Dulce de Leche
Cuando era pequeño, con apenas 2 o 3 años, como todo niño tuve controles rutinarios de parte de mi pediatra. Mi mamá con mucha curiosidad y siempre pendiente a mí, le consultó acerca de un lunar no muy grande que yo tenía en mi brazo derecho, a lo que el doctor le respondió que era algo normal que desaparece a los 5 años o antes.
Con el paso del tiempo y las consultas al doctor, ese insignificante lunar no desapareció. Entre los 5 y 7 años comenzó a crecer hasta finalmente tomar la forma de una arveja o garbanzo. En agosto de 2007, próximo a cumplir mis 8 años decidieron operarme y extraerlo (Doctor F.P.). Luego de ello lo enviaron a los distintos laboratorios para realizar los exámenes correspondientes. Fueron malas noticias, tenía Cáncer.
Mi primera consulta fue con una oncóloga de nuestra ciudad, San Juan. Al llevarle todos los estudios y resultados de los exámenes, su conclusión fue que tenia que empezar con el tratamiento en ese mismo momento porque me quedaban 15 días de vida, siendo mi tumor uno de los mas malos que existen. Ese mensaje no pude saberlo hasta tiempo después, porque me hizo salir del consultorio. Después de recibirlo, mi madre decidió que viajáramos a Buenos Aires para ser atendido en un reconocido hospital público (H.G). Allí me examinaron y nos informaron que si bien era un tumor maligno de hueso (tumor de Ewing) había tenido la ventaja que lo habían extraído antes de que el mismo llegara al hueso. También nos explicaron que tenía tratamiento, lo cual nos confirmaba que los 15 días de vida eran totalmente falsos.
Desde nuestra obra social nos derivaron a una clínica médica ubicada en Pasco y Avenida Belgrano. Nuestra primera consulta fue con el oncólogo F.N., quien nos dijo que debía realizar un tratamiento de quimioterapia de 18 ciclos, cada uno cada 21 días. También me dijeron que se me iba a caer el pelo y las cejas, pero que después iban a volver a crecer.
Viajamos a San Juan, en mi primer vuelo en avión, y buscamos ropa y todo lo necesario para quedarnos en Buenos Aires y comenzar con el tratamiento. Una vez internado, todos nos recibieron de la mejor manera, e incluso una de las enfermeras se enteró que veníamos de San Juan (su esposo era de ahí) y fue a conocernos y darnos todo su apoyo en lo que necesitáramos. Así también siempre fui atendido por otra enfermera, a quien voy a extrañar mucho, que me llamaba su “dulce de leche”. Era la mano derecha de mi oncólogo y una persona muy agradable y cariñosa que estaba presente siempre que la necesitaba.
En una de las veces que me colocaban la quimio fue a visitarme mi tío, quien me llevaba una caja muy grande que no sabía que tenía adentro. Cuando la abrí, me encontré con un montón de cartas de parte de mis compañeritos de la escuela, de mi familia y de mis amigos, alegrándome completamente mis días allá y deseando que todo pasara pronto y pudiera volver con ellos.
A lo largo del tratamiento mantuve mi humor especial, siempre con una sonrisa a pesar de los pinchazos. El doctor siempre me decía que yo era un personaje, mi mamá muy fuerte y mi abuela era de hierro. Para evitar seguir colocándome la quimioterapia por las venas de los brazos que no soportaban algo tan fuerte, decidieron colocarme un catéter, el cual iba en mi pecho conectado a la vena principal del corazón. De esa forma no era necesario pincharme y era más sencillo el proceso. Luego de cada internación debía realizarme análisis de sangre para chequearla y revisar mis defensas. Gracias a esto me hice un nuevo amigo bioquímico que me hacía conocer todo el laboratorio y me mostraba cada una de las máquinas.
Acerca de mi escolaridad, tuve la gran suerte de no perder ningún año de clases gracias a las maestras domiciliarias de Buenos Aires quienes me enseñaron las materias de 4to año en el hotel o en la habitación cuando estaba internado. El trato que tenía con los profes era increíble. No me costaba nada aprender, me encantaba todas las actividades que me daban. Pero algo que nunca olvido son las clases de plástica. En esas clases aprendí a hacer desde Origami hasta figuras en porcelana y pintar todo con acrílico.
Siempre que terminaban de colocarme la quimio, la enfermera me desconectaba todo y decía que me bajara despacio de la cama; pero yo con tanta energía me iba rápido a caminar por los pasillos del sector de internación, incluso me tomaba fotos con los doctores y enfermeros que encontraba en el camino; todo esto esperando a que me dieran el alta para poder salir. La alegría de volver al hotel y saber que había terminado un ciclo más de mi tratamiento era enorme. Eso mismo provocaba que no sintiera dolor y que mi ánimo no bajara.
Junto con mi mamá y mi abuela salíamos a pasear por toda la ciudad, caminando y conociendo cada rincón de Buenos Aires, desde la Casa Rosada hasta Tigre y su parque de diversiones. No nos quedaba lugar por visitar, ni tiempo en nuestros días para quedarnos tirados en la cama.
