N.C.Asis
“¿Por qué, de nuevo, a mí?”: me preguntaba una y otra vez tras escuchar las palabras de la médica ecografista que sugería hacer una biopsia ya que la lesión “no se veía muy bien”. ¿Cuántas veces tengo que pasar por esto para entender lo que debo aprender en esta vida? ¿A las cuántas veces puedo rendirme?
Mi cabeza daba vueltas y vueltas. Un torbellino se había desencadenado en mi interior y arrasaba todos mis pensamientos a su paso, con recuerdos, malas experiencias y muchos miedos. Claro que esto no era nuevo para mí, ya había pasado antes por una situación similar, pero después de tantos años me sentía a salvo, y no me esperaba volver a encontrarlo en mi vida.
Es curioso cómo a veces pensamos que las cosas que nos ocurrieron de niños o adolescentes, es como si pertenecieran a una historia que leímos en un libro o vimos en una película. Después de más de 15 años, el dolor permanece dormido, sólo visible a través de las cicatrices del cuerpo, guardado en un cajón que no queremos volver a abrir. Pero, estamos condenados a repetir los errores tantas veces hasta que aprendamos de ellos, y no escuchar al cuerpo es un error que se paga caro…
Cuando tenía tan sólo 11 años me diagnosticaron Sarcoma de Ewing, un tumor que hacía más de un año venía creciendo en mi pierna. En ese momento no sabía por qué, pero la fiebre, el dolor que no me dejaba conciliar el sueño por la noche, el cansancio y la pérdida de peso eran síntomas de alarma de algo que funcionaba mal en mí. Fueron necesarias ocho sesiones de quimioterapia y una cirugía que me obligó a usar un yeso desde la cintura hasta el pie y silla de ruedas para movilizarme a todos lados durante dos años y medio, para hacerme creer que ahí se había terminado todo. Pero no, cuando la fecha en que me prometieron que me quitarían el maldito yeso se acercaba, volvieron los dolores y con ellos mi peor temor: la enfermedad había regresado, y todo había sido en vano. De nuevo quimioterapia, pérdida de cabello, falta de autonomía, internaciones cada vez más prolongadas, infecciones que atentaban contra mi vida, pinchazos a cada hora y una cirugía que me devolvería la posibilidad de caminar, tras una larga rehabilitación. En total mi lucha contra el cáncer ocupó casi cinco años de mi adolescencia, me hizo sentir y vivir diferente que la mayoría de los chicos de mi edad, me generó bronca, impotencia y envidia de la vida de lo que estaban sanos, de las posibilidades que se te acotan en la enfermedad. Sufrí depresión, la tristeza de saber que la vida no justifica tanto sufrimiento, sentí ganas de desaparecer. Mi familia fue el sostén más importante, quienes tomaron las riendas de mi tratamiento cuando yo no tenía más fuerzas para continuar. Mis amigos me contagiaron deseos de seguir viva. Los libros me hablaban de héroes y heroínas que me inspiraban a superar mi propia lucha. La fe fue el motor que me impulsó cuando mi voluntad no quería seguir.
Al terminar, me sentía una superviviente. Feliz de disfrutar la salud y de tantas cosas que se me habían negado durante mucho tiempo, quise olvidar rápidamente y dejar atrás un pasado doloroso para recuperar una vida “normal”. Inspirada en todo lo vivido, me propuse estudiar Medicina, para tratar a los pacientes cómo me hubiese gustado que me trataran a mí, y para no volver a estar en el rol del paciente-pasivo que nada entiende, nada decide…
Durante años me dediqué exclusivamente a formarme como médica y a disfrutar de las posibilidades que te da la salud. Hacer amigos, caminar hacia donde quieras, practicar deporte, bailar hasta agotarte, comer a gusto y placer, visitar lugares soñados, conocer el amor de tu vida. Luego, por las exigencias del sistema de formación de residencias médicas muchas de esas actividades se limitaron. Decidí especializarme en Pediatría, quizás motivada por esa niña asustada, dolorida y triste que alguna vez fui. Quizás al ayudar a otros niños, me ayudara a sanar heridas que aún dolían al tocarlas.
