Desierto Picaflor
La mañana en que todo comenzó, había comenzado como todas las mañanas. Un sueño reparador y bien dormido era la llave para iniciar la rutina y aunque el desayuno no entraba en las prioridades, un poco de café resultaba suficiente para despabilarse y salir a la calle. No había ritual, ni tampoco meditación, ni oraciones. Más bien, el despertar era un acto formal y mecánico que se reiteraba, una y otra vez, con envidiable exactitud: 7.30 AM sin despertador ni alarmas. No había pesadillas y tampoco recordaba algún sueño, ni bueno, ni malo. Sacaba a relucir un pragmatismo innato cada mañana con una agenda que señalaba el camino más seguro, sin sobresaltos ni mayores preocupaciones. Estaba todo armado. No había tristeza, ni dolor, ni cansancio y, por el contrario, la satisfacción y el orgullo por los logros de una exitosa carrera profesional, eran los sentimientos que conformaban un miope y obstinado concepto de la felicidad. Pero con eso alcanzaba.
Así me encontró, como otras 46 veces anteriores, el 3 de mayo: día de la Cruz y, para más datos, día del Albañil en algunos países sudamericanos, donde se exalta de manera importante la noble y sacrificada tarea que en Argentina tiene correlato con el día del Obrero de la Construcción, que se recuerda el 22 de abril.
Las fechas, tan ambiguas como inconexas, nunca significaron nada para mí, de no ser por una historia que, en increíbles circunstancias, terminó por marcarme en el cuerpo y en el espíritu y pulirme como un hombre nuevo; no sé si mejor o peor, para bien o para mal, pero un hombre que con un primer paso intentó cambiar de dirección porque sintió, como nunca antes, que el tiempo se le acababa y que cada mañana merecía ser vivida de una manera distinta.
Había llegado hasta la casa de mi viejo. Un buen lugar para arrancar. Cerca del centro, fácil acceso, un amplio patio donde guardar el vehículo para evitar el frenético tránsito en la ciudad y las playas de estacionamiento, verdaderas bocas de lobo para la integridad y seguridad de un automóvil. Si. Era absolutamente conveniente y muy beneficioso tener a ese lugar como punto de partida. Pero lo que más me gustaba de esa rutina era la costumbre casi a diario de compartir con mi papá un rápido mate cocido con menta y cedrón, yuyitos que crecían en el fondo de la casa, entre las moras, los mandarinos y las paltas.
Entrar a ese territorio era volver a la infancia, con mi hermana y mi hermano, trepados en los árboles o en un tablón de andamio, montado sobre un caballete que hacía las veces de “sube y baja”. Trancabalanca le decíamos. O una soga que colgaba un viejo neumático de la rama más fuerte para soportar el extasiante pendular del columpio más famoso entre los amiguitos de toda la cuadra.
Allí compartíamos el dolor y la complicidad cada vez que un golpe, un tropezón o una herida amenazaban con cortarnos la diversión, tras la orden inmediata de mi vieja de irnos derechito a la cama a hacer la siesta. Yo, como hermano mayor, generalmente debía consolar a mi hermana y a mi hermanito. Hoy, que el tiempo ha pasado y que la vida me puso a prueba, siempre pienso en las veces que ellos deben consolarme a mí, cuando la desesperación me inunda el pecho.
El fondo de la casa era la copia fiel de una infancia sin lujos, pero absolutamente feliz. Será por eso que mi viejo, achacado por la soledad, los años y el alcohol, nunca quiso modificar nada. El terreno no tenía medianera y solo un alambrado de tres hilos indicaba los límites entres las dos propiedades vecinas. Del otro lado había naranjos, ciruelos y parras que un hombre de manos curtidas y ojos celestes cuidaba con esmero desde tiempos inmemoriales. Era don “Boni” como le decíamos con cariño. Su nombre: Bonifacio Schmidt. De familia camba, había escapado con su mamá y su papá de los horrores de la guerra del Chaco, cuando Bolivia y Paraguay protagonizaron el conflicto bélico más sangriento de Sudamérica que dejó casi 100 mil muertos entre un bando y otro. Con solo 6 años, don Boni había cruzado junto a sus padres, el río Pilcomayo para luego instalarse en General Güemes, donde la zafra les dio el sustento inicial y la posibilidad de una nueva vida. Pero Boni no se sentía atraído por las tareas agrícolas y unos años después llegó a la ciudad de Salta para trabajar en la construcción; comenzó como ayudante de albañil y luego estudió en una escuela técnica hasta recibirse de maestro mayor de obras.
