Mafepe
Desde que tuve uso de razón, siempre proyecté cada movimiento en el tablero de mi vida. Cada jugada era pensada y planificada con resultados muchas veces satisfactorios. Todos los pasos estaban premeditados. Era raro que algo fallara o me sorprendiera, tanto en lo familiar como en lo profesional.
Así de segura, me movía y jugaba en la vida, hasta que un día, sin haber advertido avisos previos en el devenir de mis años jóvenes, me sorprendió la movida de una pieza inesperada.
Descubrí en lo corporal que mi mama izquierda había variado en su morfología, estaba como segmentada horizontalmente en dos partes. La razón era la presencia de un elemento extraño que se alojaba en su interior y que, por su considerable tamaño, presionaba, provocando una clara y visible alteración, “un tumor”. Signo que ineludiblemente me mostró una jugada distinta, un cambio diferente en mi cuerpo que no podía descifrar. Era evidente que algo se había movido sin que yo lo notara. Algo mutó y no lo percibí.
Hasta hoy sigo preguntándome cómo sucedió. Supuestamente conocía, estaba informada sobre el tema y no pude prevenirlo. Quizá la emoción por el juego y la vorágine de los días cerraron mis ojos a esta inexorable realidad. No entendí cómo, manejando otros aspectos de mi vida, descuidé mi cuerpo, una pieza clave para que el juego siguiera.
Después del primer desconcierto, no había dudas de que tenía que actuar y jugar rápido. Empecé a mover las piezas que consideré necesarias: hablar con mi familia y acudir presurosa a mi médico ginecólogo, persona que en todo momento me inspiró confianza y ánimo, acompañándome siempre de cerca y con rigor en las decisiones. Creí en él y en su palabra especializada.
Cuando reconocí la inminente posibilidad de la enfermedad, la mujer que creía fuerte, exitosa como madre, esposa, hija, profesional competente, con muchos proyectos y una vida que prometía amplias posibilidades, flaqueó. En pocos minutos, cualquier expectativa presente se vio amenazada por la noticia: podría tener cáncer, ¡cáncer de mama!
Esta noticia me volvió vulnerable, indefensa, pero no me rendí. Decidí jugar con más fuerzas esta nueva partida que se me proponía. Me informé, hice consultas y no dudé de la ciencia, del profesionalismo de los médicos.
A pesar de esto, sentí que el control de mi vida no lo tenía yo como en otras situaciones, que en materia de salud no podía disponer, necesitaba ayuda.
Y sin dudarlo, cuando el diagnóstico se confirmó, previas operaciones (dos), mutilación, dolor físico y del corazón, decidí entregarme esperanzada al tratamiento, convencida de que era lo único, científicamente, que podría hacerle frente a esta enfermedad.
Tuve claro que si bien el tratamiento era una pieza importante en este juego, que sin proponerlo me involucraba físicamente, no lo era todo. Faltaba otra pieza esencial que era yo misma. Aquí jugaba yo contra el cáncer y no podía rendirme. Tenía que fortalecerme emocionalmente y abrirme al amor de los que me rodeaban.
Creo que concentrarme en estas dos piezas: el tratamiento y mi apertura esperanzada fue, para mí, la fórmula secreta para vencer esta partida.
El tratamiento guiado y controlado paso a paso por mi oncólogo, un médico y un amigo, no voy a negar, fue duro, sufrido, agresivo, hasta degradante en muchas instancias. Pero nunca me permití dudar de que era lo que podría salvarme, lo que en ese momento, me permitiría tener una nueva oportunidad de vida.
Recuerdo mis primeras quimioterapias, al principio iba con muchas pilas, conversaba con mis compañeros, a veces más hablaba yo que ellos. A medida que se fueron sucediendo comprendí a mis compañeros porque no me salía hablar, me sumé al largo silencio de todos y esa fue otra forma de comunicarnos, de solidarizarme con lo que cada uno sentía.
Aprendí que este nuevo juego tenía reglas clara y debía conocerlas y aceptarlas. Para empezar, hice un alto en el camino, abandoné muchas tareas y deberes que consideraba importantes en otras situaciones y me enfoqué sólo en lo que pedía la enfermedad, un cuidadoso y dedicado tratamiento. Mis energías, mis pensamientos, mi cabeza sólo se centraron en hacerle frente a ese duro juego que se me presentaba como un reto en el que no sólo yo jugaba sino todos a los que amaba y me amaban.
Debo admitir que nada hubiera sido posible sin el cariño y la compañía de mi familia, lo único a lo que no renuncié, fue lo que me retroalimentó y me fortaleció: mis hijos, mi esposo, mis padres de quienes recibí apoyo y amor incondicional.