Después de cuatro años intensos de dedicarme exclusivamente al trabajo, pasando jornadas de más de 32 horas sin dormir, alimentándome con aquello que me ofreciera mayor cantidad de calorías y placer a cambio del menor tiempo y dedicación para obtenerlo, estudiando y durmiendo en el poco tiempo que pasaba en mi casa, dejando de lado el deporte, los amigos y la vida social y viviendo todo tipo de situaciones estresantes que excedían mi capacidad de adaptación, concluí mi etapa de formación. Ante la perspectiva de no conseguir un trabajo mejor, acepté sin pensarlo el cargo de jefe de residentes que me ofrecían por el buen desempeño realizado en esos años. Éste era un cargo soñado para cualquier médico que coronaba como premio al esfuerzo realizado en la residencia, pero al comenzar me di cuenta que no era soñado para mí.
Después de años de postergar la atención de mis necesidades emocionales y corporales por el trabajo y el estudio, había esperado el final de la etapa de residencia para volver a enfocarme en mí y en restaurar el equilibrio perdido. Hacía mucho tiempo que no me hacía chequeos médicos, ni me preocupaba por mantener un estilo de vida saludable ni por liberarme del estrés emocional. Pero toda la expectativa de hacerlo en ese momento quedó truncada por la sobrecarga de nuevas demandas laborales. El trabajo requería mayor responsabilidad y dedicación, y mis límites entre vida laboral y personal se desdibujaron aún más, llegando a invadir toda mi atención.
En ese momento yo no lo sabía, pero se estaba formando el terreno propicio para que el cáncer volviera a crecer. El estrés mantenía mi cuerpo en alarma constante, mi sueño y alimentación se deterioraban cada día más, mi estabilidad emocional pendía de un hilo cada vez más débil. Empecé a temer por mi salud, por lo que decidí comenzar con terapia psicológica, y para ello elegí a A.P., a quien conocí en un taller de apoyo a residentes médicos. Mi solicitud era clara, necesitaba que me ayude a aliviar mi malestar emocional para poder realizar mejor mi trabajo, aguantar un año más esta situación para poder cumplir con lo que se esperaba de mí. Pero su respuesta no era lo que yo esperaba, ella no quería ayudarme a sobrevivir un año más en esas condiciones, sino que recuperara el equilibrio para estar bien en ese momento, cueste lo que cueste. Me planteó la posibilidad de renunciar al trabajo ya que básicamente era el origen del problema, pero me negué rotundamente. Me ofreció como alternativa pedir unos días libres, una licencia por salud o una reducción de horarios o funciones, pero mi autoexigencia y responsabilidad me obligaban a rechazarlas. “Te vas a enfermar si seguís así”, me decía… A la pregunta de cuál sería el único motivo válido para faltar al trabajo, yo le decía “sólo si me enfermera”. Lo pedís, lo tenés.
El primero en darse cuenta fue mi novio. “Tenés algo duro ahí”. Quizás venía creciendo y yo no lo quería percibir. Pero ahí estaba, una pelotita dura en el cuadrante externo de la mama izquierda. Me preocupé, pero mi mente optimista me decía que por la edad seguro era un quiste benigno.
“Te lo vas a tener que biopsiar porque esto no se ve muy bien”, me dijo la ecografista, desconociendo que con esa frase desataba todos los miedos guardados un rincón de mi mente. Y allí empecé de nuevo: análisis, médicos que no me daban mucha esperanza que sea algo benigno, radiografías, más pinchazos, biopsia, medicamentos, estudios.
Dicen que el cuerpo primero susurra, luego te habla y al final, te grita para que lo escuches. Y allí estaba gritándome que debía enfocar mi atención de nuevo en mí, que debía dejar de querer complacer a todos los demás y mirar y escuchar mis necesidades. Después de tantos años de castigarlo con malos hábitos, poco descanso, estrés emocional y desinterés por su cuidado, estaba haciéndose notar. La decisión allí fue fácil, abandoné todo lo demás para dedicarme a la tarea de sanar.
Pero esta vez quería que fuese diferente. Cuando era niña las decisiones de mi tratamiento estaban a cargo de mis médicos y de mis padres, yo sólo ponía el cuerpo para que hagan lo que tenían que hacer para salvarme la pierna y la vida. No quería volver a ponerme en ese rol pasivo. Decidí que, así como fui responsable por perder mi salud, era mi obligación recuperarla.
Conociendo de antemano que los efectos de la quimioterapia suelen ser peores que los de la propia enfermedad decidí comenzar a revisar mi alimentación. Era sumamente necesario extremar las precauciones en cuanto a higiene y seguridad de los alimentos ya que las defensas suelen bajar. Así también decidir comer más conscientemente, incorporando mayor cantidad de frutas y verduras, base de las dietas alcalinas (conocida por tener beneficios contra el cáncer) y proveedoras de antioxidantes, disminuí el consumo de productos ricos en grasas y azúcares simples, y los cambié por alimentos con mucha fibra. Decidí incorporar la actividad física en mi hábito cotidiano, con al menos 45 minutos de caminata diaria. Mi peso se había descontrolado en los últimos años, y parte importante de restaurar el equilibrio en salud era mejorar el estado nutricional.