El “Kenko” era un baile popular ubicado en 10 de Octubre esquina Urquiza; antes, un peligroso suburbio; hoy, una de las zonas céntricas más cotizadas de la ciudad. Don Boni había conocido allí a doña Ilda, una muchacha de profundos ojos marrones que había venido de la arisca tierra de Anta, en el Chaco salteño. Tuvieron dos hijos; un nene y luego una nena. A doña Ilda una “enfermedad incurable” la había dejado a mitad de camino. Tiempo después, Jorgito, el hijo mayor, murió en un accidente de tránsito. Pero la tragedia, empecinada con don Boni, le arrebató a los años también a su pequeña hija. De esta última fatalidad muy poco se sabía. Bonifacio se transformó en un hombre parco y de pocas palabras. Alguna vez se le escuchó decir que a su hija la había matado la misma “enfermedad incurable” que a doña Ilda. Pero nada más.
Desde aquel entonces y en noches de alcohol y delirio, era frecuente escuchar a don Boni que invitaba a la muerte a chupar a su casa. Charlaba con ella, se enojaba y luego se reía. Al parecer intentaba convencerla de que lo llevara a él también. Pero la muerte, obstinada y sin prejuicios, no solo ignoró la súplica, sino que una noche se fue para no regresar. Desde ese momento Boni no volvió a comprar una botella de vino nunca más en su vida. Se había enamorado de la muerte, pero ésta también lo había dejado solo. Hasta el día de hoy, don Boni paga ese despecho con sobriedad y una abstinencia a prueba de balas.
Esa mañana ya había tomado el mate con yuyos junto a mi viejo. Mi agenda marcaba un par de entrevistas en el centro, un almuerzo con editores y el regreso a la redacción. ¡Ah…! Me olvidaba. Tenía que retirar unos estudios endoscópicos que me había ordenado mi médico tras un chequeo de rutina.
Me asomé al patio y ahí lo vi: estaba curando las plantas y acomodando algunos palos del gallinero donde las batarazas dejaban a diario los huevos más naturales y nutritivos que una persona puede comer. Bonifacio cosechaba su propio maíz y con él alimentaba a las gallinas. Era un primor verlo trabajar al anciano con sus nueve décadas encima.
Yo había emigrado de la casa de mis viejos hacía unos 15 años, pero mis visitas frecuentes no dejaban lugar al olvido. Podía reconocerle las canas a mi papá y las arrugas a Bonifacio. Ambos eran buenos vecinos, pero también amigos hermanados por la soledad en los dos extremos. Uno, con una soledad brutal, injusta, de facto. Una soledad por decreto, sin causa y sin razón. El otro, con una soledad culposa y aceptada sin reproches, pero con mucho dolor por los errores cometidos durante tantos años. Mi mamá, cansada del maltrato y una vez que mis hermanos y yo volamos del nido, decidió hacer su vida tomando la mejor decisión. Era hora de partir. Y mi viejo se quedó con todo y a la vez sin nada. Una soledad merecida.
Me fui hasta el alambrado de tres hilos y el hombre salió a saludarme de entre los naranjos y ciruelos. “¿Cómo estás Boni? Buen día…” le dije y él me respondió con una sonrisa y un abrazo. “Tu papá anda con mucho dolor de rodilla” me advirtió y me puso al tanto de las nuevas dolencias de un hombre 15 años menor.
