Lafilomena
Me llamo Patricia. Me diagnosticaron cáncer y estoy sanando. Entendí en este tiempo, que estar con otros, acompañada, sostenida, es parte de la cura. Emilia me dijo en una de las sesiones: “el cáncer duele en el cuerpo y en el alma”. Entonces, además de sanar mi cuerpo, me dispuse lentamente a sanar mi alma.
Escribir me ayudó. Siempre lo había hecho. Pero en algunas noches de insomnio lo hacía impulsivamente. Escritura automática, para sanar heridas, para escupir el cáncer y renacer cuando salía el sol.
Me llamo Patricia. Tengo dos hijos, Ezequiel y Alejo, así se llaman. A ellos miré desde la cama del sanatorio cuando Juan, mi médico ginecólogo, nos dio la noticia. “Tenés cáncer de ovario. Lo lamento porque es de los más agresivos. De todas maneras tenemos que esperar la biopsia.” Nos empezó a contar la historia de una de sus pacientes que había vivido más de un año. Ya no recuerdo exactamente todas las palabras que brotaron de su boca. Sólo que pensé y me dije a mi misma -pobres chicos-.
Desde la operación a los primeros síntomas habían pasado 15 días. Un dolor intenso en el bajo vientre me hizo caminar hasta la guardia del sanatorio. Viernes a la noche. Fue después de una cena con mis hijos, sus novias y una especie de pareja que tenía en ese momento, cuando empezó todo. A Juan llegué por recomendación del médico de guardia.
¿Serán las historias todas iguales? Digo, estas que narramos. No quisiera ser reiterativa. No sé si lloré demasiado. Siempre fui llorona, de lágrima fácil. Lágrimas de cocodrilo decía mi madre: gotas grandes, gordas, pesadas que caían en la mesa cuando me retaban.
No dije ¿porqué a mi? No dejé de creer en mi dios. No insulté.
Después de 10 días interminables, sonó el celular. “¿Patricia? Soy Juan. No sabés lo que me costó encontrar tu número. No lo tenía agendado y volví loco al personal del sanatorio. Tengo tu biopsia. Venite ya a mi consultorio. Si te ponés las pilas te vas a curar”. Fue fuerte escucharlo. Parecía contento y fue muy amable. Casi era una extraña para él y él un extraño para mí. En ese momento entendí que la dureza de sus palabras en el sanatorio compensó con la generosidad del llamado. Y allí fui.
Cáncer de ovarios B1. De los dos médicos que me recomendó le pedí que me señalara uno, el que el creyera que era el mejor: “Pedí turno con Martín ya”, dijo.
Me llamo Patricia. Soy Historiadora del Arte. Y en ese momento era profesora en escuelas secundarias. Amé mi profesión pero hoy soy una docente jubilada. Trabajar con adolescentes para mí fue un privilegio que llevo en mi corazón.
A Martín fuimos a verlo los tres. Miró los estudios. “Te voy a decir tres cosas –dijo-: tenés que hacer quimio, se te va a caer el pelo y acá no llorás más. La ves a Emilia y empezás terapia” Quedé muda, fueron los chicos quienes preguntaron. Fueron seis ciclos cada 20 días.
No voy a contar los síntomas después de cada ciclo. Pero sí quiero decirles que, si bien me compré una peluca que me puse solo una vez, durante el tratamiento me pelé tres veces. No usé pañuelos. Aprendí a verme la cara que tapé durante muchos años con el pelo. Descubrí otra mujer.
Me llamo Patricia y durante muchos años fui una persona oscura, triste, depresiva, que si bien le tenía terror a la muerte, quiso quitarse la vida porque no le encontraba sentido. Vivía angustiada, paralizada.
El cáncer salvó mi vida. Y en vez de “luchar contra el cáncer” me hice amiga.
Fui asistente perfecta. Cada 20 días compartí mis sesiones con 8 pacientes. Me iba contenta, maquillada como una puerta, con mi pelada al descubierto. Puse mis energías en ello y conseguí terminar el tratamiento en tiempo y forma.