Ante la perspectiva del diagnóstico y del tratamiento que tenía por delante, que incluía al menos cinco años de medicación por boca para disminuir el efecto de mis hormonas en el crecimiento del cáncer, mi sueño de convertirme en madre sufrió un duro revés. Había programado durante años que, una vez finalizada mi formación como médica pediatra, me dedicaría a formar la familia que siempre había soñado.
Había olvidado que uno no puede planificar la vida como si sólo dependiera de nuestra voluntad, que ésta no es una autopista recientemente asfaltada un domingo en la madrugada, sino más bien un mar, cuyas aguas se agitan o calman según la intensidad de los vientos, cuya fuerza nos arrastra en la dirección menos pensada. En ese momento mi mar estaba revuelto, fuertes olas me arrastraban de un lado a otro, me hundían y no me dejaban salir a flote, me desorientaba, me asfixiaba. Intentar resistirme a la corriente, no sólo era un acto inútil, sino también suicida. La clave era dejarme fluir, buscar la superficie flotando suavemente, no desesperarme, intentar respirar en los momentos en los que estaba arriba, juntar todo el aire posible de los buenos momentos y guardarlo cuando me volvía a hundir.
Por eso decidí que, aunque no pudiera controlar si mi tratamiento iba a funcionar o no, podía asegurarme la chance de ser madre en un futuro. Si seguía con vida, no dejaría que el cáncer me quitara eso. Antes de comenzar con la quimioterapia, la cuál podría afectar mi fertilidad, realicé un tratamiento para extraer y preservar óvulos, que podría utilizar en unos cuántos años si el método tradicional fallaba.
Otra de mis mayores preocupaciones era volver a sufrir la caída del cabello que, aunque era el menor de mis males, era tal vez es más visible a los ojos de los demás. De chica había sufrido la mirada victimizadora de aquellos que sienten lástima por personas con cáncer, corrijo, sólo por los que pierden el pelo. Aunque goces de buena salud, hayas terminado el tratamiento y te sientas rebosante de energía, la calvicie te debilita a los ojos de la sociedad, y te convences a vos mismo que seguís enfermo. La automirada te define, te asigna un rol, te empodera o debilita. Verte a vos mismo pálida, ojerosa y pelada, inconscientemente te pone en el rol de paciente oncológico.
Ante el miedo de volverme a enfrentar con esa versión poco agraciada de mí misma, comencé a investigar sobre diferentes tratamientos para disminuir la caída del cabello con la quimioterapia. Desafortunadamente, en más de quince años que pasaron desde mi último tratamiento no se habían desarrollado muchas soluciones, quizás por el poco valor de lo estético sobre la supervivencia en esta enfermedad. Pero una técnica, poco difundida y reconocida, más recomendada por pacientes que por profesionales, prometía buenos resultados. El método consistía en enfríar la cabeza durante la administración de las drogas, para vasocontraer los capilares del cuero cabelludo y disminuir la llegada de los químicos al folículo piloso. En otros países ya se utilizaba un aparato parecido a un aire acondicionado portátil provisto de un casco que enfriaba la cabeza, pero en Argentina eso estaba lejos de llegar aún. También se conseguían unos cascos de gel que se congelaban con el mismo fin, pero la logística para importarlos era cara y compleja.
Cuando pensé que no iba a tener otra opción que rendirme, conocí a una ex paciente que había diseñado unos gorros uniendo geles de diferente tamaño y enseñaba cómo armarlos y usarlos. Ingenio argentino en su máxima expresión. Feliz de poder hacer algo por mí que me ayudara a pasar mejor el tratamiento, puse manos a la obra, y con ayuda de mi familia armé los gorros en los que ponía toda la fe en que iban a funcionar.