Me gustaba ver las manos de Bonifacio apoyadas en el alambrado y ágilmente recostado sobre una de sus piernas, con el cuerpo ligeramente tendido hacia adelante. Era una postura interrogativa y de demanda permanente, pero también de poder, de estirpe. Una posición que no dejaba ver los años que habían pasado. Así estaba disfrutando de la charla cuando de repente un pequeño hornero se desplomó desde una rama y cayó con una especie de gemido, en un remolino ocre de plumas. El ruido débil y hueco nos cortó la conversación. Boni se acercó al lugar y levantó al ave del suelo. “Changos de mierda…!!!! Lo hondearon y le dieron en un ala. Capaz que podamos salvar a este colega. Le voy a soplar el culito a ver qué pasa”, exclamó.
Me tomó algunos segundos entender lo. Pensé que se trataba de una broma o de otro delirio del anciano, pero mi opinión cambió al instante cuando advertí cierto apremio en los surcos de su cara. “¿Qué le vas a hacer?” pregunté. “Le voy a soplar el culito. Puede ser que reviva” me respondió. Una sonrisa de ternura e incredulidad se me escapó de los labios. El viejo se alejó con el hornero entre las manos rumbo a su casa. “Chau Boni” le dije, pero no me contestó.
Hacía frío esa mañana. El invierno siempre se adelanta por estos pagos y esa es una de las razones por la que no cambiaría mi terruño por nada del mundo. Un buen abrigo y unas botas con corderito me pusieron a caminar en la calle, no sin antes despedirme de mi viejo. “Volvé a la cama papá. Hace mucho frío” le pedí . Me miró, asintió sonriéndome y me acompañó hasta la puerta. La vereda. El pavimento. Dos entrevistas y un almuerzo. Tenía tiempo de sobra.
Frente a la plaza 9 de Julio hay cafés y parroquianos que conocen en detalle el submundo de la política y el deporte. Se enteran de todo antes que nadie. Son las “fuentes” donde nacen las noticias que luego hay que chequear. Una tarea diaria e ineludible. Ese confortable trámite de charla y café, con el frío golpeando los vidrios, me recordó una tarea menos grata: debía retirar los estudios médicos para completar el chequeo rutinario. “Me voy a buscar unos papeles aquí cerca. Ya vuelvo y seguimos charlando” le dije al Negro Troncoso, un reportero gráfico de la vieja escuela, esa que enseña que una imagen vale más que mil palabras, pero también más que mil videos de Youtube.
Caminé apenas dos cuadras y abrí la puerta del centro médico. Un escritorio impecable contenía a una señorita de igual aspecto. Saludé y me presenté. “Vengo a retirar unos estudios” le dije. “Si señor, aquí están” y me entregó un sobre membretado. Me resultó un tanto extraño que la entrega haya sido tan inmediata. Le agradecí a la señorita impecable y retomé el pasillo para salir nuevamente al frío. Acostumbrado a leer todo aquello que tenga letras y caiga en mis manos, abrí el sobre del membrete como un acto instintivo, casi involuntario. Tomé el informe por la parte inferior donde figuraba el diagnóstico al final de la carilla: adenocarcinoma esofagogástrico, decía. De tanta lectura enciclopédica y revuelta y sin ser médico ni nada que se le parezca, al momento supe de qué se trataba ese diagnóstico, pero lo primero que pensé fue en un error. Claro; debía ser un error. Salvo por algún pico en los triglicéridos, los estudios médicos de toda mi vida me habían colocado casi en el pedestal de un superhombre. Sin problemas cardíacos, respiratorios ni estomacales. Sin alergias ni tampoco algún alerta hereditario. Buen estado físico. Una salud de hierro. Si; definitivamente debía ser un error.
