Santiago Ottegaita

A la vera del arroyito, el agua traía frescura y un ruido celestial. Agua, trasmitiendo vida a las arboledas, convidando sombra, para terminar en las raíces de las vides hechas vino. Unos sauces copiosos completaban un paisaje acogedor para un asado compartido con mi madre y dos amigos. La comida, el vino y mecido en ese gorgoreo sutil del arroyo, permitieron una siesta, tan reponedora en energía y tan librada de preocupaciones. El mejor prólogo de una tormentosa y edificante temporada.

El diagnóstico del veterinario amigo pareció premonitorio, aunque nada definitivo.

―¿Che Santi, no te ves muy pálido?

―¡Y sí! Encima no aumento de peso. ―Mira que el fin de año estuvo de celebraciones amontonadas, el cumple de la menor y ahí nomás las navidades todo con ambas familias. «Hecho unos duques, nosotros, ni la menor mención al proceso de divorcio en marcha con acuerdo formal sin litigios a la vista». Tantas emociones encontradas las diluimos en vino y abundante mastique. ¡Las hijas son sagradas eh!. ―¿A que iba?, hum si…«comí y chupé pal campeonato y la balanza no acusa recibo, eso era lo que te quería decir». En la semana comienzo el control anual, me lo haré, esta vez, antes del carnaval.―Dije muy convencido luego de rico vino.

La visita a la médica de cabecera, digamos una a dos veces por año. Análisis y de inmediato los resultados daban suficiente preocupación a la doctora para derivarme a una hematóloga. Esta ordenó rápido; repetir y complejizar los estudios de sangre.

Un amigo, del grupo paracomerseunasadoendondesea, «Jama el orador», inició sus oraciones desde el día que comenté la preocupación y los primeros análisis. Allí el primer signo:

―En la madrugada mientras rezaba por vos una figura en forma de corazón se formó al final del pábilo ¿y la llama?: rojiza.―Tenés algo en la sangre. ―Me dijo por un mensaje a las siete de la mañana, acompañando la fotografía del pabilo entre naranja y rojo, en un fondo de estampitas y otras imágenes.

Increíble. Aun no contaba con los resultados, ni con la primera aproximación de la médica.

Los nuevos análisis llegaron y mayores precisiones.

―Mirá tenía razón tu médica, tus glóbulos rojos están muy bajos. ―¿No te sentís anémico vos?

―Para nada, solo me veo pálido nomás. Fui al laboratorio, a la extracción y a retirar los resultados en bicicleta.

―Hum. Perooo. Estos análisis ya dicen mucho para el diagnóstico.

―¿Cómo?

Mientras bajaba su mirada, subrayaba fuerte sobre el resultado. Le dibujó un círculo y soltó.

―Tengo que decirte. ―Para mí aquí hay una enfermedad de la sangre. Una enfermedad importante…

―…nos cubrió un silencio.

―¿Qué? ¿Un… cáncer?…¿cáncer a la sangre?

―Bueno yo no le llamaría así. Debemos confirmar, pero son valores muy altos y para mi es un Mieloma múltiple.

―Mie-loma múltiple…eso suena grave ¿no?

―Sii, claro. Bastante. Pero se puede contrarrestar, y quizás curar.

―¿Y cómo se confirma?

―Estudios de riñón primero y descartar daño. La tomografía ordenada, para ver el estado de los huesos. ― En definitiva, confirmamos con una punción en la médula ósea.

…otros segundos de silencio ante esa mirada brillosa detrás de los lentes.

―¡Pídame esa punción urgente, lo más urgente que sea por favor. ―Dije, sin pensar. Bueno, pensando con ansiedad.

Entre ese jueves y el próximo lunes, todo fue a pura gestión y apresuramiento. La aprobación del estudio, la inexistencia de aguja entre los proveedores de la obra social local y la opción de adquisición personal en un mayorista ese mismo sábado. El lunes, estaba frente a la punción: el máximo dolor que haya soportado en mi vida.

El jueves próximo, urgente al hospital, a recibir los resultados.

Antes de ingresar al turno, me senté, luego que desocuparon en un asiento libre al lado de una señora de edad. Concurrida la sala espera. Un señor, quien ocupaba antes el asiento se vuelve sobre mí.

―Necesito hablar con usted.

―Sii, como no. ―¿Era suyo el asiento?, lo dejo no hay problema, creí que se iba y…

―No. No.¡Quiero conversar con usted, unos minutos!. ―¿Puede?

