Fernanda Solís
Así empezó este caminar: en medio de una tormenta de miedos, sin saber que venía una tempestad mayor que enfrentar. Una mañana, el 24 de marzo de 2018, llegué ese domingo a una reunión en la que estarían todos los hermanos del consejo católico al que pertenezco, y un hermano que tiene la gracia del Espíritu Santo para trasmitir el mensaje del Señor compartiría sus palabras con nosotros.
Hasta allí no sabía aún qué venía. La frase “¡No tengas miedo!” fue con la que me recibió aquel salón y, al abrir las puertas, para incorporarme a la reunión en que se encontraban mis compañeros, la misma frase se escuchó durante unos veinte minutos, y en ese momento, empezó a entrar en los más profundo de mi corazón, de mi mente y la hice mía. Fue tanto lo que profundizó esa frase en mí “No tengas miedo, niña mía” decía el orador al meditar las Sagradas Escrituras, que mis miedos a los problemas que llevaba en ese momento, empezaron a descargarse.
De regreso a casa, manejé aproximadamente cuarenta minutos, sentí un dolor muy fuerte en el seno izquierdo. Soy una mujer acostumbrada al trabajo rudo, por lo que creí que era un dolor seguramente ocasionado por una fuerza, estrés o alguna otra cosa pasajera.
Sin embargo, al llegar a casa, el dolor persistió y mi seno se sentía inflamado, tenso. Recuerdo que hablé esa noche con mi hija por teléfono y me aconsejó que fuera al médico a realizarme una mastografía. “¡Sí iré!” fue mi respuesta, “¡Ya habrá de pasarme!”. A mi hermana le platiqué lo que me había pasado y me dio el mismo consejo, mi respuesta fue la misma. La verdad es que no fui, porque no tenía dinero para la consulta ni para los estudios, y no quería ir al servicio médico gubernamental en el que me encuentro inscrita, porque demoraban mucho los resultados, y generalmente los radiólogos son hombres y el pudor me ganaba. El detalle fue que no fui ni a uno ni a otro lugar. Pensé: “Total, hace casi cuatro años me hice una mastografía y salió limpia, no tengo descendencia con antecedentes cancerígenos, todo va a pasar”. Sí, efectivamente pasó.
Las recomendaciones que nos dan a todas las mujeres es siempre explorarnos, estar pendientes de cualquier malformación y, si había algo a lo que yo sí tenía pavor era a un cáncer cérvico uterino y siempre estaba pendiente de algo extraño. Gracias a Dios hasta hoy no ha pasado. En medio de ese dolor que pasó aquel día de regreso a casa, la inflamación había dejado algo que no supe reconocer como extraño porque aun a mis 47 años, mis hormonas provocaban en cada menstruación cierta molestia que hacia que mis senos produjeran una sensación de hinchazón, así que pasó por mi mente cualquier cosa menos que se estaba formando algo anormal dentro de mí.
Sin embargo, algo me decía que tenía que descartar toda duda y si me amaba tenía que ir a buscar cómo hacerme los estudios, así que el cuatro de junio de ese mismo año, acompañe a mi mamá a su cita mensual a la clínica del IMSS y, con toda la confianza de conseguir una cita, llevé mi tarjeta de afiliación. Justo en ese momento ya se iba la señorita encargada de agendar las citas en medicina preventiva, pero la amabilidad con la cual me pidió mi tarjeta me dejó admirada y me aseguró que me estaría llamando los días siguientes para indicarme la fecha de debía presentarme a mis estudios de mastografía. Confieso me sorprendió la atención de la chica que después se convertiría en mi enlace con los medios médicos, y en efecto, un día después me estaba llamando por teléfono para decirme el día, la hora y como debía presentarme para hacerme los estudios.
Llegó el día, regresaba yo del sepelio de uno de mis profesores de primaria y papá de uno de mis amigos de infancia y estaba consternada porque su muerte había sido provocada por algo que no sabían lo que era, pero había originado dolores intensos y el desmoronamiento de ciertas vértebras. Su muerte llegó rápido, un mes bastó para que falleciera. Así, pensativa, llegué a la clínica del IMSS y esperé aproximadamente dos horas antes de pasar al área de Radiología. Cuando entré, vi al radiólogo, recibí un saludo y posteriormente me dijo:
–¡Quite su brassier y póngase la bata!– fue la indicación recibida– Pase y ponga el seno izquierdo en la plancha.