Con la seguridad de los que nunca fallan, encaré a la secretaria para advertirle sobre la equivocación, pero en un segundo y en milésimas posteriores sentí que el mundo entero se me derrumbaba en cámara lenta. Fue apenas un instante, pero jamás lo olvidaré; mi nombre, junto a mi número de documento aparecían encabezando el informe patológico y de repente me vi frente a la secretaria sin saber qué decirle. No podía verlo, pero podía sentir mi rostro totalmente desencajado. “Si señor, ¿algún problema?” me preguntó la dama y yo me quedé sin palabras, con el papel en la mano y sin el mínimo argumento para explicar que lo que pensaba era un error administrativo, se había transformado en dos segundos en una catástrofe personal sin precedentes. Mi cabeza se hizo un torbellino y fue como si el corazón se me hubiese cambiado de lugar. Palpitaba mi cerebro, mi garganta, mi mente y como un eco lejano volvió la pregunta de la secretaria: “¿Algún problema señor?”. Claro que sí… claro que sí!!!! Este papel me dice que tengo cáncer y yo simplemente no puedo creerlo. No puede ser.
Tuve ganas de gritar, de correr, de patalear. Pero me quedé quieto y callado. Creo que la secretaria debió entenderlo todo como una pitonisa porque no me volvió a preguntar nada. Solo me miró con una infinita tristeza y yo le di la espalda para ocultar mis ojos enrojecidos.
Salí a la calle y la mañana gris se me hizo demasiado oscura y fría para mi gusto. ¿Qué hago ahora? ¿Vuelvo al café y se lo cuento al Negro Troncoso? ¿O me voy a la casa de mi viejo y le informo las novedades? ¿Y si se angustia y se enferma? ¿A mi mamá? No. Ella está delicada de salud. ¿A mi esposa? ¿A mi hijo Facundo? ¿A mis hermanos? ¿A quién la daría la noticia? Caí en cuenta de que tenía mucha gente a mi lado para compartir una tragedia, pero la pregunta era ¿a quién le haría menos daño? ¿Cuál de todos me ayudaría a amortiguar este golpe? Demasiadas preguntas para tantas respuestas inciertas.
Caminé. Pasé por el café y ví que el Negro me llamaba desde el otro lado del vidrio. Seguí caminando. Crucé la plaza 9 de Julio y luego las peatonales. No recuerdo a cuantas personas saludé: amigos, compañeros, colegas, conocidos. Saludos sin fuerzas, sin alegría, sin ánimo. Sin nada. “Maldición -pensé- Recién me entero que tengo cáncer y esta puta enfermedad ya me está matando”.
Y de repente me vi así…sin mañana. Desnudo o con la misma ropa que estrené hace mucho tiempo. La continuidad de los minutos perdió el sentido y pude entender la tragedia de un hombre sin futuro. Sí. Cuando te roban el mañana, lo único en lo que confiás es en lo efímero del hoy, del ahora, del momento. Y eso te transforma en un ser incompleto. Pude sentir esa puñalada de insatisfacción y abandono desde el momento cero después de aquel diagnóstico.
Caminé mucho. Mucho. No sé cuánto. Hasta que decidí llamar a mi médico. “Hola Augusto. Tengo los resultados de los estudios que me pediste. El informe dice que es un adenocarcinoma en el esófago. ¿Qué hago?”. Sentí otra puñalada con el silencio de mi amigo el médico. Lo había conocido cuando tenía 17 años. Yo formaba parte del centro de Educación Física y Alto Rendimiento en el Colegio Nacional N°1. Sólo los que podían llegar más alto, más rápido, más fuerte o más lejos estaban en ese selecto grupo de jóvenes. Él ya era un reconocido profesional, clínico especializado en medicina del deporte. Yo siempre pensé que él me curaba con solo estrecharme la mano. Muchas veces fui a verlo por una gripe fuerte y al salir del consultorio ya me sentía mejor. Empatía, conexión, confianza; llámenlo como quieran, pero hoy digo que es clave contar con un médico que te conozca y te contenga, además de brindarte su conocimiento.
Esperé por momentos interminables la respuesta en el teléfono. “Andá esta misma tarde a mi consultorio. Que Claudia te acompañe” me indicó.
