Mareguí
Es probable que lo primero que puede llamar la atención sea el título que me atreví a usar para encabezar esta breve, pero intensa historia de vida. Es que, mi esposo, JE, y yo, MI, ambos, somos pacientes oncológicos. De allí el encabezamiento: unidos por una relación de 49 años de un amor incondicional y unidos, además, en el día a día, contra la enfermedad, pese a la cual procuramos “seguir participando”. La compañía y el aliento para hacerlo son amplios: nuestros médicos, la familia, los amigos y, por qué no, nuestra pasión compartida por el cine, el teatro, el tango (milonga incluida), el fútbol y la profesión.
JE tuvo noticias ciertas de su enfermedad hace cinco años. Y dejo, a partir de aquí, su colon de lado. Yo, desde hace ya 22 años. Y a eso voy.
Todo nació hacia fines de 1996; era diciembre, cuando advertida de la presencia de un lunar en la parte inferior de la pierna derecha que me despertaba sospechas, decidí la consulta con un dermatólogo (en realidad, la primera que me llamó la atención acerca del lunar fue mi hija, G.). Claro, pensando que con una buena crema aplicada con esmero todo iba a pasar como un hecho que no daba ni para la anécdota. Bueno, no fue así: era un melanoma, cuya confirmación, previa cirugía, la brindó el análisis anatomopatológico. Por su grado de desarrollo, el dermatólogo me tranquilizó, informándome que había seguridad total con respecto a la curación del mal. Y yo, por la confianza en el médico, por la falta de experiencia y por el desconocimiento de lo que significaba la enfermedad, le creí. Todavía me repiquetea la frase en el oído: “Ud. está cien por ciento curada”. Tiempo después caería en la cuenta de que más que un ciento por ciento existe la posibilidad de un mil por mil.
Y allí se inició lo que se convertiría en un largo periplo, pero, aclaro, no en forma inmediata. Al mismo tiempo, en el transcurrir de esos primeros años, fui tomando conocimiento, en carne propia, y por la reacción de los médicos no oncólogos, qué significaba decir “melanoma” y qué efectos producía. No abundo en esto. Sigo.
Casi cinco años después, reaparece el melanoma, con un diagnóstico previo errado que demora el tratamiento quirúrgico. Esta nueva manifestación del melanoma es más grave que la primera y el dermatólogo que me aseguraba, hasta ese momento, que su atención bastaba, decide la imprescindible derivación a un médico oncólogo. Obviamente, debió producirse antes, pero lo que no fue, no fue.
A partir de esta “novedad”, por calificarla de alguna manera, el IF y sus médicos se convirtieron en el centro de una actividad que no cesó (ni cesa). Es posible afirmar que el 2 haber conocido al oncólogo clínico y al cirujano que se ocuparon de mí ha hecho que hoy pudiera estar contando esta historia. Los controles fueron más intensos y más seguidos. Y la atención de los dos profesionales a los que me referí, ambos especializados en el tratamiento del melanoma, siempre fue la de amables interlocutores, además de implacables en el seguimiento de mi caso. Me repetían, cuando me veían con la guardia baja, una frase más que alentadora: “No te mates antes de morir”. “Tenemos mucho por hacer”. Eso y el cartel, bien visible, que veía en la entrada del IF: “El cáncer se cura”, me ayudaban a esperanzarme y a no desesperar.
Porque a la lesión inicial y primera intervención, le siguieron ¿cuántas otras intervenciones?; ¿tal vez 12, 13, 14? No sé; perdí la cuenta. Todas originadas en satelitosis del segundo melanoma. En este largo período, y al decir de los médicos, me había convertido casi en una colaboradora, ya que, ante la más leve impresión de la aparición de satelitosis, iba a una consulta inmediata. Y, en general, no solía equivocarme en ese autodiagnóstico.
