Superó un cáncer que le diagnosticaron a los tres meses con un pronóstico que le daba un mes y medio de vida
Desde bebé Marcela se encontró con esta enfermedad que la tuvo varias veces al borde de la muerte. Sin embargo, nunca se entregó y mostró una gran fortaleza a la hora de transitar esos duros momentos. “Yo sabía que tenía que estar encima de ella, cantarle, hacerle mimos, nunca la iba a dejar sola”, dice su mamá.
Su mamá cuenta que Marcela Mileo nació por parto normal y que pesó 2, 800 KG. Sin embargo, lo que más le llamó la atención a Teresa era que su hija tenía un granito en la cabeza y otro en la panza.
“Lloraba por las noches y de día tenía espasmos del sollozo. Recorrimos las salas de Neonatología, Pediatría y Dermatología sin resultado alguno, también probamos con cremas, baños secos, remedios y leche de soja”, recuerda Teresa.
Al mes de vida Marcela tuvo una fractura expuesta patológica del fémur de la pierna izquierda. Sus padres la llevaron al Hospital Churruca, donde había nacido, para que le realizaran una placa y el radiólogo les dijo que veía un “solcito”. Entonces, les recomendó que fueran a otro centro de salud que contara con una mejor tecnología.
¿Un mes y medio de vida?
Sin embargo, su mamá no hizo mucho caso hasta que comenzó a darse cuenta que a Marcela le habían salido más granitos en la pierna, pero también en la panza, en los dedos, en las orejas y en el cuello. Entonces, la llevó al Hospital Zubizarreta y el médico que la atendió le indicó que fueran a la sección de Oncología del Hospital de Niños Ricardo Gutiérrez.
Después de realizarle varios estudios le diagnosticaron Histiocitosis X, una enfermedad cuyo tratamiento era similar al del cáncer. Y como era generalizada los médicos le habían dicho a Teresa que la expectativa de vida de su hija era de no más de un mes y medio. “Tuve que firmar para autorizar que le hicieran la quimioterapia porque no tenía ni la talla ni el peso para poder hacer el cálculo de la droga que tenía que recibir. Yo soy católica apostólica y siempre puse todo en manos de Dios y de la Virgen María, yo sabía que si Dios me la había mandado a mi hija teníamos que lucharla. Había sido una beba buscada, esperada, deseada, mi otro hijo (Leonardo) ya tenía cinco años y yo quería una nena para peinarla y vestirla”, rememora Teresa.
Y a partir de ese momento comenzó una larga lucha que, según cuenta Teresa, fue terrible porque por aquellos años no existía una sala de Oncología para niños. “Donde había un agujerito la internábamos. Y después teníamos que ir a buscar junto a las otras madres al Médico Oncólogo para que viniera a ver a nuestros hijos. Era triste porque en ese momento la palabra cáncer era sinónimo de muerte, pero yo lo asociaba con la enfermedad, con el tratamiento, con la lucha y con la esperanza de que Marcela pudiera salir adelante”.
Otra prueba superada
A los tres meses le colocaron un yeso que debió tenerlo durante 60 días. Las primeras dosis de quimioterapia fueron complejas y a los seis meses comenzaron a hacerle punciones de médula cada mes y medio.
A los ocho meses le dieron el alta después de cinco meses de tratamiento. “Yo sabía que tenía que estar encima de ella, cantarle, hacerle mimos, nunca la iba a dejar sola. Para mí eso fue muy positivo, era como que se sanaba, el amor de la madre es fundamental”.
Al poco tiempo a Marcela le descubrieron un granuloma en el cerebro con compromiso nervioso. De golpe, una tarde se durmió y no la pudieron despertar por lo que la derivaron a Terapia Intensiva. De hecho, el cuadro era tan grave que una noche un médico le confesó a Teresa que posiblemente su hija no iba a superar esa situación.
Gracias a Dios, a los tres días empezó a mover los brazos y las piernas. Había estado 23 días en Terapia Intensiva pero sus ganas de seguir viviendo, el amor de su familia y el trabajo de los médicos habían logrado que Marcela atravesara con éxito ese otro momento crítico, otra prueba que el destino le había puesto siendo tan pequeña.
Como el diagnóstico de todo el tramo óseo estaba comprometido con tumores, los médicos pensaron que sería mejor amputarle su pierna izquierda. Sin embargo, en un ateneo el doctor Jorge Buccino determinó continuar con radioterapia y la parte ósea comenzó a recuperarse. “Este médico hizo una ventanita en el yeso y todos los días yo tenía que sacar esa ventanita y limpiarle con bálsamo del Perú. El doctor me había dicho que si yo cumplía con esta tarea, le íbamos a salvar la pierna. Fueron 60 días, todo el esfuerzo dio sus frutos y finalmente pudimos evitar la amputación”, se enorgullece Teresa.
Luego de una de las tantas operaciones a las que fue sometida, le colocaron otro yeso que lo tuvo durante dos años porque la enfermedad le había comido todo el fémur.
“Con la perra aprendí a caminar”
Marcela tiene muy pocos recuerdos de aquellos días, vagamente se acuerda de la sala de quimioterapia, de los sillones todos rotos, de las enfermeras y de los médicos que le hacían chistes.