―Si claro. ―Dije. Nos alejamos un trecho.

―Tenés una enfermedad grave, debes saberlo.

―Pero y usted ¿de dónde…?

―El jueves pasado la doctora me atendió luego que vos saliste. Se quedó triste. Muy triste. Sus lágrimas mancharon el recetario y dijo.―Disculpe. Me dejó muy mal este hombre de recién, tan joven y activo como lo ve, tiene una enfermedad muy grave. ―Quiero decirte «no es moco e pavo lo tuyo», pero también se sale y se vence. Tengo lo mismo, hace cinco años la vengo peleando y mírame bien, lleno de pelos. ―Vos también vas a poder. ― ¡Ah! y mira estas canas. Mostraba su puño cerrado hacia arriba y el brazo pleno de musculatura y venas a la vista. ¡Y, con estas ganas!

―Le agradezco, pero yo quería escuchar a la médica y…

―Hágalo. Entre antes que yo. Solo quería ayudar.

―Tenga por seguro que lo tomo así. Gracias por el asiento y el lugar.

El ingreso al turno fue entre fuertes emociones.

―Hay un 30% de células de la médula afectadas.

―¡Una torta!, un montón, ―dije, entre asombrado y abatido.

―Eso no dice toda la gravedad, veremos los estudios genéticos. Esas muestras que enviamos a los otros laboratorios nos dirán la intensidad y agresividad del mieloma.

―¿Qué hacemos ahora?, lo dije con la apertura de que ordene los pasos.

―En lo inmediato, necesitas unas dos transfusiones de sangre, y recién, comenzar el tratamiento cuando hayan subido los glóbulos rojos.

Llamadas a amigos, grupos telefónico y la primera transfusión en un par de días.

Unas dos semanas antes de la novedad, había comenzado una relación amorosa. Esa mujer, mi pareja hoy, vió atravesar esta historia casi desde el mismo principio. El universo quiso ponernos en el camino y hoy transitamos dos años de aquel primer encuentro. Allí estuvo, en el hospital cuando la transfusión transcurría y luego en todo el tránsito de la evolución de esta enfermedad.

Los resultados de los análisis, la oración de Jama y mis colores vinieron a alumbrar la noticia, a erosionar el cuerpo y a golpear el alma. Bendita enfermedad, así la bautice y los abordajes: todos; y todos fue todos; médicas, sicólogo, yuyos directos o en tintura, sanador, acupuntores y oradores de diversas creencias. Dieciséis cosas diarias entre alopáticas, homeopáticas y aquellas de mi cosecha. Una tabla en excell graficaba mis obligaciones diarias y horarios, la agenda estaba a tono de los distintos colores y cuatro semanas de quimio y el shock de pastillas y una de descanso.

Bendita enfermedad, me decía y lo anunciaba a los más cercanos primeros, a la familia una a una a mis hijas, a mis hermanas, a mi padre y a todas y todos en entendía, la novedad se devolvería en energía positiva. Así lo describía en esos días: «bendita enfermedad, llegaste a mi vida, a mi idioma, a la médula misma. Cáncer, maligno cáncer de la sangre, invadiste mis huesos, te llevaste los colores de mi cara, de mi cuerpo entero. Prendiste la alarma, y sonó, en el botón de la acción. Y el pesar se hizo voluntad, para abandonar la negación: Mieloma Múltiple te llamaron. MM sintetizo yo, MM símbolo del mal». Eso quedó escrito, para sacarme el gusto de llevar al papel lo que sentía y pensaba, lo que iba y venía del sueño perdido y la impaciencia forjada.

La anemia biodecodificada decía: «segregación vivida, quedarse afuera; identidad perdida». Inocultable es, que la bendita enfermedad enseño un camino, de aquí y ahora. Rápido, muy rápido ordenó dejar la mirada en el horizonte y cambiar el verbo y a bucear en todos los sentidos, buscar hasta llegar al conocimiento mínimo: «la vida no pasa allá afuera, sucede acá, aquí adentro mío».

Y sin testigos, este nuevo escenario mando a ocuparme de mi mismo, una a una las cosas, sin profundizar el egoísmo. En este desafío, pueden ayudar otros, pero era y es primero mío. A veces pensaba, bendita enfermedad « me descubriste débil y fortalecido a bregar en los nubarrones del pasado, a luchar, luchar como siempre. Hacer como siempre hice; pero…esta vez, para salir vivo».