Durante ese tiempo, vislumbré, un poco dolorosamente, cómo es el trabajo meticuloso del oncólogo; así, y en la búsqueda de una solución que fuera tal vez más efectiva, me sometí a dos perfusiones hipertérmicas. Intervenciones que no eran, por supuesto inocentes: de riesgo, según me informaron, como una cirugía cadiovascular. Y yo fui aprobando cada una de los tratamientos que me proponían, sin dudarlo, porque sentía en mis entrañas que no podía despertarme cada día pensando “tengo cáncer” y que eso me paralizara. Estaba dispuesta a hacer todo lo que el oncólogo me dijera que había que hacer. Ello a pesar de que esas intervenciones, me lo iría diciendo el tiempo, no fueron definitivas para una posible curación. No obstante, habían aliviado el proceso.
Hago aquí, en relación con lo que expreso en el último párrafo, y contando con el permiso de quien lea este texto, una breve derivación. Por aquellos años, la terapeuta que me daba su apoyo inestimable, especializada en pacientes con cáncer, me comentó que otra persona, con la misma dolencia, quería comunicarse conmigo para poder intercambiar experiencias. Por supuesto, accedí de inmediato, y a los pocos días nos reunimos en una confitería y charlamos largamente. Me sorprendió cuando, al mencionarle las perfusiones y la posterior aplicación de I., me dijo que ella no admitiría someterse a esos tratamientos y que, en realidad, estaba por viajar a CH, país en el que habían comenzado con la aplicación de una vacuna que curaba el melanoma. Esperanzada, se lo comenté a mi esposo, quien aceptó la posibilidad del viaje, pero, como el diablo sabe por diablo, pero más sabe por viejo, me agregó que era conveniente, como paso previo, consultarlo con los oncólogos. Fuimos, como siempre ambos, y la respuesta fue sencilla: “MI, si fuera cierto, sería una revolución en el mundo de la ciencia médica, eso por un lado. Por otro, ¿pensás, con el mayor respeto, que en CH pueden ayudar en tu tratamiento con algo muy distinto y superior a lo que hacemos en nuestro país?”. No mucho tiempo después, mi casi nueva amiga me comentó que su tratamiento iba viento en popa. Pero no fue así, y poco más adelante, me enteré de su fallecimiento. Creo que no necesita explicación aclaratoria el por qué me decidí a incluir esta derivación.
En 2008, casi 12 años después de aquel primer percance, el melanoma se anunciaba nuevamente en distintos puntos de la misma pierna. En ese momento (y destaco esta ubicación temporal, porque todos los tratamientos fueron los aconsejables “en ese momento”; no antes, ni después), se hizo necesaria la aplicación de rayos. Aplicación que se repitió dos años después, en 2010, previa extracción de ganglios enfermos, aunque de escasa dimensión.
Para esa fecha, 14 años transcurridos, yo ya había aceptado, como es lógico suponer, que podía vivir con cáncer. Y tenía, para lo que representaba la enfermedad, una más que aceptable calidad de vida. Ya no los días ni los meses, sino los minutos durante los cuales cobraba conciencia de que estaba viva, adquirieron una dimensión que desconocía. Los profesionales me ayudaban; mi familia, mis amigos, todos estaban muy cerca de mí en todo momento. Mi esposo, incansable, estuvo a mi lado en cada entrevista, en cada intervención y, cuando teníamos períodos de “descanso melanómico” se desvivía para “entretenerme” y hacerme vivir intensamente cada instante: viajes, cine, teatro, música, tal como lo señalé al principio. Mi existencia era llevadera; no digo “feliz” porque sería bastardear el término y minimizar lo que representaba la enfermedad. Pero ahí estaba; de pie.
Tal vez, si una mamá lee lo que voy a decir a continuación, va a entender perfectamente qué quiero expresar: cuando apareció la primera manifestación y comprendí, con el tiempo, su gravedad, mi temor era dejar a mis hijos a la deriva y que no iba a poder verlos formar una familia y que, de alguna manera, les diera la contención que yo no iba a poder darles. Pude verlos formar una familia y eso me provocó, y me provoca, una gran felicidad y una profunda paz interior. Soy creyente y agradecí a quien también tenía que agradecerle. Más: alguna vez le comenté a mi terapeuta, en momentos en los que la enfermedad me acosaba, que tampoco iba a conocer a mis nietos. En 2010 ya tenía tres nietos y disfruté, y disfruto, intensamente su presencia.