Confieso que al comienzo los médicos y enfermeros que me atendían pensaron que era una locura, una técnica destinada al fracaso, una promesa falaz de tantas que abundan hoy en día, que sólo serviría como efecto placebo o para darme una falsa sensación de que podía controlar los efectos del tratamiento. Cada sesión de quimioterapia era un espectáculo digno de ver, yo con un kilo y medio de gel congelado en la cabeza, cronometrando con reloj y alarma el momento exacto en que debía cambiarlo por uno más frío, mis padres yendo y viniendo por la clínica con una conservadora en los brazos. Éramos un grupo de locos, diciéndole al cáncer que aceptábamos la partida pero que íbamos a jugar con nuestras propias reglas. A medida que pasaban los ciclos, y me veían con la cabellera intacta, se interesaban cada vez más en la técnica y en su forma de aplicación. Actualmente me recomiendan a sus nuevos pacientes, quienes me llaman interesados en repetir el método, ilusionados por poder hacer algo por sí mismos y no dejar que el cáncer te quite hasta la autoestima. En tu cara cáncer.
Hasta ahí me había ocupado de empoderarme para poder enfrentarme al cáncer y a su tratamiento médico, buscando controlar el estado de salud de mi cuerpo para que esté mejor nutrido, descansado y más fuerte y había buscado alternativas para disminuir el impacto en mi autoestima y en mis planes de maternidad en el futuro. Pero faltaba lo más importante, tenía que trabajar con las emociones que me habían llevado a enfermar. Consideraba que el culpable de gran parte de mi enfermedad era el estrés crónico, considerando a éste como un desequilibrio entre las demandas (externas e internas, reales o las que sentís sólo en tu cabeza) y los recursos propios (físicos, mentales y emocionales) que tenés para responderlas. Por años había intentado hacer más cosas de las que mi cabeza y mis manos podían, había castigado a mi cuerpo para que trabajara más allá de su capacidad física, había intentado complacer a todo el mundo pese a tener que hacer cosas que no deseaba, había convivido con preocupaciones y miedos que me mantenían continuamente en alerta, había jugado carreras que no ganaba nunca contra la tiranía del reloj. Creía que con vacacionar quince días al año y disfrutar algunos fines de semana libres, mi cuerpo y mi mente agotadas recuperaban energías suficientes para continuar con ese estilo de vida. Lo que no sabía es que, para poder enfrentar tanta exigencia, mi cuerpo estaba dejando de ejercer funciones vitales, como la del sistema inmune.
Éste trabaja continuamente detectando no sólo el ingreso de virus, bacterias y cuerpos extraños que pueden enfermarnos o lastimarnos, sino que también controlan los procesos internos de crecimiento y multiplicación de las células. Sería como el supervisor de calidad de una fábrica que controla cuando un proceso o producto tiene desperfectos para corregirlos y solucionarlos. En el caso del cáncer, el cuál se produce cuando una célula altera su ADN y comienza a reproducirse sin control, sin ningún límite ni regulación, invadiendo tejidos y órganos sanos, éste crece cuando al sistema inmune se “le pasa” ese error, y no actúa para eliminar a esas células que se salieron de control. De hecho, en nuestro cuerpo en este momento, miles de células están “cancerizando” empezando a multiplicarse descontroladamente, pero como nuestro sistema inmune funciona adecuadamente las elimina sin llegar a formarse una enfermedad. Por lo tanto, nuestro sistema inmune es el encargado de detectar cuando el cáncer empieza a crecer y poner en juego todos sus elementos para detenerlo.
En mi caso, el estrés crónico estaba dificultando el trabajo de mi sistema inmune, porque todos los recursos que mi cuerpo necesitaba estaban siendo utilizados para enfrentar otras demandas. Así, sin ser percibido y detenido, un grupo de células se rebeló y comenzaron a crecer desordenadamente en mi pecho. Cuando fui consciente de eso, mi cuerpo y su sistema de defensa ya no podía eliminarlo por sí solos, pero sí podían ayudar a detener su crecimiento y de paso, mejorar la tolerancia y disminuir los riesgos del tratamiento que iba a realizar. Por lo tanto, fortalecer el sistema inmune era vital para poder enfrentarme a la enfermedad.
Para ello, lo más importante era bajar el nivel de exigencias y preocupaciones para darle un poco de descanso al cuerpo y la mente. Fundamental fue pedir licencia en el trabajo para disponer del descanso suficiente y enfocar la cabeza en lo realmente importante. Dormir bien, alimentarse sanamente y ejercitar el cuerpo con regularidad eran necesarios para fortalecer el cuerpo. Pero manejar las emociones y controlar los miedos y la angustia no eran tan fáciles como seguir un plan alimentario o de ejercicios. Para empezar, contar con la ayuda de mi psicóloga era el primer paso para trabajar las emociones que me habían enfermado y las que no me ayudaban a sanar. Empezar a entender qué me llevaba a preferir enfermarme antes que aceptar que no soy omnipotente, que puedo no querer o no poder realizar algo que se espera de mí, que no puedo buscar la perfección en todo lo que hago, que las expectativas de los demás dependen de ellos y no de lo que uno haga o deje de hacer, que decir no está bien, que no poder no me hace menos ni peor persona. Aceptarme con mis limitaciones y defectos, aceptar ayuda cuando sola no puedo, que sentirme débil no me hace más vulnerable, sólo más humana.