Y «bendita» digo por estar conmigo, me protegiste de la persecución, fuiste coraza de los despidos, pero no del destino. Tu presencia cambió mis lecturas y mis intereses y a revisar todo: el tiempo, los caminos andados, los campos florecidos, los tránsitos y e dejar frutos, aprehender malestares para soltar en olvidos. Revisar todo: cuando fui motor de grupos, impulsor del pensamiento vivo, y también cauce de vanos esfuerzos en proyectos sin objetivos. Aun así, «enfermedad bendita, te agradezco haber aparecido, a golpear la modorra del dolor infligido, de la culpa, del odio enfurecido: odio al amor perdido, odio al poder diluido, odio al lugar no reconocido. Enfermedad bendita, igual te bendigo».

Del síntoma, afirmo a diario, está saliendo otro hombre; golpeado, moldeado y galvanizado, de adentro hacia afuera, como un fierro bien revestido. Y hay nuevas miradas, con amor, ahora sin el pesar anterior, sin clamor por la culpa y el dolor. Sin los viejos rencores, ejercitando el perdón, el diario ejercicio del perdón; perdón a los otros y otras, a ejecutores directos, y a otros indolentes conmigo, sin llamar a nadie enemigo. Pero el cambio impuso también el perdón propio, ¡ay ejercicio jodido!

Fue frontal el ataque al puntal de la columna, a los huesos protectores de la medular fabricación; de colores rojos y energía vibrante. Un frontal ataque evidenció sin querer, los esfuerzos restantes, la actitud vigente, y llegó, es honesto reconocer: el auxilio de los invitados y visitantes.

―«Sepan queridos y queridas pacientes, perderán el pelo de la cabeza, la barba y todo ¡eh!»,  dijo la enfermera del sanatorio, entre muecas de preocupación y alguna sonrisa.

―«Cámbiame la identidad» ordené al barbero. Barba y pelos cayeron al suelo. ―Permíteme tomarlo con gracia le dije al señor de las tijeras. Recién sonrió.

Quería asistir al sanatorio previendo el efecto y me dije; «Sin pelos me veré, entonces quiero ser el primero».

La comunicación de la novedad fue cuidada; de a uno o una. Elegí con simpleza y razón; siempre fue sanadora la devolución, por todas las vías, a disposición el pecho, daban cariño y protección, sin pedir nada, cómo hizo siempre este aprendiz de conductor en aguas abiertas.

La operación llegó, la extracción de células madres, la quimio devastadora y al otro día: el transplante. Sin ganas de nada en días postreros y en complicidad con el tiempo esperando que se lleve el malestar y la incomodidad del encierrro.

Viejos amigos y afectos recientes, vinieron. Los vecinos en misas y los ateos irredentos, todos me tuvieron entre sus persistentes rezos.

Todos en apoyo a la actividad viviente del «capitán del barco», así dijo mi novia: «vos sos el capitán del barco, nosotros los tripulantes». Y ella vino, me encontró boyando en ríos lejanos, se inundó en la novedad, y salió sin ahogarse a nadar conmigo.

No puedo estar más agradecido. Y sentí, ser capitán del barco, capitán sin charreteras, ni casco reglamentario. Con la gorra, con la boina o el sombrero, para cubrir la cabeza sin pelos y abrigar los pensamientos. Cubría la pelada escarceando al sol de sus punzantes rayos de horarios severos, aunque muy temprano o en la tardecita, recibía sereno la emisión y su iluminante energía, ante el posible naufragio. De a uno los avances, ora con motor propio, ora con remos.

Los cien días posteriores transcurrieron, intensos cuidados, restricciones varias, privado de comidas, vino, mate y multitudes, no del abrazo fraterno; presentes en el sanatorio, en la llamada a tiempo o en la visita a mis aposentos.

El purgatorio finalizó. La celebración del año nuevo, me encontró con el agua a punto, el mix de yerba preferido, el primer mate -aún lo recuerdo- apreciando el amor y el sabor eterno. Yo frente al asador, las verduras salteadas para coronar a las brasas; una boga despinada. El vino reserva, esperó cinco años su descorche; transitó ese destino de uva madura, mosto fermentado a vino estabilizado. Luego vino joven soportó cuna de doce meses en barrica de roble y otros dos años en la gruesa botella estibado. Los festejos de la vida y el amor se condensaron allí; en el primer sorbo y otro largo regusto, del cabernet franc, sello el tiempo esperado.