Claudia; mi esposa. Habíamos compartido 18 años de nuestra vida y una especie de desgaste ya dejaba huellas en la relación cotidiana. El fantasma del divorcio había sobrevolado el hogar en varias oportunidades y las cosas no andaban bien. Y ahora debía contarle sobre mi enfermedad. Vino a mi mente la ley de Murphy: lo que anda mal, seguramente se pondrá peor, en el peor momento. ¿Cómo tomaría la noticia? ¿Encontraría apoyo o indiferencia? ¿Sería esta la excusa perfecta para que ella también vuele del nido? Nuevamente demasiadas preguntas de respuestas inciertas. Volví a la casa de mi papá. El viejo me había hecho caso. Dormía plácidamente en su cama de soledades. Saqué el auto y al cerrar el portón alcancé a verlo a Boni al fondo, entre sus gallinas. Me saludó con la mano en alto, pero no quise retribuirle con un saludo sin ímpetu, así que no lo hice. Y me fui.
“Hola Gordo, llegaste temprano. No cociné nada aún” me dijo mientras limpiaba sobre lo que ya estaba limpio. “No te preocupés Gordi… Pero dejá un momento lo que estás haciendo porque necesito contarte algo” le dije. Claudia dejó lo que estaba haciendo y al momento supo que algo malo pasaba. “Mirá, este es el resultado de los estudios médicos y aquí dice que tengo cáncer en el esófago. En realidad es entre el esófago y el estómago. Ya le conté a Augusto y quiere que lo veamos esta tarde sin falta en su consultorio”. Enmudeció con el papel en la mano. Su mamá había fallecido hacía unos meses atrás y esta noticia la dejaba con la angustia y en las puertas de un nuevo dolor. Se quebró. Lloró desconsoladamente. “No puede ser. Tiene que haber un error. Busquemos a otro médico, hagamos otra prueba” me dijo balbuceando. “Yo tampoco lo puedo creer, pero ahí está mi nombre. Veamos que nos dice Augusto esta tarde” le dije. Y me abrazó y yo no pude aguantar más. Lloré desde lo más profundo de mi ser. Lloré todo. Lloré con sentimiento, como hace mucho tiempo no lo hacía. Lloré con el alma, con el llanto y la respiración entrecortada como lo hacen los niños. Lloré como un niño. Nos abrazamos y los dos lloramos como niños…
Facundo volvía tarde del colegio. Decidimos no contarle nada hasta no estar más informados o tal vez ocultar la noticia hasta que termine sus estudios secundarios. Justo en quinto año. Una pasantía laboral; el viaje a Bariloche; la cena de egresados. Todo llegaba a mi cabeza. Todo junto. Nos sentamos a comer, pero ninguno de los dos probó bocado. Claudia tenía la mirada perdida y yo tuve la necesidad incontenible de mostrarle un poco de honestidad, aunque fuera en ese momento. “Gorda…nosotros no andamos bien como pareja y si te querés ir ahora, creeme que te voy a entender” le dije. Ella hizo una pausa antes de levantar la mirada y a mí se me paralizó el corazón. “Si –me dijo- No andamos bien. Pero vos sos mi marido y el padre de mi hijo y yo te voy a acompañar en esta y en todas las que vengan”. Juro que en ese momento me arrepentí de muchas cosas y empecé a descubrir las palabras que salen del corazón. Le agradecí a mi esposa y una extraña sensación de alivio y tibieza me envolvió. Suspiré profundamente, igual que un nene cuando termina de llorar, y me preparé para salir a la calle una vez más.
Cuarto piso del edificio de Belgrano y 25 de Mayo. 15.30 horas. Augusto nos abrió la puerta de su consultorio y entramos silenciosos, espectrales. Le entregué la carpeta con las imágenes de la endoscopía y el informe patológico de una muestra extraída de la zona donde una herida coronaba un engrosamiento en el tubo, poco antes de llegar al estómago. Se acomodó los anteojos. Repasó las imágenes y el informe. Buscó entre sus archivos en la computadora. Luego abrió un fichero de donde extrajo papeles amarillentos. Eran mis expedientes de hace casi 30 años. Buscaba algo que nunca pudo encontrar. “Mirá Daniel. Voy a ser frontal y honesto con vos. No tenés ningún antecedente, ni valores que hayan advertido previamente esta situación. Simplemente te tocó. No preguntes porqué. Ni cuando, ni cómo porque no hay respuestas. Mejor guardá las energías y concentrate en tu curación. Y atendé muy bien todo lo que yo te voy a decir ahora: vas a comenzar una dura y larga batalla y tu vida no volverá a ser la misma de antes” me aseguró. La profecía me erizó la piel. “Lo que tenés es complicado y desde hoy estás dentro del 25 por ciento de la población mundial que tiene un tumor maligno. Los números son escalofriantes, pero reales”.