Pero de lo que sí se acuerda era de la perrita que le habían regalado cuando había cumplido un año, una ovejera alemana que fue su mejor amiga y la acompañó en todo ese proceso. “Con la perra (se llamaba Osa) aprendí a caminar: me colgaba del cogote y ella me llevaba, yo todavía estaba con el yeso. Con ella jugaba, la vestía, la tenía horas acostada cuidando a una muñeca bebé, fue una amiga muy fiel, siempre había estado al lado mío. Para mí, los animales son lo mejor que hay, especialmente para los chicos que tienen alguna patología el animal es el mejor amigo”, se emociona Marcela.
Como Marcela no pudo ir al jardín, su mamá le compraba cuentos, pintaban, cantaban y jugaban con palitos de helado. La idea era que más allá de su tratamiento oncológico seguía siendo una niña que necesitaba jugar.
El apoyo de la familia y de las docentes
A Marcela le dieron el alta a los cuatro años. En ese momento, cuenta su mamá, ya tenía seis meses de descanso de la quimioterapia y solamente debían regresar al hospital una vez por mes para hacerse controles. Los análisis de sangre daban bien y la enfermedad había hecho remisión en algunas partes.
Después de los cuatro años los controles se hicieron una vez por mes, luego cada tres meses y más tarde una vez por año. Y a los 15 años le dieron la remisión completa, con controles anuales.
Pese a que a raíz de la enfermedad quedó hipoacúsica, la primaria la hizo muy bien, aunque tuvo algunas dificultades para leer y escribir: había algunas letras que al no escucharlas bien, las reproducía de la forma que las oía.
“Yo no te puedo hablar de la enfermedad porque hice la vida de una nena normal, siempre fui cabeza dura y, por ejemplo, me largué a andar sola en bicicleta sin rueditas en un lugar de calle de tierra. Nunca sentí que padecía una enfermedad pese a que me cargaban algunos compañeros del colegio por como hablaba. Pero conté con un grupo de amigos que me cuidaban como si fueran mi familia y con el amor de mis maestras que siempre me quisieron”, dice Marcela.
Discriminación
Una vez que terminó la secundaria, Marcela empezó a estudiar para Maestra Inicial pero solamente cursó un año y medio a raíz de un conflicto que tuvo con una psicopedagoga.
– Una persona con cáncer no puede ser maestra jardinera, nadie te va a tomar en ningún lado –le dijo esa mujer a Marcela.
-La verdad no la entiendo porque siendo psicopedagoga usted me confunde porque me enseña una técnica de cómo tenemos que ser con los niños pero usted me está discriminando. Además, que yo sepa el cáncer no es contagioso y usted no tiene derecho a hablarme así –le respondió Marcela.
En ese momento se sintió triste porque, además, vio como le cerraban las puertas cada vez que tenía entrevistas laborales a raíz de su enfermedad. Sin embargo, no estaba en su naturaleza entregarse ni bajar los brazos.
Como su hermano tenía una veterinaria en Villa Lugano, Marcela comenzó a ayudarlo en algunas tareas como, por ejemplo, bañar a los perros, controlar al peluquero, limpiar el local y atender a la gente. En un momento Leonardo empezó con los preparativos de su casamiento, se mudó a Caballito y a ese barrio también trasladó su negocio. Fue ahí cuando la incentivó para que se animara a largarse sola en ese rubro. Entonces, su mamá vendió un departamento que tenía y le compró un local donde desde hace 12 años Marcela tiene su propia peluquería canina: “Patas sucias”. “Con los animales tengo toda la paciencia del mundo y si me toca un perro agresivo igualmente voy a tener muy buen trato”.
Ella corta el pelo, los baña, le corta las uñas y le limpia los oídos. “Muchos bajan los brazos, pero yo tengo una mamá que siempre estuvo conmigo, siempre me empujó y me incentivó para que saliera adelante”, llora Marcela, mientras la mira de reojo a Teresa.
“Me dejó muchas enseñanzas y la admiro”
Además, Marcela disfruta de sus dos sobrinas: Candelaria (13) y Matilda (5) que son sus dos amores. Vienen a su casa, juegan y cantan. Y su otra gran compañía es Simona, su Rottweiler. También hizo un curso de lengua de señas y, quizás, en el futuro pueda dedicarse en este campo laboral.
Marcela, que actualmente tiene 36 años, desea resaltar a la escuela primaria 97 y 137 de Villa Celina por la integración y a la secundaria comercial 12 de Lugano que la acompañó durante toda su adolescencia, tanto el personal docente como auxiliares. Y también al Hospital Marie Curie a donde asiste desde los 18 años.
“Yo acompañé pero la que puso el cuerpo, la vida y el alma fue ella porque acompañar es estar al lado y sostener la mano y dar cariño que es lo que hice. Cuando viene la enfermedad a tu casa la tenés que agarrar y no queda otra. Yo estoy muy contenta con ella, veo sus logros, es una muy buena persona, solidaria, muy buena amiga, tiene muchísimos valores. Me dejó muchas enseñanzas, yo la admiro por su dedicación, su tesón y la fortaleza que tiene”, finaliza su mamá.
Alejandro Gorenstein