Victor Y
Recuerdo cuando antes, hace apenas semanas, debía recorrer el mismo trayecto de regreso a casa solamente en automóvil. Como acompañante claro, perturbando a alguien más, que siempre voluntarioso y bien dispuesto se ofrecía regresarme a casa luego de las sesiones de radioterapia. Ya superada aquella, me quedó el hábito del regreso a casa, pero ahora a pie disfrutando el mismo trayecto, cual explorador maravillado, descubriéndolo todo nuevamente. Las mismas diagonales y avenidas por supuesto, también los tilos y fachadas eran las mismas. Pero, en cuestión de semanas, todo a mi alrededor, ¡todo dentro de mí! -y más aun, la inmensidad del cielo sobre mi cabeza, y la certeza del suelo bajo mis pies- todo se había transformado. No porque ya no hubiesen a mi paso flores de jacaranda, ni porque la brisa del oeste tampoco fuera ya tan fresca como en otoño: las mañanas resultaban igual de límpidas, pero ya traía consigo los aromas del estío. Mi andar, nuevamente continuo y no ya cansino, pocas veces demoraba mi regreso en considerar lo que siempre había estado escenificando mi paso: aquí un zorzal zambulléndose en un charco, allí una azulada cúpula que alguna vez relució su cobre; lo mismo de siempre, pero en fin: ahora la disposición, el enfoque y el espíritu habían virado.
Claro está, ese nuevo cambio de rumbo, no fue inmediato e imprevisto, como lo fuera aquella jornada que ninguno de los nuestros puede olvidar, aquella cuando destino da su zarpazo y nos anotician. Pero este en cambio fue paulatino, a simple vista menos determinante, aun así sin embargo creo precisar la ocasión cuando ese giro del cual hablo comenzó. Eran por entonces de mis primeras sesiones. En aquellas, uno se siente como amanecido en un universo extraño cuando ingresa a esos sitios; y ciertamente lo era. Te sientas solo a aguardar en un espacio que paradójicamente llaman “sala de espera“, y es por demás desesperante. Las mas de las ocasiones, están dominadas por una TV en lo alto, con algo sintonizado (cualquier cosa, siempre sosa) al que nadie presta atención, algo así como el púlpito improvisado de un predicador en una plaza pública, pretendiendo dominar la escena, de atraer el interés; generalmente el de pocos, y muchas más veces nadie, le dispensa la menor atención. A mis pocas asistencias, sentado yo junto a mi ocasional conductor del vehículo y acompañante, esperaba que el personal tratante me invoque por mi apellido; fue entonces cuando me topé con esto que, creo, dio inicio este giro copernicano del cual les hablo.
– Se nota que recién inicias el tratamiento.
Un hombre algo mayor que yo, me miraba con firmeza, de frente, indudablemente convencido de lo que decía. Antes de responderle, miré a mi acompañante buscando cierta complicidad; pero noté que ni se percato del sujeto.
– Hola, respondí con desdén, para enfatizar que no se había presentado, siquiera había saludado.
– Es claro que recién has llegado. Los acompañantes, prestan atención a la ornamentación, la disposición del mobiliario, el orden de llegada de otros pacientes, o se sumergen en una revista fútil. En cambio nosotros, cuando apenas iniciamos, nos sentamos, apoyamos los codos en las rodillas, ponemos la cabeza entre las manos; y en ocasiones, nos descubrimos a nosotros mismos meneando la cabeza corta y reiteradamente, apesadumbrados y disconformes, por lo que nos ha devenido. Nuestra mirada suele caer pesadamente al piso, más tarde nos tomamos un respiro mirando hacia adelante, hacia cualquier punto, indistinto, pues más allá de nuestras manos, no hay nada real: todo es incierto.
Vestía casual, sin prendas ni accesorios distinguidos y como único rasgo diferenciador, en la silla a su lado un austero morral sintético, con todos los cierres abiertos, debajo del pequeño saco algo rosado se asomaba, aunque no logre distinguir con exactitud de que se trataba. Había sido tan certero en lo que dijo que solo atiné a responderle:
– Parece que usted ya lleva suficiente tiempo por aquí.