Me llamo Patricia y hace un poco más de un año me desperté de un letargo espantoso, de una vida más llena de grises que de colores plenos. Oscura, pensante, paciente eterna de otros tumores, la psiquiátrica, la loca, la que se miraba siempre su ombligo, la solitaria, la sola, la de las causas justas, la que peleó sostenidamente contra molinos de viento, la de los padres violentos, la sobreviviente de mandatos paternos, la que perdió relaciones.
Todo ese tiempo la batalla fue contra mí misma. En algún punto siempre ganaba, pero a costa de poner el cuerpo, de exponerme, de ponerme en el lugar de.
La palabra cáncer, la que todavía duele, asusta, esa palabra me puso en el aquí y ahora. No hay tiempo que perder. Entonces aprendí que estar acompañada, estar con el otro sanaba y sana mi alma. Para sostenerme hice y hago mucho.
Con una profe y algunos compañeros aprendí a usar mi máquina de coser.
Me junté con un grupo de “viejas” más jóvenes que yo todos los lunes para volver a poner en acción mis neuronas. Recuerdo copiarme en los crucigramas porque no acertaba una palabra.
Medité.
Me encontré con nuevos amigos y reencontré los perdidos en el camino.
Hice yoga y empecé a mover mis huesos y músculos en un centro de rehabilitación.
En un curso de iniciación a la ilustración empecé a expresarme con las manos.
Retomé la costura de objetos con un grupo de un centro cultural.
Hice terapia y fui al psiquiatra.
Viajé.
Marché.
Empecé a estudiar el doctorado en Arte.
Cursé algunos talleres de escritura académica y leí demasiado.
Hice mucho y todo lo que podía para conectarme con otros.
Me llamo Patricia. Tuve que salir de una relación violenta. El chino nunca me nombró. Lo conocí un mes antes del diagnóstico y fui muy concreta con mis palabras porque apenas nos conocíamos. “¿Me vas a acompañar?” y dijo “Sí”. Sentí alegría. Fue bueno al principio.
Él se nombraba músico, catedrático, creativo. Me fue aplastando. “Gorda pelada” “Nabooooooo” eran sus formas de nombrarme. No creía en la enfermedad. “No tenés nada. Hablé con mi madre, médica toda su vida. Vos estás sana”, “Tu hijo tiene cara de puto” (como si fuera una forma de ofenderme), “Me aburro con tus pendejos”, “gorda tarada, que habla y habla” y después un adiós que nunca fue dicho en palabras. Solo un bloqueo en el whatsapp de su parte cuando tuve que decirle que no podía verlo más porque Emilia, mi terapeuta, había sentenciado: “Si seguís con esta relación el viernes no entras a la quimio” Que dolor. Todavía duele. Todavía extraño esa relación parecida a la muerte. Todavía me pone nerviosa mi recorrido por los pasillos de la facultad porque no sé cuando lo puedo cruzar. Escribo y se me caen las lágrimas de cocodrilo. Escribo, pienso y confirmo que la palabra sana.
Me llamo Patricia y para estar con otros, a través de las redes armé una convocatoria de arte correo con el intento de ayudar a que las personas en situación de vulnerabilidad puedan expresarse a través del arte. Muchas veces hemos escuchado que el arte sana. Y para mí, esa frase se convirtió en una certeza. Así nació, hace casi un año este pequeño-gran sueño. Su temática tiene que ver con esto. No estamos solos. No deberíamos estar solos.
“Estoy acá para vos” es una forma de acompañar-nos que se hizo tangible con la llegada de muchas postales de todo el mundo que con el tiempo se transformaron en una bella exposición.
Hoy sigo trabajando en ello, buscando espacios, creando lazos para no perderme en mis propios pesares. Estoy sanando, re- encontrándome con mi interior herido para ponerlo al servicio del otro.
Me llamo Patricia. Me nombro, para entender que estoy viva, que soy, que existo, que ya nadie, nunca más, me va a denigrar y que siempre “es solo por hoy”. En cualquier contexto, en cualquier situación. Doy gracias todos los días cuando me despierto. Soy feliz más tiempo y más intensamente que en toda mi antigua vida.
Renazco,
empujo,
persisto,
abro mi conciencia a la posibilidad de otros mundos.
Vivo.
Y estoy acá para vos, para ustedes, para todos.