Jules
Tenía veintidós años cuando lo encontré. Un bulto del tamaño de una canica, justo al costado de mi pecho izquierdo. Veintidós años y la cabeza en otro lado. Veintidós años y la salud en perfecto estado. Veintidós años.
Mi mamá me inculcó desde chica el cuidado de mi cuerpo como si fuera un templo, pero a pesar de ver justo en frente mío una señal de alerta, decidí mirar para otro lado. Yo era demasiado chica, demasiado saludable, no tenía antecedentes familiares. Me convencí a mí misma de que no había razón para preocuparme. ¿Qué podía pasar?
Ojalá pudiera volver el tiempo atrás.
Quizá si hubiera pensado las cosas de otro modo no estaría acá contando esto, no tendría una cicatriz que me cruza el pecho hasta la axila, donde antes estaba mi seno izquierdo y ahora hay sólo un vacío que nunca me va a abandonar. Quizá si hubiera actuado desde el primer momento todo hubiera sido más sencillo. Probablemente nunca entienda del todo el por qué, capaz jamás entienda las razones que me llevaron a ignorar las señales de que algo en mi cuerpo no estaba bien, pero estoy firmemente convencida de que las cosas pasan por algo y si esto fue lo que estaba escrito para mí, entonces es porque hay algo que yo tenía que aprender.
Todos los días me pregunto ¿para qué? Y trato de evitar los ¿por qué a mí? Intento cambiar una pregunta por la otra, porque una me da esperanza, y la otra me lleva a cuestionar las injusticias y la vida y todas las desgracias que les ocurren a todas las buenas personas de este mundo. A veces hay cosas que parecen no tener sentido, y cuanto más las miramos y las pensamos más nos perdemos en esa espiral.
No voy a mentir, a veces me siento desgraciada. Me acuerdo de aquél día en que el médico dijo esas palabras que me anestesiaron, “Es un cáncer de mama”, y todo se nubló. Recuerdo mirar a mi mamá preguntando si había posibilidad de que fuera un error; recuerdo la tristeza haciendo nido en los ojos de mi papá; recuerdo a mi novio de aquél entonces desmayándose. Pero no me recuerdo a mí, no recuerdo qué sentí.
Tenía veintitrés años recién cumplidos.
Según mi ex, salí de ese consultorio haciendo chistes, riéndome del hecho de que ya no tendría que depilarme, y de que no iba a necesitar dieta y ejercicio para bajar los kilos de más. No fue sino hasta el día de mi primera quimio, dieciocho días después, que esa actitud se me pasó por completo. Habrá sido que la realidad se me metió en las venas y me recorrió todo el cuerpo, rompiendo con la ilusión de que todo fuera un sueño.
Recuerdo estar asustada, pero aun así sonreía. Por dentro moría de miedo y no quería enfrentar lo que venía, pero mamá y papá, incluso mi pareja, estaban ahí para agarrarme cuando yo ya no pudiera más.
Tenía la tristeza metida en lo profundo de mi ser, anidada en el pecho izquierdo, subiendo hasta mi clavícula y desparramándose hacia mi costado. La tristeza estaba en los ojos de todas las personas que me miraban, que sabían. Estaba en las canciones que escuchaba. Estaba también en la bolsa en la que mi mamá puso el pelo que tuve que cortarme.
Salí del hospital sintiéndome una guerrera, con más fuerza que nunca. Había enfrentado mi primer gran desafío.
No fue sino hasta unas cuantas horas después que los efectos secundarios empezaron a hacer estragos en mi cuerpo. Los enfrenté con todo el valor que poseía, ese día y todos los que siguieron durante los seis meses que duró mi quimioterapia. Dieciocho ciclos en total.
Lloré cuando se me cayó el pelo; lloré cuando tuve que aprender a ponerme inyecciones yo sola, porque no podía ni siquiera caminar una cuadra hasta la farmacia; lloré también cada vez que el malestar no me dejaba dormir. Lloré incluso cuando me dijeron que ya había terminado con las quimios y que el paso siguiente era la operación.
Creo nunca haber sentido un dolor físico más grande que el que sentí cuando salí del quirófano. Es duro, pero es la realidad. Dolía demasiado, constantemente. Pero estaba feliz porque había vencido al monstruo, había conquistado el desafío más grande, y sí, me faltaba una parte de mi cuerpo, pero con esa parte se había ido el tumor. Recuerdo los días posteriores a la cirugía, recuerdo mi energía; sentía que podía con todo, a pesar de que me habían indicado reposo y nada de esfuerzos. Ni siquiera podía ir a la universidad. Era frustrante, pero no me permití dejarme llevar por esa espiral.
Qué grande fue mi decepción cuando me dijeron que la lucha no terminaba ahí: me esperaban diez años de pastillas y varios años de inyecciones.
Mis veinticuatro años llegaron un día después de comenzar con los pinchazos, pero los recibí con la sonrisa más grande de la que fui capaz. Celebré mi vida, celebré mi lucha. Reí con los que estaban, eché de menos a los que no.