Inclinó la cabeza, y un atisbo de sonrisa se esbozó en su rostro, mientras apartaba la mirada de mi, enfundo en el morral aquello que estaba debajo y, descruzando sus piernas, se puso de pie diciendo
_ Si, quizá sí. Pero aun debo permanecer algo más, hasta que concluya lo que es debido. Y nuevamente mirándome agregó – lo siento, pero me convocan a mi turno: nos volveremos a ver. Y con la misma determinación con la que me hablo, se fue caminando por donde la secretaria le indicó.
. . .
Mis sesiones de radioterapia se propagaron durante la época de lluvias, y recrudecieron cuando también lo hizo, en cósmica sintonía, el frio invierno. Ya entonces, los bulevares húmedos y el viento frio del sur tornaron a las caminatas tan infrecuentes como el sueño continuo durante la noche.
Solía despertarme después de medianoche, faltando horas para el alba. Los pensamientos emergían del sueño profundo, y tomaban por asalto a mi mente, y a mí me era imposible contenerlos, tal como si fueran burbujas de jabón; cada noche, después de una infructuosa hora de insistir en reconciliar forzosamente el sueño, me daba por vencido y finalmente me incorporaba siendo todo lo sutil y sigiloso que pudiera, para no importunar el descanso de nadie más. Me volví realmente bueno en ese despliegue ninja, porque en semanas nunca desperté a nadie, a excepción de nuestro gato azabache. Iba a tientas hasta la cocina para calentar agua, y así probar luego de la infusión volver a la cama, y mientras la bebía, recordaba cada idea que había erupcionado, y trataba de darle orden y sentido en tinta sobre papel, con la misma lógica de quien pone las piezas de un juego en su damero. Igualmente infructuoso.
Pasaba así horas, con mi gato -a quien desde entonces apodé Compañero– porque no había noche de vigilia que me abandonara en soledad y se apartara de mí- paliando mi insomnio. Y su ronroneo era la única y suficiente terapia para que yo recobrara la paz de mis pensamientos. Entonces, ya al alba, volvía a la cama ahora si nuevamente con sueño, y solo entonces, un minuto antes de dormirme nuevamente, oía que el salía por la portezuela a librarse al instinto. Su deber de la compañía y sosiego estaba ya cumplido.
Por ese entonces, la frecuencia de las sesiones, y la coincidencia en horarios, habían pulido el trato con el primeramente lacónico y observador paciente, de quien ya hablé. Seguía vistiendo igual de casual, pero llevaba ahora una badana en su cabeza, revelándose algún que otro bucle donde la pañoleta no estaba tan ceñida. El, quien me aventajaba en edad y experiencias, me hizo notar con un gesto que había un nuevo paciente: me detuve en observar en el recién llegado un inconsciente movimiento de la cabeza, algo que entre ambos bautizamos ”el síndrome de-los-pequeños-NO”, pues eso parecía: un movimiento compulsivo e ininterrumpido que parecía decir “no puede estar pasándome esto a mi”. Ya habían pasado unas semanas desde mi inicio, y fue él quien me recordó que yo me había librado ya de tal conducta. Sonreí la ignota conquista con beneplácito. Ambos ya sabíamos algunas cosas el uno del otro, día a día hablábamos fluido y desinteresados hasta que uno de ambos, generalmente él, era convocado a la terapia; minutos después el otro ingresaba a otro consultorio, y así nos desencontrábamos, por salir de la misma a destiempo. Y la ceremonial se repetía a la jornada siguiente.
Cierta mañana al llegar, me senté cerca del viejo que estaba cruzado de piernas, con los codos sobre su respaldo: de inmediato me lance al dialogo. El ya venía desprovisto de casi todo, no portaba ya su morral, sino solo aquel intrigante elemento rosado del día uno.
– Pensé que era un teléfono, con su cubierta protectora. Le dije mientras yo señalaba con la mirada allí en la silla libre entre ambos, donde él lo había dejado. -Me refiero a tu agenda. Ahora le veía en detalle: era una diminuta libreta, que cabía en una sola mano, con una delicada cobertura de piel rosada, quizá sintética, y el lomo entelado como los viejos libros.
-No es una agenda. Y tampoco es mía: me la han legado y debo entregarla.
– ¡Pero vi que la tenias también aquella primera vez!
