Maneco
Corría el año 1975, era muy joven, buen estado de salud, eso creía, época de mucha actividad, trabajo, estudios, crianza y educación de mis pequeños hijos, hasta que comencé con algunos problemas en mi sistema digestivo, no se encontraban las causas y se calmaban parcialmente con remedios de venta libre, como pastillas de carbón y otros. Alrededor de octubre de 1976 se me agravaron y concurrí a una consulta en mi hospital. Luego de distintos estudios, (radiografías, endoscopías y otros) se descubrió dentro de mi estómago una imagen sospechosa y me dijeron que debían efectuarme una intervención quirúrgica para quitar un problema. Dije que sí. Fue el 3 de diciembre de 1976. Allí se me extrajo una parte del estómago, en la que había un tumor. Inicialmente se creyó que era un carcinoma gástrico. Se observó en la operación o después de ella, no recuerdo, que había una metástasis hepática. Una vez dado de alta, debido a mi curiosidad y preocupación, intenté averiguar de qué se trataba, en otro lado, porque antes, hablo de la década del 70 del siglo pasado, muchos profesionales no informaban al paciente sobre el problema que padecía, transmitiendo a su familia el diagnóstico. La única persona mayor de mi familia en Buenos Aires era mi esposa, que en ese momento estaba embarazada. No había ningún otro familiar a quien comunicarle mi situación y a ella quizás no le informaron por su estado de gravidez. Conseguí el diagnóstico. Pregunté qué significaba eso a un conocido, integrante del sistema de salud, sin aclararle de quién era. Me dijo que era maligno y que los tiempos de vida eran pocos. Se derrumbó el mundo sobre mí. Lloré los primeros instantes. Me hice la pregunta que casi todos se hacen en ese trance: “Por qué a mí?”. Era joven, con poco más de 30 años, tenía dos hijos muy pequeños y el tercero en camino, casi como que recién empezaba mi vida. Me recompuse, junté fuerzas. Pensé que mi familia quedaría desamparada y busqué algunas compañías de seguro que me cubran por riesgo de vida, por la mayor cantidad de dinero posible, para que mi esposa y mis hijos tuvieran lo suficiente para vivir económicamente algún tiempo si yo falleciera. Me encontré con una realidad que desconocía. Debía decir la verdad de mi salud a esas compañías sobre lo que me preguntaran, no mentir, algo que no estaba en mi intención, mentir y, además, debería hacer una revisión médica, donde seguro aparecerían mis males. Imposible. No me asegurarían. Lo descarté.
Pasado cierto tiempo y con otros estudios, se determinó que el diagnóstico correcto era el de tumor carcinoide gástrico con metástasis hepática, un poco más alentador (hoy en vez de carcinoide se denomina neuroendocrino). La metástasis comprendía un tumor bastante grande y muchos otros menores.
Tiempo después, en 1977, tuve otra vez más problemas digestivos, con los anteriores y nuevos síntomas, como enrojecimientos y picazón en las plantas de las manos y los pies, faciales, en el pecho y en la espalda, entre otros lugares, con sofocos y calores, causantes de muchos malestares. Luego de nuevos estudios se agregó al diagnóstico anterior el de “síndrome carcinoide”, que es la consecuencia de la actividad de los tumores en este tipo de mal, que al volcar ellos al torrente sanguíneo excesiva cantidad de elementos se tornan muy perjudiciales. El diagnóstico final quedó: “Tumor carcinoide gástrico con metástasis hepática con síndrome carcinoide”
A mediados de 1981, en un hospital de la Ciudad de Buenos Aires, a través de un catéter, se me efectuó la embolización de la arteria hepática, procedimiento novedoso en esa época, que implica la anulación de esa arteria para evitar la irrigación de los tumores, para que no se nutrieran con sangre, pero no resultó. Como consecuencia de ese procedimiento se me produjo hipertensión severa (24), entré en coma y fui llevado inconsciente a terapia intensiva, recuperándome uno o dos días después.