Una de las cosas más difíciles es intentar no pensar en nada, porque con el sólo hecho de pensar que querés dejar de pensar, ya estás pensando en algo. Cuánto más intentas dejar tu mente en blanco, los pensamientos se desesperan por permanecer y luchan por no irse de tu cabeza. Por más que intentaba bajar el nivel de preocupaciones y descansar, los miedos me ensordecían, ocupaban mi mente continuamente. Para eso fue necesario buscar una técnica para disminuir el estrés mental que me ayudara a manejar mejor mi mente apabullada. Decidí que el reiki era una buena opción, y descubrí el beneficio de meditar como forma de canalizar esos miedos y pensamientos para convertirlos en energía vital y positiva que me ayudara a sanar. Sorprendida ante algo que mi mente científica no podía explicar, veía como podía detener una diarrea con el sólo hecho de hablarle mentalmente a mis órganos o que tan bien había respondido el tumor al tratamiento, desapareciendo por completo antes de la cirugía, con muchos menos efectos adversos de los que esperaba. Sabía que la ciencia con sus drogas era la gran responsable de mi curación, pero no explicaba porque a mí me funcionaba tan bien, mientras la respuesta no era igual en todos los pacientes que realizaban el mismo tratamiento.
Así pasé un largo año de tratamiento, con quimioterapia, cirugía y radioterapia incluidas. Miento si digo que fue un tiempo soñado, pero mi cuerpo y mi mente estaban más fuertes que cuando había hecho los tratamientos anteriores, y el cambio de actitud fue decisivo a la hora de enfrentarlo. Esta vez, en vez de sentirme como un cuerpo sin fuerzas arrastrado por un mar embravecido en medio de una tormenta, estaba sobre un barco, a cargo del timón, guiada por mis médicos que eran los responsables de las cartas de navegación, por mis terapeutas que eran las estrellas que me iluminaban el rumbo y acompañada por una tripulación de familiares y amigos que me motivaban a no abandonar y me ayudaban cuando las fuerzas no me alcanzaban, El barco estaba siendo castigado por olas fuertes, por momentos el casco se dañaba, un mástil se quebraba o una vela se rasgaba. El océano es implacable, pero la fuerza del espíritu lo es aún más y pude llegar a puerto sana y salva. Hoy, después de seis meses de concluido el tratamiento, continuo a cargo de mi barco.
Durante años actué como si sólo la meta importara, el éxito, la productividad, la concreción de proyectos; el tener y hacer, por encima del ser. Mi cuerpo era sólo una herramienta para lograr esos objetivos y también una limitación. Ignoré sus reclamos y sus pedidos de ayuda, lo exigí al máximo de su capacidad sin darle el descanso suficiente para recuperarse. Hasta que un día, mi cuerpo me gritó, me obligó a frenar y mirarlo, a ocuparme de él. Fue necesario volver a enfermar para empezar a recuperar el equilibrio que se había roto. Siempre había creído que el cáncer había sido mi enemigo que me impidió tener una adolescencia normal, el que me quitó muchas posibilidades y la fuente de todos mis miedos. Pero esta vez pude entender que el cáncer no era un invasor que me estaba volviendo a atacar y me obligaba a luchar contra él. Comprendí que era una lamentable consecuencia del desequilibrio al que había llegado y una respuesta de mis propias células para obligarme a cambiar el rumbo de mis conductas. Cambió mi objetivo, ya no luchaba para vencer el cáncer y retornar a mi vida normal, sino peleaba por recuperar la salud, el equilibrio perdido y modificar los malos hábitos que me había llevado a enfermar para, ojalá, nunca más volver a convivir con él.
Por todo esto, no puedo decir que el cáncer y yo seamos buenos amigos. Más bien es un viejo conocido, que alguna vez odié y temí mucho, pero al que hoy agradezco por haberme ayudado a aprender a cuidarme mejor para nunca más volver a verlo en mi vida.