Claudia B.B.
En el 2011 asistía a un club y practicaba diversas actividades físicas, Yoga, Pilates, Dance, Aeróbico, etc. No me gusta el alcohol y no fumo.
¿Por qué tendría que enfermarme?
A fin de año hice la mamografía anual de control. La ginecóloga me dijo: no se asuste pero tendrá que ver un patólogo mamario.
¿Por qué iba a asustarme?
Mientras esperaba a que llegara el día del turno la enfermedad me avisó que allí estaba. Asomó un bultito en la mama. Pensé: me operan, me lo sacan y ya está. Pero el patólogo me envió a hacer una magnificada y una biopsia. Y allí salió lo más temido, cáncer de mama.
Aproximadamente un mes después me extirparon dos tumores y dos ganglios, por suerte estos últimos no estaban comprometidos. Pero lo malo era que los tumores tenían un alto grado histológico.
El doctor me derivó a una oncóloga y ella decidió mi tratamiento. Consistía en hacerme 16 aplicaciones de quimioterapia y 34 de rayos. Recuerdo que a las primeras 4 sesiones de quimio las llame “las 4 malas”. Verdaderamente para mí eran malas. En algunos pacientes no se presentan todos los efectos adversos, pero yo los tuve todos y algunos más también. Pero si quería curarme tenía que pasarlas… y las pasé.
Cuando comenzaron a caer los primeros mechones de pelo le pedí a mi marido que afeitara mi cabeza. Él no quería, pero finalmente me lo hizo. No voy a negar que los primeros días no me gustaba verme al espejo, pero al pasar los días me fui acostumbrando. Me compré unos pañuelos muy lindos, un par de gorros y también una peluca (pero la usé muy poco). La peluca para mí fue un riesgo, lo digo desde mi experiencia, me sentía más segura con pañuelo o con gorro.
Mientras pasaba los días en mi habitación soñaba que estaba en el sur, en los bosques de Bariloche. Me imaginaba sus montañas y sus lagos. Sabía que tenía que superar el tratamiento para poder cumplir mi sueño.
Después de esas “4 malas” lo que siguió fue más fácil, solo sentía cansancio, pero ya iba a pasar. Comencé con rayos y tuve suerte, solo se me puso un poco roja la mama. La cuidé con cremas y todo estuvo bien. A esta altura ya estaba más tranquila, lo peor había pasado.
Cuando terminé el tratamiento era febrero del 2013. Pasamos ese día en familia y en casa; en la pileta con mi marido, mis dos hijos y yo. Mi hija preparó unos tragos sin alcohol y brindamos por una nueva vida.
La familia fue fundamental. No sé qué hubiera sido de mí sin ellos a mi lado. Para todos fue muy difícil afrontar mi enfermedad. La casa, el trabajo, los estudios, todo se complicaba y yo demandaba atención. Mis hijos colaboraban pero mi marido, sin duda, llevó la mochila más pesada.
Me sentía feliz, había superado la enfermedad. Comenzaba una nueva vida. Aprendía a valorar mis tiempos, a no hacerme problema por lo que no vale la pena, a pensar un poquito más en mí.
El médico, que se encargaba del centro donde me aplicaban los rayos, me dijo: “Imagine que tiene una biblioteca y se le cayeron todos los libros al piso, va a tener que ordenarla de nuevo. Ponga delante los verdaderamente importantes”. Eso es lo que trataba de hacer en mi vida. Todavía me es difícil, pero lo aprendo día a día.
Siguieron 5 años de pastillas y controles. Todo estaba a punto de terminar para bien. La oncóloga me pidió una tomografía para dar por finalizado el tratamiento y ella apareció pero de otra forma: “metástasis peritoneal de tumores neuroendocrinos”. Es un cáncer poco común descubierto no hace mucho. Eso es lo que tengo. Me lo diagnosticaron con una cirugía laparoscópica en marzo del 2018.
Me dicen que es una enfermedad lenta porque el crecimiento de estos tumores es lento. Me aplican mensualmente una inyección que ayuda a frenar el progreso de la misma. El cirujano me dijo que tengo que acostumbrarme a convivir con ella. A veces quisiera echarla, pero ella no se va a ir.
Actualmente estoy haciendo el tratamiento y estoy bien. Hago terapia para tratar de amigarme con la enfermedad. Está visto que me eligió y va a acompañarme el resto de mi vida. Mi amiga la menos querida.
Tanto me quiere que se quiso alojar en mi piel. Apareció una mancha sospechosamente fea en mi cuero cabelludo. La oncóloga me derivó a la dermatóloga y ella al cirujano de piel. El 27 de diciembre del año pasado me sacaron un pedacito de carne de mi cabeza. El diagnóstico fue “epitelioma vaso celular pigmentado”. Nada bueno. Pero afortunadamente estaba localizado y no demandó tratamiento alguno. Solo tengo que seguir controlándome la piel cada seis meses, junto con las mamas y los tumores neuroendocrinos. Por supuesto que también seguir con las inyecciones por la metástasis.
No voy a decir que bailo en una pata porque no es así. Pero estoy viva y eso es mejor que nada.
Mis visitas casi semanales por consultas o tratamientos las tomo como paseos. Comencé un taller de pintura decorativa y logré realizar trabajos que no creí capaz de hacer. Mi familia, con mi esposo a la cabeza, es el pilar que me sostiene.
Rezo. Rezaba en cada quimio, antes de dormirme en el quirófano cada vez que me operaban o bajo los rayos que me aplicaban. Rezo cada noche. Rezo todo el tiempo. Pido un día más, agradezco el que viví y vuelvo a pedir otro más, cada día.
Y la vida sigue igual, amaneciendo, desayunando con mi esposo antes de que se vaya a su trabajo, las tareas de la casa, la atención a mi hijo con capacidades diferentes, las charlas con mi hija. Y mi marido, el que siempre está, el amor de mi vida.
El psicólogo me dijo: “usted tiene la muerte comprada”. Así que voy por la vida, que no la tengo comprada, no tenemos nada seguro y nadie es eterno. Valoremos cada día, abracemos a las personas que amamos, digamos más seguido “te quiero”.
Seamos felices y si no podemos… busquemos la felicidad. La felicidad son pequeños momentos, son pequeñas cosas que a veces las tenemos delante de nosotros y no nos damos cuenta.
Busquemos la paz dentro de nosotros, tratemos de estar bien con nosotros mismos y así estaremos bien con todos. Recemos, seamos positivos. Agradecer, agradecer es fundamental. Pedir, pero no olvidarse de agradecer.
La vida nos da señales, a veces, crueles como una enfermedad. Y eso significa que algo tenemos que cambiar en nosotros.
Vivamos, pero vivamos de la mejor manera posible. Disfrutando cada momento, con la familia, con amigos, con los que nos quieren bien y busquemos ser felices. Porque nadie (nadie) tiene la vida comprada.