A fines de ese año, 1981, por razones laborales fui a vivir a otro país (España). Durante 1982 no me hice atender de la dolencia. En 1983, por recomendación escrita de un médico argentino concurrí a un prestigioso centro médico oncológico de París (Francia), donde fui atendido por un especialista en tumores carcinoides. Me indicó iniciar un tratamiento de quimioterapia mensual, con un coctel de tres drogas. La primera práctica fue hecha en ese Instituto. Volví a Madrid. Desde esa ciudad viaje nuevamente a París 2 ó 3 veces, para seguir con sendas sesiones. Por ser demasiado oneroso ir a la capital francesa todos los meses fui derivado a una clínica de Madrid, en la que continué con el tratamiento hasta principios de 1984, en que volví a Buenos Aires, siguiendo aquí con la aplicación de esos fármacos. No resultó. Sufrí demasiado y en algún momento pensé que no tenía sentido vivir así. Ese tratamiento desgastante me producía vómitos y malestares severos por al menos de entre diez y quince días mensuales. Me recuperaba y al poco tiempo el ciclo se repetía. Mi calidad de vida descendió. Hasta pensé que sería mejor que Dios se apiade de mí. En las imágenes de las tomografías el tamaño de los tumores hepáticos seguía igual y los síntomas continuaban. Pero soporté, por mis hijos y porque amo la vida. Pasado cierto tiempo, en vista que no se percibían mejoras se me suspendió el tratamiento. Me sentí aliviado. Después estuve muchos años en muy buen estado, pero siempre con los malestares del síndrome carcinoide, hasta que en el año 1992 al hacerme la revisión anual de todos los órganos mediante una tomografía computada, apareció una nueva imagen, ahora en el riñón izquierdo, compatible con un quiste. Me dijeron que era muy común que hubiera quistes en ese par de órganos. No se le prestó mayor atención. En tomografías sucesivas la imagen del supuesto quiste aumentaba su tamaño de estudio en estudio, de alrededor de 1 cmt. a los inicios a 2,8 cmts. el último, casi un año después. Se investigó esa imagen, ordenándose la extracción de una muestra y su estudio, en un hospital de Buenos Aires, a través de una tomografía computada, en la que se visualizara el recorrido del catéter extractor (valga el término) y se llegara al centro de esa imagen para obtener el material necesario. Fue donde se determinó, estudio citológico mediante, que no era un quiste sino un carcinoma renal de células claras, (cáncer de riñón). Fui operado, extrayéndoseme una parte de ese órgano donde ya el tumor medía 4,5 cmts. de diámetro. Luego de un tratamiento preventivo de casi un año con un medicamento que aumenta las defensas orgánicas, por si hubieran quedado células malignas en la zona, fui dado de alta, conservando hoy ese riñón con su funcionalidad normal.
En el año 2008 fui operado nuevamente, con la intención de quitar parte de uno de los lóbulos hepáticos, donde se encuentra el mayor tumor, entre otros, que tenía de diámetro entre ocho y diez cmts. (Hoy es un poco más pequeño), para mitigar los efectos adversos que causa el síndrome carcinoide y minimizar los síntomas. Al hacer el cirujano hepatólogo una revisión de mis órganos, que tenía delante de si, previa a la extirpación detectó por tacto o visualmente, lo ignoro, nuevos tumores en el abdomen, en la parte externa del estómago, en el epiplón y en algún otro lugar, y se decidió no seguir con ese acto quirúrgico, programando una nueva intervención junto a un cirujano gástrico, donde se quitaría lo previsto del hígado, más todo el estómago y adyacencias. Pedí algún tiempo para meditarlo y resolver. Luego tomé la decisión personal, íntima e inconsulta, de que no se me hiciera ninguna de esas operaciones, dejando a Dios mi destino, porque creí que sin calidad de vida, al quedar sin estómago, viviría un proceso penoso y mi existencia iba a ser muy complicada. Pero, fundamentalmente, porque presumí que si los tumores eran de igual característica, los anteriores y los recientes, quizás contemporáneos y no detectados antes, con los que había logrado llegar hasta ahí, podría seguir viviendo un tiempo más con todos ellos, esperanzado en el remedio que se me inyecta cada 28 días desde el año 2000 y que siempre me dio muy buenos resultados. Acerté. Aunque los tumores siguen estando creo haber tomado la decisión correcta. La droga que se me aplica ha sido sumamente beneficiosa, según mi entender y, entre otras cosas, redujo el tamaño del mayor, aliviando mis síntomas, sin percibir efectos colaterales por su aplicación, bajando en muchas oportunidades hasta índices normales los a veces elevados valores en los estudios de laboratorio, sobre tumores neuroendocrinos digestivos, como son, entre otros, el ácido 5 0H Indolacético (valor normal es de 2 a 9) y la cromogranina “A” (valor normal inferior a 4). Por la actividad tumoral he llegado a tener valores de 207 y 1000 respectivamente.