Esa sensación de pena, pudor o vergüenza me la tenía que aguantar y procuraba no ver al radiólogo. Cuando me preguntó si ya me había hecho alguna vez la mastografía, presentí algo.
–Ahora el derecho– me dijo y tomó la placa.–Por favor, su seno izquierdo nuevamente.
El miedo empezó a generarse pero no quise hacerle caso.
–En diez días, aproximadamente, estarán sus resultados. Pase, vístase y en su consultorio le entregarán los resultados.
–Gracias, hasta luego–respondí, me marche después de haberme cambiado de ropa.
Aproveché y pasé a hacerme todos los estudios de rutina propios de la mujer: papanicolaou, presión arterial y otros.
Apenas habían pasado tres días desde que me tomaron las radiografías para la mastografía, y la chica encargada de medicina preventiva, quien había sido tan gentil de avisarme cuando tenía que presentarme, ahora me hablaba para decirme que tenía que asistir nuevamente a la clínica para otros estudios. Por segunda ocasión el miedo estaba ahí y la sospecha de algo desagradable creció; “Algo vieron” pensé y, en efecto, llegué para un ultrasonido al otro día de la llamada. Ya estaba mi cita lista, esperé nuevamente y entré al consultorio . Mi sorpresa fue encontrarme a un médico conocido para mí, aunque el a mí no me conocía, mas que de nombre. Nuestras hijas habían estudiado juntas las secundaria y el bachillerato y eran muy buenas amigas pero no había tenido la oportunidad de conocerle. Él hizo su trabajo, yo solo veía que pasaba y pasaba una y otra vez el lector sobre mi seno izquierdo y veía la pantalla, yo también veía. Hasta que me animé y le dije:–Doctor, por favor dígame qué es lo que ve.
Le dije quién era, y jamás olvidaré su mirada de tristeza cuando me dijo:
–No se detenga. Hay un tumor, hay que descartar que no sea maligno y lo más pronto posible hay que quitarlo.
Salí de la sala de ultrasonido, pensando en lo que me había dicho el médico, los resultados de la mastografía reportaban un tumor Birrads IV altamente maligno. Hasta ese momento no me lo habían dicho como tal, yo había revisado el resultado y eso decía textualmente. -Soy profesionista, ingeniero agrónomo y entendía qué significa altamente maligno. Me dirigí a la Dirección del hospital para que me autorizaran lo más pronto posible la cita con un especialista de ginecología, y le dieran seguimiento a este proceso. Mi cabeza no entendía qué estaba pasando y qué iba a pasar. Recuerdo que de regreso a casa, estacioné mi auto, empecé a caminar y me encontré a una niña a quien había visto crecer y hacía no mucho tiempo atrás había pensado en ella, porque quería pedirle que fuera nana de mi hijo cuando yo tuviese la necesidad de salir al trabajo o por pendientes. Ese día, creo que Dios la envió porque fue ella quien me ayudo en los quehaceres de la casa cuando llegaron los días difíciles.
Por la noche, llegaron dos amigas, que son como mis hermanas. Por teléfono, ya le había platicado lo que el médico me había dicho a una de ellas, y ella a su vez le compartió a su hermana que es enfermera jubilada. Cuando me vio, al llegar a casa, no pudo contenerse y como enfermera y amiga empezó a decirme que debía tener paciencia, que no tuviera miedo, que iba a ser un proceso largo, que quizá me iban a quitar el seno, que me iban a dar quimioterapias, tal vez radioterapia, que el pelo se me iba a caer y esto y lo otro… Yo solo escuchaba mientras hacía dobladillos a los pantalones de mi hijo Bruno. Le dije a mi amiga:
–No tengo miedo, verás que no llegaremos a todo eso. Y si es así, que sea lo que Dios permita que pase, él está conmigo, nada me pasará, tranquila, ¡ya verás!