Claudia interrumpió. ”Queremos consultar con otro médico y también una contraprueba de la biopsia” le dijo y yo no puede evitar una mueca de malestar por esa intervención. “Está perfecto lo que quieren hacer, pero debo advertirles que las contrapruebas son costosas y no son reconocidas por las obras sociales. Además les tengo que decir que en mis años de carrera nunca he visto que una contraprueba tenga un resultado diferente al del primer análisis”. El médico fue directo y contundente. Yo creí que Augusto se había molestado con mi esposa, pero fue todo lo contrario. “Lo que acabas de hacer Claudia es lo ideal. Cada vez que tengas que interrumpir para preguntar o plantear algo a los médicos, hacelo en el momento. Buscá la forma más sutil, pero no dejes pasar por alto la mínima duda. Ustedes van a recibir de ahora en más muchísima información y tendrán que tenerla muy presente para la continuidad del tratamiento. Si es posible, que alguno de los dos escriba en un anotador todas las indicaciones. Esta es la primera que les hago” sentenció el médico. Fueron dos horas de charla. Estudios, tratamientos paliativos o curativos, la oferta científica, quimioterapia y radioterapia, cirugías, centros médicos, nombres y direcciones de especialistas. La toma de decisiones. Augusto tenía razón; necesitábamos anotarlo todo. Con las indicaciones de rigor nos preparamos a partir. “¿Y si nada de esto funciona?” le pregunté con miedo e ingenuidad. Augusto se sacó los anteojos, dejó las fichas médicas y los estudios a un costado. “Yo he visto cosas increíbles Dani. Inexplicables. Remisiones de tumores terminales en pocos días. Curaciones milagrosas. Nunca podré explicarlas, ni entenderlas. ¿Sos creyente no?” me preguntó. Respondí que sí con la cabeza. “Bueno, entonces rezá. Andá a la Virgen del Cerro. Pedile oraciones en tu nombre a las hermanas carmelitas. Conectate espiritualmente con algo superior. Somos cuerpo, pero también somos espíritu y esto te lo digo como médico: si el cuerpo y el alma no van de la mano, algo falla y nos enfermamos. Hay algo superior que no entendemos, pero los médicos sabemos bien que está ahí. Es intangible, pero está presente en cada uno de nosotros. Llamalo Dios, universo, energía, Pachamama…como quieras, pero buscá una conexión. Orá, meditá, o simplemente pensá en positivo. Eso va a fortalecer tu fe y la fe te da esperanza” me dijo y remató el diálogo con una frase que tampoco olvidaré. “La esperanza, amigo mío, es una virtud indispensable para estar vivos, con salud o sin ella”.
El tiempo pasó bastante rápido luego de ese encuentro. Augusto nos abrió el camino y direccionó nuestras acciones. Fue un verdadero faro en la tempestad. Visitamos a dos cirujanos y a un oncólogo. Fueron muchos estudios los que llegaron posteriormente para ir descartando ramificaciones o desprendimientos tumorales. Centellogramas, exámenes específicos de sangre, tomografías helicoidales con contrastes y análisis Pet Scan. Toda la tecnología puesta a favor de la salud. Cada análisis era una prueba a superar y un nuevo temor por vencer. Pero cada vez que el miedo llegaba, yo solo cerraba mis ojos y pedía a Dios que todo salga bien. Reaprendí a orar y a agradecer por un día más de mi existencia. La profecía de Augusto se iba cumpliendo; nada era igual en mi vida, pero mi fe se fortalecía a cada instante y un día la esperanza llegó con todo su esplendor.
