro en el camino e imagino que al volver lo haré sonriendo. Una vez en el lugar, un suspiro bien profundo empuja mi brazo y abro la puerta pesada y principal.

Me anuncian y el letrero parece estar esperándome: Diagnóstico por Imágenes. Impersonal. Fondo blanco con letras negras, como todos.

El cuarto es chico. Demasiado chico. Lo habita una camilla angosta pegada a la pared, un perchero, una mesa pequeña con pocas lapiceras y carpetas anilladas, una silla fea y aparentemente incómoda y varios artefactos dispuestos ordenadamente que hacen asfixiante la rutina, que ya tiene bastante por sí sola. Sola. Una sensación que se repite una y otra vez cuando llega el momento de los chequeos. Me roba la calma saber que soy parte de un ejército y que cuando más débil me siento, cuando más indefensa y desprotegida, cuando más desgraciada me veo a mi misma, la soledad es la única que tiene permiso para pasar conmigo. Se hace presente al instante, es como si su aliento  me respirara en la nuca recordándome que solo estamos ella y yo. Me anula y por eso elijo colgar imaginariamente sobre las paredes retratos que me sostienen cuando ya no quiero más, cuando ya no puedo más.

Me dispongo a desnudar una vez más el cuerpo y mis  miedos, dejándolos flotar en ese aire escaso y viciado, sin perder de vista las miradas que elegí para ese día.  Ya acostada tiemblo. Respiro tan profundo que el aire no me alcanza. Obligo a mis ojos a fijarse en el primero: mi mamá. Las madres tienen esa magia de ser invisibles y el don de curarte con tan sólo una caricia, una canción, una palabra, estén donde estén. Entonces, me dejo abrazar por ella y escucho tibiamente un susurro que me tranquiliza:”todo va a estar bien”. Para entonces el Doctor entra. Sin muchos preámbulos se sienta y el transductor le revela las primeras imágenes. Mis ojos lo apuntan. Al sentarse me regala (sin buscarlo) su perfume. Un aroma intenso a cuero, notas florales y amaderadas que despiertan curiosos y descontextualizados recuerdos a caucho o petróleo, no puedo ponerlo en palabras. Me distraen las risas de mi segundo retrato que a tan sólo minutos de colgarlo, ya está torcido: una niña despeinada de chispeantes ojos verdes me convida un poco de su chocolate y me anima a ser valiente. Se ríe animosamente mientras salta charquitos con sus botas amarillas. Nos encanta el olor a lluvia, creo que por eso me lo regala justo ahora.

El hombre de guardapolvo se acomoda. Su mirada fugitiva no logra relajarme. Intento descifrar cada uno de sus suspiros y cada movimiento de sus manos experimentadas. Me veo en espejo. Yo también lo examino, una imagen me concentra y es la suya. Cada pausa que realiza detiene mi respiración. Continúa y yo vuelvo a inspirar, agitada. Me quiero ir, quiero que termine y que termine bien. Su mutismo anodino alimenta mis fantasmas y de repente un comentario me rescata del trance: – “La ciencia está a tus pies, niña”. Es mi tercer retrato presente. Su marco formal y desprovisto de colores le da elegancia. No suelo elegirlo muy a menudo, pero hoy era importante tenerlo. ¡Qué lindo es sentir la mirada tan de cerca de mi Dr. N! Siempre sonriendo y ofreciéndome su mejor carta para jugar: la confianza. Entonces le tomo la mano y la aprieto bien fuerte. Cierro los ojos y siento el frío del gel como una ola saliendo de espaldas al mar.

-Terminamos, dice intempestivamente mi nuevo conocido desconocido. Podés cambiarte.

Nuevamente estoy sola. Y mientras mi cuerpo intenta reponerse, me visto. Me abrocho la camisa y miro el último cuadro que elegí. Está en blanco. Escribo con el dedo tres cosas que quiero hacer realidad en el corto plazo. Vale todo, es como elegir tu destino en tres segundos. Me ilusiono, las pienso con el corazón en la mano, las imagino tan reales que escribo cada detalle. Y sin darme cuenta ocupo todo el espacio.

El hombre vestido de blanco deja en mis manos el paquete de la duda. La esperanza y la fe me abrazan y yo me dejo. Descuelgo antes de irme cada uno de mis cuadros y cierro la puerta. Ya pasó.

Al volver, los reflejos de los vidrios devuelven mi retrato. No alcanzo a ver claramente la sonrisa pero me emociona la imagen de una mujer ocupada en pensar  y hacer realidad las líneas que dejó escritas hace minutos nada más.