Tanita
Era muy niña; las luces del lugar me encandilaban, lloraba y mi madre me tenía en brazos. El médico me alzó, podía ver la punta de mis piernas flacuchas; miré con desesperación a mis padres; me retiraban de la sala para entrar al quirófano; entré en un sueño maravilloso.
Los árboles gigantes tenían piernas y danzaban conmigo esas danzas que yo bailaba en el patio de casa, las hojas caían por el movimiento que los troncos hacían para seguir esa música que sonaba a vals. Volaba con ropas blancas y repentinamente despierto en una sala, sobre una cama de la clínica donde me habían llevado.
Me había despertado y con naturalidad de niña pregunté: ¿cuándo nos vamos a casa? Mi madre me acarició, mi padre me miraba sin poder creer que con tan sólo cuatro años su hija ya había entrado a un quirófano. El médico explicó que no había encontrado nada, que había investigado todo mi intestino; que quizás el pólipo no estaba, había desaparecido. Fue un episodio que hasta hoy recuerdo por lo incómodo y doloroso de los estudios previos a la intervención.
Mi niñez fue normal desde el punto de vista de mi salud, a veces había sangre en mis deposiciones pero ya los médicos habían estudiado todo. En ese momento en las clínicas y algunos médicos en los que mi padre y madre habían confiado, habían descartado toda enfermedad. Así pasaron 40 años.
A fines del año 2000 una tarde de noviembre me entero en un consultorio que el estudio de colon no había dado bien; el gastroenterólogo que conocí una semana antes fue quien lo ordenó. MI primer consulta con él fue para saber si era normal el sangrado que notaba en mis deposiciones.
Este médico expresó preocupación ante los resultados del primer estudio que indicó y en la segunda consulta antes de entrar, sospeché algo. Había leído el informe. Entregué el sobre al médico y al finalizar su lectura noté que él se puso nervioso, me dijo que debía consultar al cirujano; no quiso esperar a la próxima consulta. Salió de su oficina y me contactó con el profesional que estaba en otro consultorio. Este médico, de quien no recuerdo el nombre, fue mi primer ángel guardián, no dejó que me fuera sin asegurarse mi consulta con el cirujano.
Estas situaciones inexplicables nos aparecen en la vida y cuando las miramos desde otra perspectiva, ya pasado unos cuantos años; nos preguntamos por qué ese médico se preocupó tanto; yo era una paciente que lo veía por primera vez. Podría haber postergado la consulta y demás estudios pero los solicitó con urgencia. Tuve suerte.
Quedamos con mi marido en el consultorio que el mismo médico gestionó; sin turno, en la misma clínica el mismo día. Me entero en ese momento que tenía cáncer de colon. Aparecieron todos los fantasmas que la palabra “cáncer” despierta y también aparecieron por primera vez en mi vida la dedicación, investigación y el esfuerzo de tantos investigadores en este tema. Agradezco a ellos estar viva. También debo decir que pude observar -a partir de ese momento de mi vida- una rutina o mecanización de las prácticas preventivas o de control en las áreas de la medicina que-a veces- agobia.
Un paciente con cáncer: esa era yo; arrastrada por la prevención médica y la burocracia que intentan paliar esta enfermedad; en ellas distingo a los médicos y algunas personas en el área de salud que saben lo que esta palabra significa y las emociones que entran en juego.
Prosiguiendo con mi historia; me despido del gastroenterólogo agradeciendo las urgentes gestiones que realizó sin conocerme y con diagnóstico en mano quedamos frente al cirujano, un hombre joven a quien también le debo la vida. Sus palabras fueron muy claras. Aún siento el escalofrío que invadió mi cuerpo mientras miraba a Pedro-mi marido-. El médico se expresó sin vueltas y sus palabras se grabaron en mi memoria; habiendo pasado diez años siguen jugando con mis recuerdos entremezclados con las emociones y anécdotas que se despiertan cada vez que pienso en el tema.