Ingresé a un protocolo de tratamiento curativo con quimioterapia coadyuvante, por la cual tuve que someterme a un ciclo de 4 sesiones y luego afrontar una cirugía en la que me extrajeron dos tercios de esófago y casi la mitad del estómago. Viajé a Buenos Aires para operarme con el mejor equipo de cirujanos gastroenterólogos del país. Aún así, la cirugía tuvo grandes complicaciones. Una fístula postquirúrgica se plegó en el corte del tracto digestivo. Una bacteria se instaló en ese lugar, impidiendo la anastomosis. Una inflamación intestinal de origen desconocido dejó a los médicos con “los libros quemados”. Tuve una neumonía broncoaspirativa con el líquido de mi estómago. Me hicieron una traqueotomía, me colocaron un respirador automático y la bacteria migró hacia los pulmones. Como maniobra de rescate me abrieron una ventana pleural para drenar y descomprimir. Estuve 20 días en coma y muy cerca de la muerte. El mejor equipo y la más alta tecnología nunca pudieron prevenir ese estado terminal. De repente el cáncer había pasado a un segundo plano, aunque mi vida igualmente pendía de un hilo. Un tumor cancerígeno te puede matar, al igual que cualquier otra cosa.
Pero un día desperté. Para mí habían transcurrido solo unas horas de aquel 19 de setiembre. Cuando abrí los ojos, ella estaba a mi lado; Claudia me sostenía la mano. “Hola colashón” le dije utilizando nuestro saludo familiar. Se le llenaron los ojos de lágrimas y ella, por fin, supo que yo estaba de vuelta. Cuando tuve conciencia y coherencia en mis palabras, le pregunté por el día y la hora. “Hoy es 24 de octubre y son las 10 de la mañana” me dijo. Treinta y cinco días de mi vida se me habían perdido entre la morfina y las maniobras de rescate. Agradecí de nuevo por respirar una vez más, por vivir un minuto más y ella hizo lo mismo.
Días después me contó, mientras yo trataba de reconstruir los acontecimientos, que al igual que en Salta, había entrado en pánico varias veces cuando los médicos le pedían orar por mi salud.
“Las oraciones le van a hacer bien a tu marido. Nosotros ponemos la técnica, pero Dios es el que decide” le había dicho uno de los cirujanos más renombrados en un momento crítico de mis signos vitales. “Los terapistas, oncólogos, infectólogos, kinesiólogos, clínicos. Todos tenían a Dios en la boca” me confesó. Yo, como un creyente reconvertido y casi ortodoxo, me pregunté si para estos hombres de ciencia, Dios era una salida real o simplemente una excusa. ¿Un chivo expiatorio por si algo sale mal? ¿Una estrategia defensiva por si fallan la tecnología y el conocimiento? ¿Alguien en quien descargar el peso de la culpa ante lo irremediable? Me propuse averiguarlo.
Tiempo después y luego de la terapia intensiva y la sala de piso, volvimos a Salta. Mi hijo Facundo, mis viejos, mis hermanos y varios amigos nos esperaban en el aeropuerto. Habíamos viajado con Claudia por dos semanas a Buenos Aires y volvimos casi tres meses después. El reencuentro fue indescriptible. Una neuropatía postoperatoria me había dejando en silla de ruedas, estaba maltrecho, herido, de a pedazos y dolorido como nunca antes en mi vida. Pero estaba de nuevo en mi tierra y con mi gente y pude ponerme de pie para abrazarlos a todos. De aquel momento no puedo contar nada más porque simplemente no encuentro las palabras para hacerlo.