– Por cierto. Dijo escuetamente. No es mi propiedad, pero en cierto modo me pertenece.
Arqueó las cejas con un gesto, señalando el pequeño anotador, ofreciéndomelo…
La tome con delicadeza, en razón a lo parca que me resultaban sus palabras.
No pesaba en absoluto, la cubierta era tan delicada como parecía a primera vista. Por hábito, cual libro bajado de un anaquel, lo primero que hice es darle vuelta y ver el reverso.
Había un dibujo, posiblemente en tinta que me tomo por sorpresa. Una imagen minimalista de un gato negro, estaba grabado justo en la mitad del reverso, igualmente rosa. La sorpresa que me causo, se debe haber expresado en mi rostro, porque el Viejo lo noto de inmediato
– ¿que me dices?
Notando que el Viejo había percibido mi gesto, se lo regresé. Lo tomo con inusual sutileza Y de inmediato, sin que él me lo pregunte, empecé a resumirle las noches precedentes, las infusiones, el aquelarre de pensamientos, las angustias y las ansias. Y la paz resultante del ronroneo de mi compañero, rondándolo todo. Siempre Nero.
Note que había liberado una inusual catarata de palabras que lo habían apabullado hasta enmudecerlo. Después de unos minutos me callé
Luego de unos minutos de silencio. Fue él quien reinicio la conversación.
– Particular misión la de los gatos en nuestras vidas. Lo que más adoro de ellos, es el modo como se refriegan entre las piernas de unos y otros en su casa, van garabateando siluetas entre uno y otros con sus contorsiones. Pareciera un garabato inocuo entre las piernas de todos, pero ciertamente van trazando un vínculo de unos con otros, aunándolos imperceptiblemente, transformando su casa en un hogar.
Quede atónito de la interpretación que hizo luego de mi verborragia intervención, disparada por la imagen en el reverso. Como en aquella primera ocasión en que nos vimos, en la que pudo distinguir a un paciente de un acompañante, hacia una vez más gala de su singular observación a cada punto y palabra de mi relato, y esto era evidente porque fue lo suficientemente persuasivo como para sintetizarlo en sus palabras. Le hice saber ello, pero me respondió lo siguiente:
– No he sido yo: lo has dicho vos. Ni bien tomaste el pequeño libro, te has lanzado a hablar con lucidez e inspiración, facilidad y soltura. Ese es el don del libro, ni bien lo tocas. Fue tu entero aporte; por mi parte, solo extraje una breve conclusión a mi turno.
-Es tu turno – dijo la secretaria en extraña simultaneidad con el Viejo, fue tan así como cuando ciertas veces durante nuestro sueño suena un teléfono, y al mismo tiempo nos despierta un timbrado. Me puse de pie aun perplejo, me despedí de El Viejo, y lentamente entré en el consultorio, sin lograr apartar la mirada del pequeño libro que nuevamente yacía en la silla a su lado.
Esa misma noche desperté sobresaltado, como otras tantas noches, pero esta vez me incomodé con un pensamiento: recordé con absoluta certeza, que al ver por última vez el ejemplar que yacía sobre la silla, el grabado del felino, no estaba donde lo había visto. Por mi susto repentino, Nero subió a la cama, a mi lado, transmitiéndome la paz necesaria para conciliar nuevamente el sueño. Una vez más lo logro casi de inmediato.
. . .
Comencé mi penúltima semana en el centro oncológico en un horario atípico, algo mas tarde de lo habitual. El sitio estaba atestado de gente como nunca antes: pude ver a algunos de nosotros, y sus acompañantes. Muchos de estos se dieron vuelta cuando entré. Al hacer rechinar la pesada puerta, algunos fijaron su atención en el extraño recién llegado a su horario, o quizá en su pañuelo, que yo había empezado a usar sobre mi cabeza dos semanas antes. Casi todas las butacas estaban ocupadas, pero puesto que había llegado hasta allí a pie, y en soledad (porque ahora ya acudía sin acompañante), si deseaba sentarme solo me era necesaria una silla hasta que fuera convocado. Recién al entrar comprendí que difícilmente coincidiera con El Viejo, a quien estaba deseoso de comentarle innumerables vivencias, a otros minúsculas, y entre ellas, mi sueño acerca del pequeño libro. Pero tal como supuse, no le vi por esos días.