Nunca estuve sola, fuimos todos los que llevamos adelante, de una u otra forma esta partida, muchas veces dolorosa pero siempre con la mirada puesta en la meta final.
Recuerdo una parte del juego cruel pero cargado de ternura, cuando mi pequeño hijo de tres años no cesaba de llorar al ver por primera vez mi cabeza sin pelos, suave y brillante. Ante esta imagen yo le guiaba dulcemente su mano para que la recorriera y me reconociera en esta nueva faceta física que me acompañaría por largo tiempo.
Hay algunas enfermedades que no delatan al enfermo si las padecen, pero el tratamiento para el cáncer tiene marcas físicas que te señalan frente a los demás como la palidez y la caída del cabello, signo que puede disimularse, aunque yo decidí ponerme un pañuelo y acompañar a mi familia en momentos importantes de sus vidas. Seleccioné dónde ir y cómo cuidarme por mis frágiles defensas, otra regla clave para que el tratamiento lograra sus efectos.
En cada salida pude sentir y ver la cercanía, el miedo, la lástima, la fuerza y la fe de muchos que me rodeaban. Percibí el temor de la gente al decir “tiene cáncer”, como palabra que designa sufrimiento y muerte, realidades que nadie quiere experimentar.
A mi entorno más querido le tocó familiarizarse con esa palabra, tuvo que hacerla suya para poder aceptar las condiciones que nos proponía diariamente.
Armar un juego en equipo, con una mirada constante en el momento presente y sin perder de vista la meta final, fue la estrategia con la que salí y salimos al encuentro del cáncer de mama, respetando siempre las reglas pero queriendo en todo momento ganar.
Mis tres hijos fueron el motor, el móvil de cada paso que daba. Fueron el norte y la meta siempre presente.
El equipo se puso en acción, las tareas que en lo cotidiano y familiar hacía yo, se repartieron entre mi esposo y mis padres, seres incondicionales movidos sólo por el amor.
Cuando terminé las seis sesiones de quimioterapia, sentí que estaba avanzada en el juego, que lo más desafiante ya había pasado. Quedaba otra movida un poco más leve para mi cuerpo, más no menos necesaria.
Viajé durante dos meses 250 kilómetros diarios en colectivo para realizar la radioterapia. Decidí hacerla sola, ya que era muy significativo que la familia siguiera con su ritmo, mis hijos sus estudios y mi esposo su trabajo. Saber que de a poco íbamos recuperando el equilibrio me reconfortaba y alegraba.
Así, ocho meses duró el juego. Fue una partida inesperada, dura, difícil, cargada de angustias y miedos pero pude llegar al final, llegué a la meta del tratamiento, logré cumplir con las reglas y eso me hizo feliz.
Recuerdo haber tenido destellos de felicidad durante el juego, cuando veía que superaba cada etapa y podía, fortalecida, seguir con la siguiente.
La parte más fuerte del juego finalizó y me vi como una ganadora, me vi otra vez capaz de recuperar la parte de mi vida, de mis proyectos que quedaron necesariamente relegados. Pude seguir adelante, reconquistando esa porción del mundo que me rodeaba y me esperaba.
Ya con mi cabello asomando y ansiosa por volver a mi historia, la que había dejado en suspenso por la enfermedad, me lancé al mundo. Volví a mis trabajos, recibí el cariño de muchos que celebraban el reencuentro y el final feliz de la partida jugada.
A más de diez años de esta parte de mi historia, que no voy a negar, marcó un antes y un después en mi vida, en la que muchas cosas se resignificaron y mis prioridades se midieron a cuentagotas.
A más de diez años de no haber abandonado los controles médicos, que me permiten continuar con pasos más firmes y tranquilos en este nuevo transitar.
A más de diez años de mi cáncer, sigo atenta, vigilante pero tranquila y feliz al comprobar que la vida me dio una nueva oportunidad.
Ahora juego otras partidas, gracias al aporte de muchos que siempre estuvieron a mi lado.
Gracias a todos, hoy puedo afirmar que soy una mujer más en el mundo que conviví con el cáncer, que padecí con el cáncer, que sufrí, lloré, que tuve miedo y que como muchas, pude llevarlo y silenciarlo, aunque no me atrevo a decir a “superarlo”.
Esta es mi voz y deseo ser la voz de muchas mujeres que hoy están transitando esta difícil pero no imposible etapa en sus vidas. Deseo darles un aliento de esperanza en medio del complicado juego que les toca enfrentar. Decirles que sean cautas y estratégicas para mover las piezas de su juego, que no teman, que sean valientes y obedientes a los tratamientos y controles, un sendero seguro que podrá ayudarnos, prevenirnos y por qué no curarnos del cáncer de mamas.