Hasta 2008, año de mi jubilación, trabajé en un cargo de gestión, en el ámbito docente, y como siempre fui muy pudorosa con mis cuestiones personales, muy poca gente sabía de mi enfermedad. No sé si esta actitud fue acertada o no, pero como las características de ESTE melanoma (persistente) no me impedían, salvo los períodos de internaciones o tratamientos, cumplir acabadamente con mis funciones, no creí necesario hacerlo. No era una negación; era el deseo de seguir viviendo. Creo que, en el fondo, y a modo de reflexión, que la mirada de los demás, en estos casos, puede llegar a incomodar. La rutina 4 del trabajo y la de vida diaria también ayudan.
Entre 2010 y fines de 2016, el melanoma estuvo en retirada o dormido, vaya uno a saber. Aclarando que, durante todo ese tiempo, nunca escuché a uno de los médicos decir “esto ya pasó”. Vamos bien, pero hay que seguir con los controles, ese era el mensaje. Pero no. En noviembre de 2016, la inflamación de un ganglio nos puso nuevamente en alerta, a pesar de que, hasta ese momento, los controles semestrales no mostraban aparición alguna de la enfermedad. Extraído el ganglio y llevados a cabo nuevos y más intensos estudios, eran cinco las lesiones que se manifestaban.
Ante la desazón que esto me produjo, sobre todo después de casi 7 años de silencio, tanto el oncólogo como el cirujano me alentaron diciéndome que, durante esos 7 años habían aparecido tratamientos para el melanoma que podían ayudarme en mi situación. Y que, en muchos casos, la cirugía ya no era la primera opción.
Al ganglio extirpado se lo sometió a un estudio genético molecular que arrojó un resultado muy concreto: BRAF positivo. De inmediato, el oncólogo me comentó y recetó la ingesta de una medicación indicada para el caso. En realidad, dos medicamentos combinados. Comencé a ingerirlos a principios de febrero de 2017. En el PET de mayo, es decir, tres meses después, las lesiones habían remitido. Fue una escena que nunca voy a poder olvidar: el oncólogo recibió los estudios, los analizó detenidamente, leyó los informes, me miró, sonrió y me dijo “MI, esto se llama remisión completa”. Instintivamente, lo tomé del brazo y le pregunté, con ansiedad: “¿Qué está diciéndome?” Y con tranquilidad me contestó: “Vamos a leer el informe juntos”. Y así fue. Obviamente, el tratamiento sigue, junto con los estrictos controles.
Y ya estamos en 2019. Quién iba a convencerme de ello. Han pasado 22 años y sigo por estos andurriales. Sé que el proceso no acaba; pero ni ahora ni antes me sentí resentida con la vida. Me preocupé y me ocupo por llevar adelante la mejor calidad de vida POSIBLE, y trato de derramar esa sensación en quienes me rodean. Eso sí, siempre me sometí a los dictados de los médicos, en quienes confié casi ciegamente; y estos profesionales son parte y causa de mi sobrevivencia. Por ello, siempre recuerdo también otra frase del oncólogo: “Perdurar en el camino de esta enfermedad es muy importante. Siempre es posible subirse a nuevos tratamientos o medicaciones”.
Los amigos me ayudaron; Mi familia, obvio, también: mis hijos y mis nietos estuvieron junto a mí en todo momento. Y mi esposo…vivo por él, y por todo lo que hizo por mí. Bueno, pareciera que, después de 49 años juntos y pese a ello, sigue enamorado, “en la salud y en la enfermedad”. Bienvenido sea.
Por supuesto, y para ir terminando, como era lógico esperarlo, ya que ninguno de los varios tratamientos recibidos se puede calificar de “inocente”, comencé a sufrir algunas consecuencias no deseadas, pero posibles, años más tarde. Por ejemplo, las aplicaciones de rayos de 2010, y que afectaron parte de mis intestinos, provocaron la necesidad de dos intervenciones quirúrgicas (2017 y 2018). Pero eso es otra historia.