Debo decir que para mí esto recién comienza. Que aún debo curar mis heridas para poder seguir con el segundo ciclo de quimioterapia y que sólo veo hacia adelante, una ardua lucha en un extenso campo de batalla. Y debo decir también que, indefectiblemente, odio escribir en primera persona porque lo difícil es cronicar el propio tiempo. La primera persona se transforma en un remolino egocéntrico e irrespirable, pero puedo soportarlo con la idea de que este relato les sirva a la gente que, al igual que yo, vive en la angustia y la desesperación por un diagnóstico que bajo ningún punto de vista puede significar la condena de un destino. Hay que luchar, aún contra todos los pronósticos y las estadísticas. La detección temprana es la clave. Hay que planificar el combate. Anotarlo todo; buscar aliados, estrategas; reencontrarse con la familia y los amigos. Ellos nos pueden ayudar. Reconocer las palabras que salgan del corazón. Reencontrarse con Dios o con la Pachama o como quieran llamarlo. Reconstruir nuestra fe y, sobre todo, creer en los milagros.
Pasaron algunas semanas y retorné a la casa de mi viejo. El calor del verano ya anticipaba las fiestas de fin de año. Abrí el portón y lo vi de nuevo: Bonifacio estaba al final del patio, detrás del alambrado de tres hilos, como esperándome. Me acerqué y me abrazó como antes lo había hecho mi papá. Al momento volvieron las charlas, las anécdotas y las historias, pero esta vez Boni me sorprendió como nunca antes. “¿Sabés que mi mujer y mi nena también tuvieron cáncer?”, me indagó. No alcancé a responderle porque mis pensamientos volvieron para atrás con la “enfermedad incurable” de doña Ilda y su pequeña hija. “Le pedimos mucho a Dios, pero no alcanzó porque entonces la medicina no estaba tan adelantada como ahora” me aclaró. ¿Y qué tendrá que ver una cosa con la otra?, me dije a mí mismo y desde un razonamiento aún aturdido. El viejo me dejó pensando, pero me animé a una dolorosa pregunta: “Pero Boni, para vos ¿qué falló entonces? ¿Dios o la medicina?” le interrogué. Me miró con ternura y me dijo: “Es que una cosa no puede funcionar sin la otra. Siempre hubo Dios y el hombre fue conociendo cada vez más, pero en el medio aparecieron los milagros que el conocimiento no puede explicar hasta el día de hoy”. No te entiendo, le repliqué. “Mirá. ¿Te acordás del hornerito que cayó malherido de la morera? Yo te dije que le iba a soplar el culito para ver si revivía. Y así lo hice, pero nunca estuve seguro de que iba a vivir. Yo solo hice algo que aprendí en el campo cuando era chango y que me lo enseñaron mis abuelos, pero no sé cómo funciona. Después le abrí el pico, le di un poco de agua y cuando se fue mejorando le puse una tablita en el ala y en la pata que tenía rota. Le di de comer gusanitos y semillas y ahí lo tenés, vivito y coleando”. Señaló para el lado del gallinero y vi a la pequeña ave en una jaula. ¡Realmente estaba viva! “Vos que me viste levantarlo del suelo podés decir que el pajarito se salvó por los cuidados que yo le di y seguramente fue así, pero yo nunca estuve seguro de que podría salvarlo. Y para mí fue un milagro. Creo que a vos te pasó algo parecido. Estuviste en la mejor clínica, con los aparatos más modernos y los mejores profesionales. Pero cuando tu salud se complicó, nadie pudo garantizar tu vida. Entonces el milagro apareció, pero no por sí solo. El conocimiento y la tecnología ayudaron a salvarte, de eso no hay duda, pero ningún médico se animó a decir que con eso era suficiente. Fue necesaria una cuota de fe y esperanza para desencadenar el milagro. El cuerpo necesita del alma, como la medicina necesita de Dios. Así funciona”.
Una vez más el viejo me había dejado sin palabras. “Entonces Dios está por encima de los albañiles y de los médicos” le dije en tono de broma. Me miró esta vez con cansancio y resignación. “Si. Los milagros son pequeñas señales que Dios nos manda para demostrarnos su presencia, sobre todo a los albañiles y a los médicos” me retrucó con ironía.
“¿Querés ver un milagro ahora mismo?”, me preguntó. “Bueno…” le respondí. Fue hasta el gallinero y volvió con la jaula. Tomó al ave entre sus dedos, le sopló suavemente el plumaje y el hornerito cerró sus ojos por un instante como agradeciendo. El viejo abrió sus manos y lo dejó volar…