Me quede de pie, bebiendo agua fresca del dispensador. Un matrimonio adulto estaba sentado contra la pared; ella tenía posada la mano en el hombro su esposo, quien con los codos apoyados sobre sus rodillas, miraba hacia abajo. Me senté en la única silla que divisé libre justo enfrente al hombre. Meneaba la cabeza casi permanentemente, tal como yo lo había hecho en un inicio. Era tal la concurrencia, que la espera se prolongo por más de una hora. Así transcurrió casi toda la espera. Yo no lograba apartar la mirada del apesadumbrado sujeto, y en particular, de una cicatriz en su parietal, que era seguramente la causa de alguno de sus-pequeños-NO. En cierto momento hizo un alto, tomó un descanso de mirar solo el suelo y elevó la mirada; primero hacia adelante, luego a su derecha, y finalmente hacia mí, que aparté presuroso la mirada. Entonces lleve a la acción lo que había planeado durante varios minutos: me saque el pañuelo de la cabeza, dejando al descubierto mi exótico peinado, y en sector más lampiño, emergía mi propia cicatriz.
Noté que ahora su mirada se posaba en mi cabeza, exactamente en el claro de mi cabellera. Aun cuando me miraba, me giré apenas, para tomar de mi mochila una caja con bombones que había recibido de regalo; lo miré a los ojos, y antes que –intimidado- me retire la mirada, abrí la caja y disponiendo la tapa en vertical le ofrecí que eligiese uno; le tomó unos instantes elegir el que creía preferir, y algunos segundos más leer y volver a leer ahora susurrando la frase que estaba impresa en la parte interior de la tapa de la caja. Era leitmotiv en un film que se había tornado un clásico: “La vida es como una caja de bombones, nunca sabes lo que te va a tocar”. Aun con el bombón en su mano, triangulaba una y otra vez la vista entre el bocado, mi mirada y la frase escrita.
Le llamaron por el apellido. Ambos se pusieron de pie, me sonrieron, y marcharon a su cita. Ya no mecía su cabeza. Cruce mis piernas, y súbitamente me sentí feliz por tener algo mas por contarle a El Viejo cuando lo reencontrara.
Finalicé mis sesiones sin reencontrarme con El Viejo. Por entonces yo hacía tanto mis trayectos de ida como mi regreso a pie, con una pausa por prescripción para recobrar fuerzas en un café, durante un momentáneo intervalo. Siempre en la misma mesa, bajo el cartel que declamaba “La vida está hecha de días que no significan nada, y momentos que significan todo” Me había aquerenciado con el sitio, donde el jazz silenciaba todo bullicio; y tenía además otro peculiar encanto construido a fuerza de las repetidas visitas: al ingresar me recibía siempre el mismo mozo, quien me saludaba por mi nombre y yo le retribuía saludándole por el suyo,
– ¿lo mismo de siempre? Preguntaba. A lo cual yo respondía “desde luego”,
En la mesa que cada día yo ocupaba, esta vez estaba El Viejo. Me miró sonriente, y poniéndose de pie me saludó.
– Pensé que no volvería a verte – le espeté
– No había modo que así fuera, respondió. Que tus ansias no te impidan ver y valorar con claridad los encuentros, los desencuentros y los reencuentros. Todo es tan fortuito, que no merece despreciarse.
Tomé asiento donde me ofreció, a su izquierda, él de espaldas a aquel cartel, y yo de frente a la puerta de ingreso. Como paulatinamente fui adquiriendo el invaluable hábito de caminar y desenvolverme solo con lo necesario, no hubo necesidad de librarme de ninguna pertenencia para dejarla sobre en la tercer silla de la mesa, la que estaba tapizada en pana bordó. Así y todo, no pude evitar ver que allí estaba aquel libro rosado.
El mozo se acercó, basto que yo solo levantase el índice, para que él se anticipe diciéndome -“¿lo de siempre?” Yo altanero asentí con una mueca. El Viejo, sorprendido, elevó una ceja, y agregó – lo mismo para mí. Le tomo unos instantes resumir que la semana en que yo trastoqué los horarios, el terminó su tratamiento. Preferí omitirle el hecho que yo, por no oír cualquier respuesta indeseada de las recepcionistas, siquiera me atreví preguntar a ellas por él. De cualquier modo, me hacia feliz volver a verle.