“Usted tiene un tumor en el colón ascendente, un cáncer; hay que operar inmediatamente. Es una intervención sencilla, cortamos “acá y acá”… y la lapicera dibujaba un intestino (el mío) sobre un papel grande blanco. Siguiendo con su clase magistral continuó diciendo:
“si veo algo en hígado cortamos un pedazo. El médico nos miró , respiró, pensó y dijo “no hay problema… el hígado puede cortarse, el problema es que “Ud. Señora -en ese caso – va a tener que estar en terapia intensiva 3 a 4 días y necesitaremos varios dadores de sangre”.
La síntesis del protocolo que expresó el médico, en respuesta al diagnóstico, fue impecable; no nos dio tiempo a pensar mucho. La consulta duró sólo veinte minutos; me sentí sorprendida, luego atormentada y por fin triste, muy triste. Salimos de la clínica con tareas administrativas a cumplir para que el próximo lunes (ese día era un miércoles) me operaran. Pedro debía correr con trámites y yo concentrarme para que todo saliera bien. El cirujano me pidió “la quiero tranquila” para operarla. Desde ese día tomo tranquilizantes.
Mi marido me miró y actuamos lo más racionalmente posible; qué diríamos a los chicos, a mi madre –delicada de salud-. Decidimos hablar de un nódulo en el intestino que había que sacar. Cambiamos las palabras y las situaciones también cambian. Mis hijos y mi madre no dimensionaron la gravedad del asunto. Agradecí y confié en mis médicos. Decidimos con mi marido poner todo al alcance de sus conocimientos para que con suerte no cortaran ese pedazo de hígado que yo rogaba que fuera lo más finito posible. O no lo cortaran. Recé. Recé mucho.
Las miradas se cruzaban escondiendo el dolor en lo incierto; los días previos resultaron una etapa de preparación para la batalla blanca en el quirófano; sabía que tenía fuerzas para derribar el fantasma que el médico se había esmerado en desnudar ante mí. Pensé mucho en mis hijos y mi madre; dejé que vivieran tranquilos hasta que lo supieran luego de mi operación.
Es una cuestión de impacto emocional; la palabra CANCER significa muerte para muchos; en realidad todos los días trato de encontrarle otro significado: lucha, oportunidad, prevención, cuidados, controles, esperanza, espera, paciencia, disciplina. En este momento estoy convencida de no padecer la enfermedad sino de ser “paciente” de controlarme para que los médicos actúen si hay algún vestigio.
También sé que los protocolos médicos –en estos casos- son pruebas que debo pasar para que la ciencia avance y otros puedan “zafar” como yo lo estoy haciendo hace dieciocho años. Pero en las largas tardes de sala de espera o infinitas y fragmentadas llamadas a centrales de turno puedo observar la rutina y construcción de la consulta cuando el padecimiento no es urgente, es decir sólo control o prevención. Es en ese lapso de tiempo es en el que recupero el verdadero significado de la palabra “paciente”.
El poder de las palabras me sorprende y en esos días eran las palabras de los míos, el remanso en el que me adormecía. Mis fuerzas, mis pensamientos eran palabras en oración, palabras escritas o leídas en algún papel o libro, en cartas, en recuerdos.
Llegó el día de la internación, mi médico clínico de la “vieja escuela” me internó dos días antes, para vaciar todo el intestino; eso para nosotros es utilizar el baño las veces que fuera necesario: cada tres horas; luego el segundo día llegaron los residentes a realizar un corte en el cuello para canalizar; el clínico me avisó dos segundos antes y dijo: -Esto que vamos a hacer es para que no se “ infiltre”-. Accedí, aunque no era un pedido de autorización era un aviso. Me entregué. Entraron cinco jóvenes médicos y estuvieron un buen rato haciendo sus cosas. No me dolió, a partir de ese momento el suero “entraba” por mi cuello…o un poquito mas abajo.
A las 8 de la mañana del otro día me llevaron a la sala de cirugía. Me despedí de Pedro, las ruedas de la camilla fueron lo único que intenté escuchar para entregarme en brazos de alguien-quizás de mi padre, de Dios; del médico quien tenía,en ese momento, mi vida en sus manos.
Imposible explicar la serenidad que mantuve hasta que me dormí. Entró el cirujano me saludó cariñosamente y se esmeró en comprobar que estuviera tranquila. Escuché los ruidos del instrumental que utilizarían. Hablé con el anestesista .Después se cortó todo.