Agradezco cada día estar viva. Tengo días negros y días blancos, me cuesta encontrar el gris. A veces lloro, a veces grito, a veces me enojo y quiero romper todo, pero esas son sólo muestras de toda la vida que hay en mí. Fue tan dura la lucha que muchas cosas me quedaron sin expresar; quedaron atrapadas en mi interior y a veces salen sin control. Y una parte de mí siempre va a sentir tristeza por esa chica de veintidós años que se encontró un bulto en el pecho; siempre va a estar esa nostalgia por lo que no fue y ya nunca será. Me angustia pensar que mi vida nunca va a volver a ser lo que era antes de todo esto, que los controles van a ser de por vida y que el miedo a que el monstruo vuelva nunca se va a ir del todo. Todavía tengo que aprender a convivir con el temor, y creo que no me pasa sólo a mí; creo que el miedo también hizo nido en todas las personas que me conocen y me quieren, en los amigos y amigas que estuvieron en los peores momentos y me vieron sufriendo. Viéndolos a ellos es que yo encuentro mi valor, el coraje para vivir cada día a pesar del temor; es en sus abrazos, sus palabras de aliento, en el cariño que siento cuando estoy con ellos, que encuentro un lugar donde puedo refugiarme para sanar y volver a luchar. Mi familia y mis amistades son la fuente de la que nace mi fuerza y son la clave de mi bienestar.
Nunca voy a olvidar que el día de mi diagnóstico; a pesar de no querer hablar con nadie, a pesar de no querer contarlo, contesté un mensaje, uno solo. Y esa misma tarde dos de las mejores personas que conocí en toda mi vida fueron a verme y hacerme compañía. Era lo que necesitaba en aquél momento, personas que me agarraran fuerte la mano y que me dijeran que a pesar del dolor, todo iba a salir bien. Y de eso se trata todo en realidad: encontrar aquellos vínculos que hacen que el mal trago no sea tan amargo. El monstruo del cáncer da menos miedo cuando lo enfrentas sabiendo que incluso si te caes, el cariño de las personas que te rodean te va a dar el impulso para volver a levantarte y seguir luchando. Porque sí, la que puso el cuerpo fui yo, pero lo hice sonriendo y sintiéndome una guerrera gracias al amor que me rodeaba. Incluso cuando veía todo de color negro estaba rodeada de luz, sólo tuve que aprender a mirar bien para darme cuenta.
Mil y un veces sentí que me caía, y mil y un veces el amor me hizo levantarme con más fuerza.
¿Quién iba a pensar que ese bultito que encontré en mi pecho aquél día de verano cambiaría mi vida de formas tan drásticas, que a veces me cuesta recordar quién era yo antes de todo esto? Veo cosas que antes no veía, ya no le doy importancia a ciertas situaciones que antes podrían haber hecho que me derrumbara, y también cambió mi manera de sentir. Me viene a la cabeza una frase que leí en algún lado: “Toda mirada se produce desde un cierto lugar que determina lo que se ve y lo que no se ve, de acuerdo con las peculiaridades de quién mira”. Miramos la vida según quiénes somos y lo que hemos vivido.
La gente habla del cáncer con tristeza, y no se equivocan; el cáncer es triste, pero es un proceso de metamorfosis, no sólo para quien lo transita, sino también para aquellos que acompañan. El cáncer te hace dar cuenta de cosas que ni sabías que tenías, te muestra quiénes están de verdad, y fortalece vínculos con las personas que te rodean. Te abre los ojos con respecto a la vida, te hace repensar quién sos y quién querés ser, y tu lugar en la tierra. El cáncer va más allá de tumores y quimioterapias, de médicos y salas de espera. Plantea una lucha que implica no sólo ganarle a la enfermedad, sino también aprender de ella, con sus altos y sus bajos, con lo bueno y con lo malo. Implica trabajar en vos mismo de formas que quizá nunca se te hayan ocurrido. Es poner un pie delante del otro y caminar aunque ya no podamos sentir los pies, aunque nos duela todo.
Es cierto que es un camino muy difícil, en el que se quedaron muchos compañeros y compañeras, y es tristísimo, pero es otra parte del aprendizaje que debemos hacer aunque nos cueste y a veces queramos llorar. No somos invencibles, a veces la tristeza hará de las suyas, pero podemos salir adelante.
Hay sentimientos y experiencias que nunca se van a ir, porque el cáncer, una vez que entra en tu vida, nunca se va del todo. Deja marcas y cicatrices en quien lo vive y en quienes acompañan, y esto no quiere decir que sea malo, sólo implica que aprendamos a existir de otro modo. Yo todavía estoy aprendiendo; cada día, cada minuto que estoy viva, estoy aprendiendo a vivir con esto que me tocó, que por una razón así se dio. Es difícil, y quizás nunca deje de serlo, pero son las formas en las que me doy cuenta de todo lo que tengo, son pruebas de mi existencia.
Estoy viva.