Entre varias vivencias mas, le conté presuroso de aquella tarde con el sujeto con la cicatriz gemela a la mía, su debut en la sala, mi cabeza develada, los bombones y la frase en el interior.
– Forrest Gump, asintió al finalizar mi relato, acertando una vez más.
Algo después, ya con el libro en sus manos, habló fluido y locuaz como nunca antes lo había oído. Discurrió sobre cómo ¿cuántas veces nos dificulta diferenciar lo que es esencial de lo que no lo es y las más de las veces nos perturba distinguir unas de otras? y en cuantas ocasiones dilapidamos nuestro tiempo por no enfocarnos solo en lo relevante. Lucia exultante; transformado. Lucia pleno.
El pedido aterrizo en nuestra mesa. Era mi turno de contar sobre aquel sueño y su libro.
– Te he dicho que no me pertenece, repitió enfático pero no colérico, sonriendo.
Desde mi posición vi que no tenía inscripción alguna en el reverso. Al instante él lo tomo con ambas manos: vi que no había en la cubierta ni en contratapa ninguna silueta felina. Desde su silla lo abrió ante mí en una hoja azarosa que decía: Por Favor. Perdón. Gracias. Pero retuvo el ejemplar para sí, solo mostrándome esas palabras, y comprendí que hablaban por él. Me miró y habló tan suave, convincente y decidido como aquella primera vez.
–Por Favor, permítaseme una oportunidad adicional: muchos siquiera tienen una segunda chance, y otros la reciben, y no la valoran. Perdón, a quien herí, por ignorancia o egoísmo. Y Gracias por las vivencias compartidas.
– Yo no tenía motivo ni la menor voluntad de interferir su relato
Hizo una pausa y continuó: Estas fueron las palabras que construyeron mi mundo, y me sostuvieron en mis momentos de mayores dudas; las mismas palabras que durante años me reservaba mezquinamente solo para los íntimos, como si fuese así que las atesorara. Ante mi segunda chance, comprendí que debía desposeerme de ellas, y otras más. Y de ese modo concluir con lo que es debido. Finalmente están allí donde deben estar: en el libro que escribimos entre todos, aquel que ninguno posee, pero que nos pertenece a todos. Este: que con el solo hecho de tocarlo deja allí plasmado lo que somos, lo que creemos, lo que construimos, todo lo que nos edifica y trasciende.
– Es por eso ahora estoy aquí, para concluir lo que es debido.
Hablo por más de media hora. Luego El Viejo se puso de pie, y se escurrió por la puerta despidiéndose nuevamente con su “nos volveremos a ver”. Yo permanecí inmóvil y extasiado, contemplando sin tocar el minúsculo libro sobre, la silleta de pana bordó, allí donde lo dejó antes de irse, legándomelo con solo una mirada imperativa que me imponía con rigor: ve y continúa con lo que es debido, toma lo que nos pertenece a todos y llévaselo a aquel que recién ha llegado. Ve, que está esperando por ti.
Impulsándome me puse de pie. Miré en la silla el rosado libro, notando que la cubierta y la contratapa estaban tan vírgenes como la primera vez que lo vi. Lo tomé entre ambas manos como un relicario.
-Adiós dijo el mozo.
-Nos volveremos a ver. Respondí casi sin darme cuenta en las palabras que usé.
Salí del café, echando un vistazo a la inmensidad del cielo sobre mi cabeza. Retomé entonces mi rumbo, caminando y disfrutando el mismo trayecto, como si viese todo por vez primera, agradecido y embelesado por poder descubrirlo todo nuevamente, aun la incertidumbre del suelo bajo mis pies. Nuevamente andando, en pos de concluir lo es debido. Llevando solo lo indispensable.
Entre ello, en mis manos un pequeño libro de piel sintética, con lomo de tela. El que ahora en mis manos, al volver a contemplarlo, en la contratapa, algo poco a poco se hacía más notorio y visible, el grabado minimalista de un gato negro sobre rosa.