–Yo te quiero acompañar– fue la respuesta de mi amiga. Con los contactos que ella tenía, inmediatamente me enlazó con la encargada de epidemiologia en el hospital. Le comentó la doctora que ella estaba enterada, pues le reportan todos los casos a los que hay que darles seguimiento. La doctora, muy amable, me canalizó al área de ginecología con uno de los médicos que tiene gran experiencia en este tipo de casos. En días posteriores, el médico revisó los resultados, exploró nuevamente mi seno izquierdo y fue allí cuando me explicó que había un tumor de aproximadamente diecisiete centímetros cúbicos de masa, según el ultrasonido y que había que descartar si en efecto era maligno. Así que, ni tarde ni perezoso, me preguntó si quería que me interviniera al día siguiente, porque él quería tomar la biopsia de ese tumor. Mi respuesta sin dudar fue “Sí, lo que usted me indique”. Ese día fue de trámites y más estudios, pero a las seis de la mañana del veinte de junio estaba en la sala de espera para ingresar a cirugía ambulatoria.
Días antes ya les había platicado a mis hermanas: somos cuatro hermanos, tres mujeres y el menor es varón. Ellas ya pasan los sesenta años y mi hermano y yo estamos entre los 45 y 48, pero había alguien en especial que debía darle la noticia. Era a mi madre de 86 años, que es una mujer fuerte, que seguía sobreponiéndose a la perdida de mi padre después de sesenta años de casados, problemas de salud propios de su edad y los problemas de salud de mis hermanos. Ahora, aunada vendría otra noticia.
Recuerdo que el diecisiete de junio, en el cumpleaños de mi segunda hermana,aproveché para decirles lo que estaba pasando, pues desde aquel cuatro de junio hasta ese día, ella solo veía que iba y venía pero no sabía absolutamente nada. Le dije “Doy gracias a Dios, mamá, que soy yo y no eres tú, ni mis hijos, ni mis hermanos quien va enfrentar este cáncer”. Sí, daba gracias a Dios porque eso me iba a hacer doblar rodillas, y tenía que aprender a poner mi fe en él.
Yo no sabía que era tener fe; no sabía que era pedir de corazón y daba gracias a Dios porque solo así podría estar quizá más cerca de él. Así que la noticia llegó y les pedí no me vieran con lástima, ni que me fueran a decir “Pobre, mi hija; pobre, mi hermana” que no quería verlos estar llorando, porque yo iba a estar bien, y fue allí donde aquella frase “¡No tengas miedo!” empezó hacer su efecto. No tenía miedo a la enfermedad, mi miedo era no poder ayudar a contribuir en la educación de mis hijos, no estar para ellos; mi miedo era que conociendo el estado de salud de mi madre y de una mis hermanas más cercanas, ellas se podían enfermar del estrés y yo no podría hacer nada. Pero la calma llega siempre.
Esa calma me la daba alabar a Dios mediante la oración, leer la palabra en las Sagradas Escrituras; todo lo había puesto en sus manos, ya nada era mío, todo se lo había dejado a él. Entonces, cada que iba a una consulta pedía que fuera Jesús quien me atendiera y así pasaba. El médico que me decía la gente que no me atendería bien porque tenía un carácter terrible, siempre era lo contrario lo que yo encontraba. Fue así que el doctor que me dijo que me intervendría para sacar la biopsia ese veinte de junio a las ocho de la mañana, me esperaba ya en el quirófano, hizo su trabajo y, horas más tarde, estaba de regreso a casa con mi dolor y la incertidumbre ahora de los resultados que reflejaría la muestra.
Soy madre de dos hijos, Victoria de 20 años en ese momento y Bruno de 7 años, que son mis motores y fruto del amor que recibí y compartí con sus papá; mis hijos se convertirían en mi preocupación más grande ante la avalancha que se acercaba y que había que enfrentar, pues la universidad de Victoria y el colegio de Bruno eran el asunto prioritario que atender: la economía en ese momento no estaba a nuestro favor.
Afortunadamente, dicen que es mejor tener amigos que dinero, y para mí eso se cumplió. Tengo un amigo patólogo y solicitó que le enviaran la muestra para analizarla lo más pronto posible. Así se hizo y dos días posteriores a la toma de muestra estaba la respuesta. Me pidió llegar a su consultorio acompañada, me explicó que tenía que ser valiente y debía tomar decisiones con sabiduría. El resultado era un carcinoma ductal infiltrante, sin patrón especifico, grado histológico II escala (2+2+2=6), carcinoma intraductal de bajo grado (van nuys) con microcalcificaciones.