En el año 2015 se intentó atacar los tumores y los síntomas del síndrome carcinoide, otra vez, con un nuevo procedimiento en nuestro país, en un reconocido y prestigioso Instituto Oncológico público de la Ciudad de Buenos Aires. La práctica se llama radioembolización y está basada en un elemento de medicina nuclear, el itrio 90 u otro similar. Luego de los estudios de rigor, se llegó a la conclusión de que no era posible dicho tratamiento, porque dos terceras partes de mi hígado están dañadas, un tercio por la lesión provocada por la embolización de la arteria hepática del año 1981, otro tercio por la gran cantidad de tumores existentes y queda sólo un tercio en buen estado. Se temió provocar daños a esa parte sana, lo que de ocurrir, llevaría quizás a un paro hepático o algo así. Acepté ese diagnóstico con resignación y plena confianza, como ha sido mi forma de llevar este mal, que por la medicación y la atención he tenido esta larga supervivencia, de buena calidad dentro de todo.
Después, en 2016, me ordenaron unas pastillas de administración oral diaria, sumamente caras, uno de los últimos tratamientos contra este mal, que aliviarían los síntomas que me impiden andar mejor y evitarían el progreso de la enfermedad, pero, como contrapartida, tiene muchos efectos secundarios. No me fue nada bien, mi salud decayó por sufrir algunos de esos efectos y además existía el peligro que disminuyeran mis defensas orgánicas. A 50 días de iniciado el ciclo que se pensaba iba a ser más largo, había bajado ocho kilogramos de peso (de 82 kg a 74 kg) y también se me presentó una trombosis venosa profunda triple en la pierna derecha, de la que aún estoy en recuperación. Tuve que usar muletas, lo que me hizo suspender la caminata diaria de una hora que siempre realicé. Me sentía débil, me aparecieron pequeñas llagas en la boca y estaba desganado. No sé si atribuir todo ello a efectos secundarios del medicamento, o habrá sido otra la causa. Lo ignoro. En vista de todo eso, mi médico oncólogo suspendió la toma del remedio, en espera de una nueva ocasión para reiniciarla más adelante, quizás con una dosis menor.
Se me hacen periódicamente estudios del corazón, porque al generar las tumoraciones una excesiva cantidad de elementos, como ya dije antes, que viajan por el torrente sanguíneo, como neurotransmisores y hormonas, especialmente la serotonina, entre otros, pueden provocar un estrechamiento en su interior, en una válvula del lado derecho de ese importante órgano muscular, lo que trae a veces graves complicaciones, entre ellas el deceso del paciente. Hasta hoy no he tenido problemas.
En su momento, al inicio de esta dolencia le pedí a Dios que me concediera la gracia de la vida por cinco años más, para ver crecer en ese tiempo a mis tres pequeños hijos de aquel entonces. No sólo me concedió ese don, sino que también me envió, en 1980, a un cuarto niño, hombre hoy. Alguien me tildó de irresponsable en ese momento porque el niño, se me dijo, no tendría al padre en su niñez. He pasado más de la mitad de mi vida, relativamente larga, con esas dolencias oncológicas.
