Alfonso
Yo era médico en setiembre de 1999. A fines de ese mes me di cuenta, por el cansancio que tenía al final de cada jornada y por el cambio de ritmo evacuatorio de mis intestinos, de que algo andaba mal en ellos.
Muy mal. Mi rutina de trabajo era de diez horas diarias y vivía sumergido en la atención de mis pacientes, reales e imaginarios, haciendo de clínico y de psicólogo al mismo tiempo, haciéndoles “pagar el pato” a mi esposa y a mis cuatro hijos, dos varones los mayores, dos mujeres las menores, del escaso tiempo que me quedaba para ellos.
Intuía que algo no andaba bien en mi intestino grueso y como muchos médicos de un pueblo chico, en la Clínica que compartía con otros cuatro socios, yo atendía mi consultorio la mayor parte del tiempo pero además estaba capacitado en Diagnóstico por Imágenes, Radiología y Ecografías.
Así fue que sin decirle nada a nadie, en los primeros días del mes de diciembre ingerí un medio de contraste y me hice a mi mismo un estudio radiológico que se llama Colon por Ingesta. No me sorprendió el resultado. Confirmó lo que ya sospechaba: una extensa lesión en el Colon Sigmoides que no podía ser otra cosa que la palabra maldita: Cáncer.
Decidí, no decirle a nadie, ni familia ni colegas, lo que me estaba pasando. Creí que era demasiado tarde, que mi destino ya estaba jugado y me sumergí en el trabajo tratando de no pensar en nada de lo que me ocurría. Tontamente había elegido la actitud del avestruz ante el peligro. El 31 de diciembre todo el mundo estaba eufórico por el cambio de siglo, ansioso para ver si las computadoras iban a pasar de 1999 a 2000. En realidad fue una falsa alarma: las PC siguieron como debía ser, marcando las horas y los días. Esa noche brindaba con un pequeño sorbo para no enojar al monstruo que me es-taba comiendo por dentro. Mientras todos, alegres y despreocupados chocaban mi copa y me decían ¡Salud! ¡Por muchos años más! Se me estrujaba el corazón… ¡Si supieran lo que me pasa!
Así llegué a los primeros días de marzo. El domingo 12, a la tarde, empecé a tener fiebre. Mi esposa, asombrada, me preguntó: “Amor…que raro. ¿Qué te pasa?” Llevábamos 33 años de casados y nunca me había visto en cama tiritando de frío. En-tonces simplemente le dije: “Negra, perdoname que no te haya dicho antes, pero…tengo Cáncer de Colon avanzado”
Ardió Troya. Recriminación dolida, con amor y lágrimas, llamado a uno de mis colegas. Internación, suero, antibióticos. El martes me llevaron a la ciudad de Córdoba. Ese viernes me operaron. Desperté con una bolsita para la materia fecal en mi flanco derecho. Me habían extirpado 27 centímetros del Colon, entre el descendente y el Sig-moides. La Anatomía Patológica dio que la neoplasia ocupaba todo el grosor del tubo digestivo e invadía un poco de la grasa que rodea al intestino. Pero no había ganglios tomados. Me dije: no me voy a morir de esto. Dios tiene designios que yo no conozco. Evolucioné sin complicaciones.
Luego de hacerme 35 sesiones de Radioterapia seguí con Quimioterapia semanal durante seis meses. Me la hacía los viernes a la tarde para poder trabajar de lunes a jueves. La bolsita en el flanco fue un duro aprendizaje para mí y para mi esposa. Con mis amigos íntimos bromeaba: “Nadie caga más arriba del culo que yo”
Finalmente me operaron para reconectar el tránsito intestinal el 9 de octubre. Y en enero de 2001 mi oncólogo, sonriendo, ellos que en esa época casi siempre lloraban, me dijo: “Bueno, Doc, póngase las patas de rana y váyase al mar que tanto le gusta”
Siempre sentí que llegué hasta el borde del precipicio y que, por ventura, pude volver sobre mis pasos. Seguí atendiendo durante 12 años mi consultorio hasta que me jubilé. En mi experiencia sé que pude salvar algunas vidas con diagnósticos oportunos. Y a mi trabajo como médico le agregué detalles que aprendí al estar “del otro lado del mostrador”: lo importante que es el tenerle tomada la mano al paciente ansioso, no sólo para tomarle el pulso, sino la mano, con calidez y una palabra amable y tranquilizadora.
Ojalá algún colega joven lea esto y reflexione: no diga Fulano de Tal “hizo” un infarto. Porque Fulano de Tal es un ser humano que no tuvo el infarto porque “quiso” hacerlo. Es más importante averiguar por qué lo padeció. Y si no se puede, dele la mano y apriétasela con calidez. Le aseguro que la medicación potenciará su efecto por las endorfinas que su simple gesto generó.