Cuando me dijo eso, volví a dar gracias a Dios porque de toda la información que ya había revisado podía entender poco, pero sabía que no era tan agresivo. Para esos días, yo ya había leído varios artículos hasta de los tratamientos y las alternativas. Me sentía triste, sí, porque la decisión que debía tomar ahora era entre permitir hacerme una cirugía estética o una cirugía radical que implicaba perder un seno.
Muchas cosas pasaban por mi cabeza, pero sabía que debía estar fuerte, valiente y no tener miedo. Cada que sentía flaquear, la fortaleza llegaba.
Con los resultados de la biopsia realizada, me transfirieron a la especialidad de oncología quirúrgica; el médico revisó los resultados y, para ese entonces, ya teníamos los resultados de inmunohistoquímica. Con toda la información que tenía él, me explicó los riesgos de una cirugía estética, los beneficios de una cirugía radical, lo que me dejó claro que ya no había mucho qué pensar. Cuando me pregunto qué decisión tomaba, pedí pensarlo pero me vino a la cabeza un verso de la Biblia:
“Si tu ojo derecho te hace pecar, arráncalo y tíralo, porque es mejor que se pierda uno de tus miembros y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno” Mt 5, 29-31.
Así que tomé con valor la decisión que fuera una cirugía radical, con que perdería mi seno izquierdo. Yo, que siempre quise lucir unos senos bonitos, pero pensé “sino sirvieron para dar alimento a mis hijos ya que no generé mucha leche para amamantarlos, pues había llegado el momento de desprenderme de algo que ya no tenía una función. Por el contrario, si lo conservaba, sí podía hacer que más partes de mi cuerpo murieran. Estaba aún a tiempo.
Tenía un carcinoma grado II, no agresivo según los estudios, por lo que la cirugía radical ayudaría mucho a acelerar salir de este proceso. Me dieron fecha para el 22 de agosto de ese mismo año, me programaron para la cirugía total. Con la ayuda de mis amigos, familia y hermanos de la comunidad religiosa, llevamos juntos este proceso porque días después llegaron las cuatro quimioterapias., que fue una bendición más que fueran tan pocas, en un lapso de 3 meses.
El cabello se me cayó completamente; eso fue lo más fuerte que sufrí, después de un dolor intenso de huesos que tuve en la segunda quimioterapia. Pero, aparte de eso, no pasé a nada más, no sufrí ninguno de los efectos con que me habían asustado, todo fue leve. Fue mi fe, fue la medicina alternativa con la que acompañé mi proceso quirúrgico, fue mi estado de ánimo, fue la ciencia; todo contribuyó para que hoy este escribiendo estas líneas, para que hoy pueda compartir con mis seres queridos, de nuevo en mi rutina de todos los días, sonriéndole a la vida y confiando a Dios mi vida, quien me sostiene y da la oportunidad de disfrutar de todo lo que ha puesto a mi disposición para ser feliz. Ahora creo que la felicidad no depende de nadie más que de nosotros mismos.
Todo es posible si lo vemos con optimismo. Cuando asistí a las terapias de rehabilitación de mi brazo y escuché el testimonio de las compañeras que habían recibido ocho o catorce radioterapias e igual número de quimioterapias, no me cansaba de dar gracias a Dios y decía: “Gracias, Señor, por amarme tanto, porque me enviaste a tiempo a hacerme estudios y detectar en el momento justo este cáncer. Gracias porque solo recibí cuatro quimioterapias”. Cuando veía que a una de ellas ya le estaba creciendo su cabello y ya estaba trabajando, me decía en mis adentros “Así estaré yo”. Efectivamente, ahora después de haber concluido hace unos meses las quimioterapias, mi cabello ya está creciendo y me siento mejor. Experimente lo que es estar calva y me divertí, descubrí qué era sentirme diferente cuando caminaba con turbantes en la cabeza; aprender a usarlos fue otra experiencia que no imaginé vivir jamás, pero aquí estoy, dispuesta a seguir a lado de quienes amo y de Dios que me mira con misericordia y me escucha cuando levanto mi voz. La economía va mejorando y mis hijos están muy bien: casi por graduarse Victoria, y Bruno esforzándose por dar lo mejor de él pero ambos hacen que me sienta orgullosa de ellos y que toda lucha vale la pena.