En algún momento y a principios de mi enfermedad, angustiado y queriendo aferrarme a cualquier tabla de salvación, me dejé hacer algún tipo de medicina “casera”, léase curanderismo, aunque nunca confié en lo más mínimo en su eficacia y fue sólo para aceptar la ayuda de personas bien interesadas de mi círculo cercano. Todas mentiras que llevan a los pacientes a perder tiempo y recursos. En esta enfermedad el tiempo es fundamental. Recuerdo ahora y sin querer comparar el caso con el mío, el de un conocido hombre estadounidense, creador tecnológico de fama mundial, con un tumor neuroendocrino en su sistema digestivo que a principios utilizó medicina alternativa, perdió demasiado tiempo con ella, supervivió ocho o nueve años y cuando empezó a usar la medicina tradicional ya era tarde.
No ha sido fácil, pero pude sobrellevar muy bien mis problemas de salud, haciendo a veces, pausas en los tratamientos por largos períodos, salvo la revisión anual completa que siempre se me hace, lo que me permitió llevar una vida casi normal. Valió la pena. Considero que he sido un afortunado, dentro de todos esos infortunios. Esta enfermedad, que se me presentó en dos formas distintas e independientes, como los tumores neuroendocrinos en estómago, hígado y epiplón y el carcinoma renal, me ha hecho ver las cosas desde otra óptica. He tenido a mi alcance todos los medios existentes para los tratamientos, las mejores instituciones y extraordinarios médicos, que me han dado, y me siguen dando, no sólo un tratamiento, sino también un trato humano, tan necesario como una práctica profesional. La mayoría de las veces gratuitamente, con el apoyo permanente de mi obra social, lo que sólo ocurre en nuestro bendito y hermoso país y que en otros ni cercanamente sucede.
La pasividad no estuvo nunca en mí, siempre quise estar informado de todo, sin creer, ni por asomo, que yo era mi médico, sólo fui un paciente que buscó saber, aunque duela, que sucedía en mi cuerpo y cómo poder colaborar con los profesionales que me atendían, sugiriendo, dialogando con ellos, preguntando y a veces tomando decisiones personales, como si operarme o no. Como es relativamente mínimo mi conocimiento sobre el tema nunca cuestioné decisiones médicas ni pensé que por mí pasaba la verdad, pese a que siempre me informé sobre mis males. El que sabe es el médico. Creo que todos los profesionales que me atendieron lo han comprendido. Mi relación con ellos, a mi entender, ha sido excelente.
Cuando se cumplen los respectivos períodos me ordenan estudios de colon, cada tres o cuatro años y también los masculinos de manera anual. Las armas fundamentales en la lucha contra esta enfermedad son la prevención y la detección temprana. Prevenir es curar.
Estoy muy activo. Sigo caminando una hora diaria, bailo, viajo a ver mis hijos y nietos que están lejos en la distancia, pero muy cercanos a mi corazón. Estos males me ayudaron a ver lo valiosa que es la salud y lo precario de esta vida. Agradezco a Dios, el haber podido llegar hasta aquí. Las enfermedades oncológicas no son ineludiblemente el fin de la vida por ellas mismas. La ciencia ha acudido para que exista realmente una muy buena supervivencia, muy larga a veces como la mía, más de 42 años y pienso que serán muchos más. No siempre significan la muerte. Fe, esperanza y manos a la obra. Si algo me ha dejado esta dolencia es apreciar todos los actos de mi vida, estar con mis hijos y nietos y darle valor al tiempo. Siempre salí adelante, buscando y usando los medios que aliviaran mis males. Puedo decir con certeza algo archisabido: la medicina ofrece todos los días nuevas soluciones a nuestros males físicos, especialmente en oncología y seguirá ofreciendo cada vez más. Con la prevención como base y los cuidados necesarios debemos tener esperanza, no cejar en la búsqueda de alivio o cura de ellos y, fundamentalmente, buscar y encontrar, como ha ocurrido en mi caso, a los profesionales de la medicina, tan humanos como profesionales, que nos ayuden. Creo que mi único mérito (o suerte) ha sido el haberlos encontrado.