Otra de las partes de este proceso era cada vez que teníamos la posibilidad de volver a mi provincia por unos días, para visitar a mi familia y despejarme de todo. Esto era una semana después de colocarme el ciclo de quimioterapia si los análisis salían bien. Me encantaba porque cada vez que venia podía juntarme a jugar con mis primos, comer asado y divertirme mucho.
Recuerdos que son inolvidables, aquellos como los ratos que pasaba junto a los doctores que entraban a la habitación en la que estaba internado para jugar conmigo al ajedrez, hacerme chistes con el equipo de futbol que me gusta (los hacía un doctor que era de Racing, aunque todos sabemos que Boca es el mejor), completar sopas de letras, o tan solo pasar el rato conmigo para poder sacarme una sonrisa. Otro es cuando descubrí que uno de los doctores que siempre pasaba a controlarme se había disfrazado de Papá Noel con una almohada en la panza y pasaba por todas las habitaciones repartiendo regalos; fue un momento muy gracioso porque me di cuenta que era él desde el momento que entró y no paraba de acusarlo aunque me lo negaran.
Un día en la ciudad, cerca de mi cumpleaños le pedí a mi familia si podían mandarme mi bicicleta porque moría de ganas de andar en ella y dar vueltas en la Plaza de Mayo. Después de unos días, llamó mi tío para decirme que la bici ya había llegado y que estaba esperando en el transporte, pero que debíamos ir a buscarla rápido porque no la podían tener mucho tiempo. Llegamos al depósito y me pidieron que los acompañara porque todavía no la bajaban. Cuando estaba caminando, mi abuelo salió de sorpresa de entre medio de los colectivos y terminamos abrazándonos muy fuerte. Fue el mejor momento, no había ninguna otra sorpresa que pudiera superarlo, ni siquiera la bicicleta. Él, para mi, es una de las personas mas importantes que están en mi vida. Es quien me llevó todos y cada uno de mis caprichos cuando era chiquito (incluso hasta el día de hoy), me crió y me dio todo su amor y cariño de una manera incondicional. Es mi todo.
En uno de mis tantos días de tratamiento, la psicóloga que me atendía decidió llevarnos a mí y a los demás chicos a una excursión. Esta excursión era a la Base Militar de Palomar, justo el lugar donde podía reafirmar más cuál era mi sueño y mi gran meta para el futuro, ser piloto. Su esposo, integrante de la Fuerza Aérea Argentina, nos hizo conocer cada uno de los aviones, en especial el enorme Hércules C-130, llevándonos de uno a otro en un camión de bomberos, lo que volvió increíble ésta excursión.
El día 27 de octubre de 2008, justo después de haber terminado con los 18 ciclos de quimioterapia, mi mamá fue a consulta con mi oncólogo para que le diera el resultado del tratamiento. Esto implicaba saber si debía seguir con las sesiones o si todo este difícil proceso había acabado justo allí. Esperando con ansias junto a mi abuela en el hotel, llegó mi mamá con la enorme y muy feliz noticia de que todo había terminado, de que mi vida seguía con normalidad y que podía continuar mi niñez, persiguiendo todos y cada uno de mis sueños sin límite alguno.
Pensando en todo lo que sucedió y en todos los momentos que pasé durante mi tratamiento, siempre tengo presente lo bueno que esto me dejó y me permitió conocer, como por ejemplo esta gran pasión de volar y conocer el cielo. Empezando por entrar a la cabina de pequeño gracias a las azafatas que me dejaban pasar y tomarme fotos con los pilotos en cada oportunidad que tenía cuando viajaba para visitar a mi familia. Este sueño que comenzó allí, nunca se borró de mi mente y continuó hasta terminar la secundaria.
Sí, pude vencer al Cáncer, pero no solo fui yo. Estuve acompañado de un gran grupo de personas que siempre fueron mi sostén y mi apoyo. Entre ellos están mi mamá y mi abuela que estuvieron a mi lado en cada internación y tratamiento; mi abuelo y mi familia que me esperaban con muchas ansias cada vez que regresaba. Así también los doctores y enfermeros que siempre velaron por mi bienestar, y todas aquellas personas que me traje como nuevos amigos y siempre permanecen en mi corazón.
El Cáncer es más que una enfermedad para mí, y debería serlo para todos. El Cáncer también es fortaleza y superación. Es una lucha difícil de ganar pero en el camino nos encontramos con miles de historias similares o muy diferentes, y cada una de ellas con la misma importancia. Nosotros más que nadie conocemos lo que es tener fuerza cuando estamos débiles, por eso también sabemos ser sostenes para quienes rodeamos. Y en esos días en los que todo se torna gris, tenemos un montón de razones para sonreír y avanzar, cada una con un nombre y apellido.
Siempre me gustó mantener la sonrisa bien en alto y luchar por lo que quiero. Por eso hoy, con 19 años soy Técnico, Profesor de Inglés y cumplo mi más grande sueño de ser Piloto de Avión. Aún continúo con mis estudios para llegar a trabajar en una aerolínea, y sé que voy a llegar porque mantengo la misma fuerza, la misma actitud y la misma sonrisa que cuando era pequeño.