Erasmus
Cuando me disponía a leer el periódico, recién comida, no sé por qué, me toqué el pecho derecho. Noté un bulto pequeño. Angustiada, salí corriendo al salón donde estaba mi marido.
—No puede ser- me dijo- A ver, a ver…
—Mira aquí. Palpa un poco más. ¿No notas como un bulto pequeño?
—Es verdad… Puede ser un quiste.
—Voy a llamar al Instituto de Salud. Allí me hicieron las últimas mamografías.
Nadie me contestó. Cogimos el coche y nos dirigimos al Instituto de Salud. Eran las cuatro menos cuarto. Llamamos en la puerta, estaba cerrada a cal y canto. ¿Qué podemos hacer ahora? Fueron instantes de angustia y de desazón. Entonces, me acordé de mi amiga Mª Carmen y la llamé por el móvil.
—¿Qué te pasa?
—Estoy angustiada porque me he descubierto un bulto en el pecho. ¿Podrías avisarle a tu primo radiólogo?
— Ahora mismo le llamo. Estate tranquila.
A los cinco minutos me contestó.
—Me ha dicho que puedes ir para allá. Seguro que no tienes nada.
Pasada una hora, el radiólogo me exploró. Era cierto que tenía un pequeño tumor pero parecía benigno. La angustia que no me dejaba ni respirar, desapareció en unos segundos.
—Voy a hacerte una mamografía, por si acaso.
Al cabo de un rato, el rostro del radiólogo cambió. Con voz entrecortada me dijo:
—La mamografía no está clara. Hay indicios que me hacen dudar de si es un tumor benigno. Mañana reuniré a mi equipo y así saldremos de dudas.
En toda la noche no pude dormir. Me asaltaban pensamientos horribles: “Me voy a morir. ¿Qué será de mis hijas y de mi marido?”¿Qué será de mi pobre madre? Y si no me muero, ¿cómo va a ser mi vida en adelante? Daba vueltas, medio enferma, entre la realidad y horribles pesadillas. A la madrugada se me llenaron los ojos de lágrimas.
Al cabo de tres días tendríamos la solución de la biopsia. Estaba nerviosa, muy ansiosa y tenía un miedo cerval al resultado. “¡Por favor, que me digan algo! Sea lo que sea, necesito saber”
—Marisa, tengo que operarte. Es una intervención sin importancia. La hacemos todos los días, dijo el cirujano.
—¡Así sin más! No estoy preparada para esta operación.
—No tienes que dramatizar. Confía en mí. Todo saldrá bien.
—¿Tendrás que extirparme el pecho?
—Nada de eso. Te quitaré sólo lo que sea necesario. Pero no el pecho.
El cirujano era un hombre calmado que transmitía serenidad. El día anterior a la operación tampoco pude dormir. Pensaba que ahora que iba a jubilarme, ahora que tendría más tiempo para descansar, ahora que mi marido tenía ganas de viajar, en ese preciso momento, tenía un cáncer. ¡Vaya desastre!
La operación salió bien. Era un tumor pequeño. El ganglio centinela estaba limpio.
—Ahora irás a oncología- me dijo el cirujano.
La oncóloga me recibió con una sonrisa de mujer embarazada.
—Tengo que ponerte quimioterapia durante seis meses.
—¡Seis meses! ¿Por qué? Estoy convencida que con la operación me he curado.
—Pienso lo mismo, pero vamos a prevenir recaídas, por si acaso.
—¿Se me caerá el pelo?
—Sí. Se te caerá.
—Entonces ¿tendré que ponerme una peluca?
—Sí tú quieres…También puedes ponerte un turbante o un pañuelo….
La quimioterapia no me cayó mal. No tuve nauseas, ni vómitos, el apetito era el mismo, dormía bien por la noche. Entretanto se me iba cayendo el pelo. ¡Qué trauma la caída del cabello! Inmediatamente me puse la peluca.
Con mi peluca, algunos vecinos no me saludaban. ¿Habré cambiado tanto?- pensaba. Al principio me sorprendió su actitud pero, después, me agradaba seguir en el anonimato. Así paseaba a mi aire, en silencio, dando vueltas a lo que me pasaba. .
Todas las semanas iba a quimioterapia. La sala de espera era amplia, luminosa y todos los días se llenaba. La organización era perfecta. No obstante, tenía que esperar mucho, o al menos, el tiempo se dilataba para mí. Nos ponían el tratamiento en boxes, que eran para cuatro personas, separados por cortinas que estaban casi siempre abiertas. En ellos, había sillones muy cómodos. Las enfermeras eran eficientes, simpáticas y muy cariñosas.