Cuando desperté estaba en la habitación llena de caricias que no podían ser palabras… sino afecto y emociones, estaba contenta , entreabría los ojos a pesar de los dolores agudos que sentía, la sala donde estaba era una habitación de la clínica; no parecía terapia intensiva así que pensé :”mi hígado aún está entero: buen indicio”.
Fueron largos los siete días de recuperación en la clínica; el alta llegó junto a los resultados de la anatomía patológica que debía llevar a la oncóloga para el tratamiento de quimioterapia, según lo hablado con el cirujano y el medico clínico que me atendían.
La enfermera me lo entregó para la oncóloga; lo abrí, estaba con una amiga ; tratábamos de hacer un curso acelerado de anatomía patológica para descifrar lo que decía pero era imposible. Nos miramos y concluímos : ¿todo eso sacaron? Quedamos con más dudas que antes de abrir el sobre.
Llegué a casa se aproximaban las fiestas de fin de año. Saqué turno con la oncóloga. Nos recibió en sobre turno y leyó atentamente el informe en cuestión; tuvo que consultar un término con el anátomopatólogo y dijo: “Después que hable con él le aviso si hacemos quimioterapia” Me apresuré a preguntar cuando tendríamos la respuesta. Era viernes por la tarde… Debíamos esperar hasta el lunes a la tarde; cuando ella llegara al consultorio…Fin de semana: con mi primera experiencia de “paciente espera ”
A veces me he preguntado como vive el “no paciente” estas esperas… porque si no sos paciente debes esperar, y pasan los días y siempre asoma la duda en cada amanecer, en cada anochecer. Esta vez zafé; tuve mucha suerte con este tema; no debía realizar el tratamiento de quimioterapia sino estrictos controles durante diez años -al menos-. Habían realizado un corte casi total de colon; y al decir de la Oncóloga con lo que habían extirpado estaba relativamente sana.
Fue la gran noticia; lo festejé con mi familia y pasé tres meses de esmerados cuidados en una casa en las sierras que mi hermano se ocupó en conseguir. La dieta ocupó el centro de la atención familiar ese verano: Arroz y carne,agua, té, leche deslactosada ,tostadas y mermelada ; nada más. Todo lo que comía pasaba directo al baño. Me acostumbré, sabía y confiaba que sanaría y que todos mis órganos se acomodarían. La oncóloga supo explicarme que un tramo del intestino delgado se “colonizaría”. Así fue.
Para una persona como yo que disfruta del buen vino y la buena mesa no fue fácil; sin embargo la voluntad se fortalece y fui paciente hasta que la oncóloga leyó los controles a los seis meses y me dijo: “Ud. está sana deberá hacer exámenes periódicos pero ya no padece cáncer”. De todos modos los controles se ampliarían a controles ginecológicos exhaustivos y tórax.
En enero del 2000 comenzó otra historia en mi vida; me sentí cuidada por todos; y sentí que la vida me regalaba todos los días ese sol, las nubes, la lluvia, las lágrimas, los recuerdos, la gente, el mundo, siempre había un regalo esperando al final del día; era otro día más viva y sana.
Todos y todo tomaron significados diferentes a partir de esta experiencia; la espera cuidadosa de los controles sistemáticos cada seis meses para saber si no había alguna metástasis en otro órgano eran pequeñas batallas que vencía con los resultados en la mano que la médica oncóloga leía pacientemente y al fin me renovaba el pasaporte para entrar a una nueva etapa.
Las batallas luego, se libraban en escritorios, oficinas, en mi dormitorio; había muchos lugares que fueron testigos de la espera ; algunas veces íntimos, a veces públicos. En los escritorios de los médicos la lucha comenzaba con la entrega de los estudios –aquellos sobres grandes-que los médicos ponían sobre la luz para ver con atención; toda mi vida dependía -en aquellos instantes- de la palabra del médico, de su mirada, de sus conocimientos..