Placeres permitidos, y valorados, uno a uno en mirada larga a la luna nueva, ojos brillosos y beso perpetuo.

En las mañanas de cuatro martes seguidos, durante cinco meses previos al transplante, iba al centro oncológico, a superar las miradas culposas y el estado dolido. Todas esas mañanas, el trámite burocrático primero, luego elección del lugar, y después los pinchazos. Allí, desde el primer día elegí uno de los boxes con mirada al patio interno, cubierto de verde y flores. Desde la ventana un zorzal bajaba por agua y subía luego a emitir su canto, otras veces en yunta el zorzal en la bandeja y el colibrí, sostenido en el aire, en la salida del agua de una vieja fuente. Aun hoy, una vez al mes, disfruto ese juego con el elemental líquido que siempre los atrae.

Bendita enfermedad, apresaste mi cuerpo, apenas dejaste arrojo para transitar un trecho.

¿Y el alma? El alma. Mi alma, un poco desteñida y abollada, ahora más clara y generosa, para adentro y más hacia afuera. Alma voluntariosa, sin que le sobre nada.

Ahora, bendita enfermedad que me encontraste digo: acá estoy de pie, el alma empuja un cuerpo con ánimo de moverse a rumbos desconocidos.

¿Y los temores?,  Disminuidos.  Por el amor dado y el recibido, por los afectos cotidianos, cercanos y lejanos, por las muestras ciertas del intenso tránsito, muestras acabadas de haber vivido.

Ni balances, ni borrón y cuentas nuevas. Un devenir era hasta tu presencia bendita enfermedad, uno diferente alumbró el peligro. Respuesta en el fuero de la medicina, entre los yuyos recomendados y otros conocidos, en las oraciones de Jama el orador amigo, en el sanador indio, en la familia, y en el amor, llegado del universo mismo.

Un futuro lleno de dudas y trinos, nubes y ruidos, de sol, de pájaros y ríos. Y de emoción sincera para soltar los frenos y animarse al nuevo destino.

El tiempo pasa, trámites, viajes, el control anual, lectura de estudios. Esos eternos minutos, en escaso tiempo el mismo diagnostico: remisión parcial, muy buena. Y el médico del control, con parquedad monasteril, latigó:

―Los resultados están buenos. ―Vos como te sentís.

―Bien. Diría, bastante bien.

―Eso es el eje. Tu estado de ánimo lo dice. ― El mantenimiento sigue tal cual. Dame tu formulario, el año próximo por esta fecha nos vemos.

El viaje, la visita a los facultativos y los resultados corroboraban los previos chequeos realizados con frecuencia matemática. Pero éste control, éste, era diferente. Otorgaba el permiso burocrático de volver al ruedo laboral, al andar sin temores, aunque cuidado de furtivas acciones. Daba riendas a los mismos acuerdos ya incorporados. Y otra vez, la medicina tradicional y otro poco de lo acostumbrado; yuyos, tinturas y encontrarme seguido con el afecto a mi lado.

―Sabes una cosa mi querido Santiago, en mis rezos de madrugadas sale limpita la luz, ahora dedico mis oraciones a otros cristianos. ―Yo te digo, Santi. Para mí, vos ya estas curado. Y agradécele a esa bendita enfermedad, como le has llamado, que freno tu furia y te sacudió de ese ritmo desbordado.

―Si Jama. Si. Iba a un ritmo vertiginoso. Corriendo, corriendo para ningún lado.

Ahora camino despacio. Descubrí más paciencia en mis entrañas de la que nunca habría registrado. Miro pausado, el sol en la distancia, la luna en las nacientes, la sabiduría de generaciones diferentes.

Bendita enfermedad, bendita te digo: acá estamos, disfrutando cada mate y la compañía, preparando comidas sin la premura de antaño, estudiando, acopiando saberes y aprendiendo a maridar los sabores, el vino y el tiempo

Y trato, por todos los medios y me dispongo a diario, mirar y mirar. Tengo el simple y firme propósito – más allá de lo que devuelven mis ojos- de alcanzar a ver. Así podré arrimar el hombro y el oído a los que transitan cansinos este nuevo y tórrido camino, como hicieron conmigo.