Al principio estábamos en silencio, no sabíamos nuestros nombres y guardábamos nuestro anonimato. Leí muchos libros, de todo: novelas, relatos breves e incluso poesías. Sin embargo, al poco tiempo, la conversación entre nosotras comenzó a ser más fluida. A medida que pasaban las semanas el ambiente se volvió más alegre y nos reíamos de cualquier cosa. Todas excepto una que seguía llorando.
.—¡Ríete con nosotras! Yo sé que voy a morir pronto pero aprovecho el tiempo para disfrutar de pequeñas cosas: ver un amanecer, bañarme en el mar, estar con mis amigas…-le sugirió una compañera.
En medio de la quimioterapia me enviaron a sesiones de radioterapia. El único efecto secundario que tuve, fue una pequeña quemadura en el pecho que se curó con una pomada. Comencé a leer las revistas de la sala de espera. No pasé de la primera página. No sé por qué, al primer minuto me llamaban, quizá por ser la primera persona de la mañana. Un día le dije a la encargada de la radioterapia: ¡Cómo puede ser que siendo yo contraria a la energía nuclear, ahora estoy siendo tratada por las radiaciones! Ella me respondió: ¡Y yo que fui activista contra la energía nuclear ahora estoy encargada de ponértela! Las dos nos echamos a reír.
En esa época, mi marido sufrió un infarto de corazón. Hubo que hospitalizarle. Al cabo de tres semanas le operaron del corazón: le pusieron tres pass-by y la válvula aórtica. El postoperatorio se complicó: tuvieron que abrirle tres veces porque sangraba mucho. Además, estando en la UCI, ya recuperado de la operación, sufrió un ictus. Menos mal que la fisioterapeuta que le atendía se dio cuenta y pudieron atenderlo de urgencia en ese momento. No tuvo secuelas motoras pero se quedó sin habla. Poco a poco, comenzó a hablar, al principio silabeando las palabras, después corrigiéndolas con la logopeda. Todavía no habla bien pero los esfuerzos que está haciendo yo estoy segura que tendrá una recompensa. Por ahora lee en voz alta y está escribiendo con soltura.
La enfermedad de mi marido hizo que olvidara la mía. Ahora, tenía otro problema que ocupaba mi cabeza. En los dos meses que estuvo en la UCI, yo estaba en vilo, apenas dormía, pensando que una llamada me despertase, volvieron las pesadillas.
Entre una cosa y otra, yo estaba desanimada, lloraba por cualquier cosa, los comentarios sobre mi salud me parecían triviales, no me alegraba nada. Tuve que pedir ayuda al psicólogo de la Asociación Española Contra el Cáncer. Él me decía que ya iba a mejorar, que tenía que tener paciencia.
—Paciencia, maldita palabra- le contesté yo.
Poco a poco fui mejorando. El cansancio había remitido y tenía mucha más energía. Empecé a caminar por la mañana temprano. En esos momentos no pensaba en nada: iba con la cabeza vacía, sin pensamientos, sin ninguna tribulación. Sólo me preocupaba comprar el pan y el periódico para la hora del desayuno.
Un día, en la consulta con la oncóloga, me surgieron palabras que me sorprendieron a mí misma. A una pregunta que me hizo ella, le respondí: “Todo lo he hecho por amor”. Al decirlo me avergoncé por ser una cursi. Imaginé, en ese mismo instante, que en la próxima visita la médico pensaría: ¡A ver qué dice esta cursi! Sin embargo, la médico también se sorprendió y me hizo un gesto de respeto.
Pienso que hemos tenido mucha suerte. Al fin y al cabo mi marido y yo seguimos viviendo juntos. Además, mi marido expresa, con bonitas palabras, el amor que siente hacia mí y, naturalmente, yo hago lo mismo con él. Bromeamos sobre nuestra relación tan larga y tan ancha que podía sostener un cuarto matrimonio…Mi marido está encantado porque la relación entre nosotros se basa en el respeto, en el acompañamiento mutuo y en los cuidados que tengo con él. Y, a su manera, también me cuida a mí y admira la alegría y el tesón que tengo desde la mañana hasta la noche.
Tengo un cáncer de mama y, por eso mismo, tengo que agradecer a la vida, (¡y a la ciencia!), sus dones: poder disfrutar de mi familia, de mis amigas, de mis vecinos, de la vida misma. No quiero ni pensar el desastre que tendríamos en casa si recayera del cáncer: mi marido enfermo de corazón, mi madre anciana, mi hija pequeña en paro…