Noviembre y Julio de cada año: el mismo ritual: Tomografía doble contraste, colonoscopia, laboratorio, mamografías, punciones de mama, radiografías. Cumplí con todos y tanto se investiga que aparecieron algunos hallazgos: quistes en riñón, anemia, nódulos en mama. Finalmente todo bajo control. La oncóloga que me atendía me explicaba todo. Eso tranquilizaba. Fue cansador, Recibir sobres que yo abría cada vez que me los entregaban, después me arrepentía pues a veces malinterpretaba una palabra y aparecían nuevamente los fantasmas . Lo bueno de esta historia en mi vida es que pude separar la vida cotidiana, mi familia y mi trabajo de estos controles; entonces el nivel de locura y ansiedad llegaba con el período del control y luego desaparecía.
Pero mi historia de paciente no termina allí, llegó el 2008 y mi hija me pidió acompañarla a su consulta con un endocrinólogo-amigo de la familia- mientras le contábamos los antecedentes familiares de las afecciones de tiroides-en especial de mi madre- ; el médico se me acerca y palpa mi cuello; decide enviarnos a ambas a realizar unos estudios. En una semana nos dieron los resultados: mi hija debía operarse y yo debía realizarme urgente una punción de tiroides. El resultado fue; yo tenía cáncer de tiroides: Unico órgano que no controló nadie en los ocho años que habían pasado.
MI diagnóstico fue complicado; tenía un tumor invasivo de tiroides; también decidí la operación en una semana. Todo se repitió; la cirugía, las palabras de mi marido, mis hijos , mis amigos y desde entonces superé el día a día sorprendida por los regalos que me hacía la vida por esos tiempos: mis nietos ; esos ojos curiosos que demandaban todo en un abrazo y la sonrisa ingenua que me regalaban cada vez que los veía.
Con mucha paciencia me someto a todos los controles que ordenan los médicos; entonces espero julio para “control tiroides” y octubre para control de colon (o lo que resta de mi colon). Ahora colon: una vez al año. Eso no quita el restricto control ginecológico, radiografías y laboratorios que mi médico clínico ordena.
Ser paciente es lo que aprendí en esta vida que me tocó vivir y ella es la que una vez más me hizo saber que mi cuerpo podía volver a tener cáncer. Descubrí entonces lo que tiene que ver con las hormonas y el control de esta enfermedad. Fue complicado y traumático aceptar ese control esta vez.
Los controles de colon son más rápidos, limpias las cañerías, no comes y listo. Pero lo hormonal: Es un verdadero despropósito. La glándula tiroides parece un órgano chico y sin mucha importancia pero cuando la sacan y después te dan con el diagnóstico de tumor invasivo con ciertas características de papilar y folicular (según biopsia que leí, apenas recibida) es complicado convivir con estos estudios y monitoreos.
Los controles de tiroides y los tratamientos de prevención tienen que ver con la suspensión de la hormona. Cuando me operaron, quedé muy bien. El endocrinólogo que descubrió el tumor era un conocido de la familia y preguntaba insistentemente:- ¿Estás bien?- Yo contestaba: -Sí me siento muy bien-. Pero después comprendí que debía sentirme cansada, hinchada, desganada para así proceder con el estudio que por protocolo se indica: el famoso “Barrido”.
Si habían sacado tiroides, no debía haber ni una célula tiroidea dando vueltas pero siempre quedan algunas células; entonces por prevención yo “el paciente” debo bajar la hormona y “deben matar” esas células. ¿con qué? Con iodo radioactivo. ¡Otro capítulo!
Llega mi turno y me dirijo al lugar donde me derivan. Esa vez bajaran la hormona con un inyectable. Será más rápido el proceso. No sé cómo es el tratamiento, no pregunto…en estos casos ya sé, mejor no preguntar. Las secretarias entregan un procedimiento con instrucciones y horarios a cumplir y me entrego mansamente. No parezco yo. Ante estas situaciones me paralizo y obedezco. Llego al laboratorio, el médico me habla, me hace preguntas de episodios que reconozco lejanos. No me acuerdo; prefiere no acordarme; intento ayudar con fechas pero no puedo. Ya me habían aplicado el Iodo cinco veces. No recuerdo las fechas. No recuerdo la cantidad de Iodo que tomé otras veces. ¿Porqué no me pidieron esos registros?…Pienso. Los tengo a todos archivados.
Me inyectan un medicamento nuevo y dan pocas recomendaciones. “Se va a sentir cansada. Vida normal” dice el médico. Intento la vida normal pero lo normal no es mi normalidad. Me canso, deseo estar bien. Cada vez más cansada; mi refugio es un tejido olvidado. Me quedo quieta. No quiero pensar pero acuden los fantasmas de épocas pasadas.
Regreso a la sala de espera en la que la rutina de los que trabajan en ese lugar no se altera. La llaman, otra médica me inyecta la otra dosis. Pocas recomendaciones. Ya no pregunto. Debo esperar con paciencia. Pienso y releo las instrucciones. Al otro día toca laboratorio y acordar con el médico el horario del estudio. El estudio es el barrido (BCT)
El médico se acerca con delantal protector y la ayudante también lo tiene. Me dan a tomar una sustancia radioactiva. El avance de la medicina. Sin el cual no estaría contando este cuento. Me dicen que ahora estoy “irradiando”…Sé lo que es. Ya estuve radioactiva otras veces. Me esperan diez días de aislamiento. Mascullo bronca. De regreso a casa, la radio relata el tráfico de bolsos con dinero. No me importa, a mí me importa seguir contando el cuento. Mi cuento. No es egoísmo. Es deseo de sobrevivir en esta vida; con días hermoso de sol, grises con frío, en primavera, en otoño, en el mar, en las sierras, debajo de un árbol, en todos los lugares y las situaciones que conoce o que desea conocer.
Al otro día entro a un box, me ordenan desvestirme y colocarme una bata. Me acuestan en una camilla angosta, me ordenan no moverme mientras una placa se aproxima frente a mi cara, casi hasta la punta de la nariz. No es molesto ni invasivo pero esa mirada por dentro de ella que los técnicos tienen en una pantalla despierta ansiedades, temores, presagios, oraciones. Me aferro a las oraciones cuando ya termina. Nada puede parar lo que pienso en ese momento; soy yo y mi cuerpo que está hablando con otros. Mi cuerpo está hablando en ese momento. Regreso a casa mirando por la ventanilla del auto. Mi marido conduce pacientemente. Me pregunta cómo me siento. No puedo decir otra cosa que bien …si estoy bien.
Al otro día vuelvo, me siento en el mismo lugar. No espero mucho y se repite lo del día anterior. La camilla, mi cuerpo inmóvil. Comienza otra vez la lucha, ese viaje de control y seguir a mis médicos para que no haya de que arrepentirme. Vuelven los fantasmas. Ya queda poco. Hoy termina. La radioactividad de mi cuerpo ya está pasando. Me visto. Salgo del box .Ya hay otro cuerpo en la misma camilla. Otros temores. Otra espera.
Ahora falta el paso esperado: el informe que llegará en unos días. El médico me hablará y seguiré contando mi cuento. Tiempos de vida en espera, estudios, hallazgos, recuperación y momentos felices o infelices con dos diagnósticos de cáncer en lugares de mi cuerpo diferentes. Sin tener uno relación directa con el otro. Esto dicho por los médicos ante los interrogatorios que me esmeré en hacer post operaciones y/o estudios y/o controles.
La vida que me toco vivir como a cualquier mortal me está enseñando permanentemente que cada uno va construyendo su propio camino y la vamos viviendo tal se presenta. Confiando en la Medicina, sus médicos y todos los que ayudan a luchar contra esta enfermedad.
Todo lo vivido me sigue enseñando que nos proponemos metas ambiciosas pero que el camino para llegar a ello es difícil, complejo, incierto. Que no hay gente con suerte o sin suerte. Existen aquellos que asumen lo que les pasa y otros que niegan y reniegan de lo que les ocurre. Algunos cargan la mochila y andan; otros la cargan y descargan y cuando la vuelven a cargar sienten más el peso de la misma.
También hay algunos que somos locos y otros que son cuerdos y que la locura puede esconder mucha felicidad interior. Entendamos por locura aquello que no acuerda con los paradigmas aceptados por la mayoría; no estoy hablando de la locura como enfermedad sino ese momento de escape de lo cotidiano hacia lo inesperado, lo imprevisto, lo sorpresivo. Esa es la verdadera vida, aquella que se disfruta, la que se sufre, la que nos cambia, la que se vive, la que se puede contar.