Angelamaría.
Una tarde de noviembre de 2.005 recibí dos noticias… El cartero dejó los sobres y se fue; ansiosa abrí uno de ellos en el que decía tener que hacer un viaje; yo podía elegir uno de corta o uno de larga distancia.
Antes de entrar a casa miré a mi alrededor y vi como se convertía el tilo del jardín, de copioso y verde follaje, en un gris ceniza; las flores del cantero también lo estaban; no había color tampoco en el cielo; sin ruidos y sin aromas como un lamento por la vida.
Salí a caminar…, mientras pensaba….
Me preguntaba como iba a organizarme. Qué cosas podría llevar y me dije: “pucha” … si aquí mal que mal la voy remando.
Carreras para acá y para allá. Incomprensiones, vacíos. Cumplir horarios. El trabajo, la comida, la escuela; ir de compras, planchar, coser y tejer para la casa y para vender. Acompañar a los abuelos, llevarlos al doctor, comprarles los remedios…. Y cuanto más mezclados con alegrías y satisfacciones.
Y seguía caminando. La verdad es que me corrió un escalofrío y me pregunté: ¿Por qué a mí? No podía discernir si era un premio o un castigo; a la vez reflexionaba: ¿y porque no?
Miraba las calles, las casas del barrio y me alejaba hacia el parque pensando en que no volvería a verlos, ni a mi familia, ni a mis plantas….
En mi mente se cruzaban voces; la de mi madre, que si viviera, le contaría lo que me pasaba y con certeza me quitaría todos los miedos, como siempre lo hacía.
Las de mis hijas que me decían:
– Mamá ¿querés jugar conmigo?
– Ahora no hija, estoy muy apurada.
– Mamá ¿Por qué no paseamos los domingos?, aunque sea uno que papá no trabaje.
– Mamá, quisiera tener una guitarra.
– Hijas, duérmanse, mañana hablamos, ahora estoy muy cansada.
De pronto el cielo se oscureció y pensé: ¿Tanto caminé que sin darme cuenta se hizo de noche? Pero eso era más oscuro que la noche, sin luna, sin estrellas, ni siquiera los adorables bichitos de luz andaban por ahí.
Me quedé quieta, paralizada, adormecida. Eso no se si duró un minuto o era toda mi vida anterior, o …. Tal vez así era la muerte.
De repente vi una pequeña lucecita que se acercaba; se acercaba cada vez más. Alcancé a sentir que me rozó. Era un viejito con un farol.
– ¡Adiós! – me dijo.
– ¡Señor, señor! Permítame regresar con usted, es que estoy caminando sin rumbo, sola, con mis pensamientos y no veo el camino de vuelta a casa-.
El viejito asintió con su cabeza y yo…. Hablaba y hablaba…. Él, en silencio caminaba.
Le conté lo del viaje y me lamenté por todo lo que abandonaría y lo que dejaría de hacer; y por lo que no sabía como sería aquel nuevo lugar.
El viejito se detuvo.
– ¡Calla por favor! – me dijo- en el silencio vas a encontrar todas las respuestas porque escucharás tu voz interior-.
Lo dijo de un modo gruñón, la verdad es que me molestó, sentí ganas de quitarle el farol y dejarlo ahí solo e irme.
Me miró a los ojos; yo me ruboricé; creo que me leyó el pensamiento y con una voz muy baja pero muy dulce me dijo:
– Escucha …, es el suspiro de una paloma que, en su nido, atesora vida.
– Escucha …, son los pasos de cientos de hormigas que, cargaditas y sin reproches, llevan comida para compartir entre ellas.
– Escucha la música de las aguas del arroyo…
– Escucha y siente como late tu corazón…
– Siente…, el calor confortable que te ofrece mi compañía.
– Vele …, es la madreselva que se desnuda en olores… y el pino… y los azares.
El viejito hizo silencio.
La tenue luz de su farolito descubre ante nosotros un angosto, pero muy angosto puente al que no se le veía el fin; él me dijo:
– ¡No te detengas!, ¡avanza!, sueña que encontrarás lo que buscas del otro lado y confía…, yo te alumbro-.
– No puedo avanzar- susurré- quiero mover las piernas y me siento atada, también mis brazos y mi mente lo están-.
Atiné a decirle:
– ¡No me dejes! -.
Y… sin mirar para atrás, ni para el precipicio, me animé y… caminé y caminé…
El viejito no dejaba de alumbrarme. Me fortalecía la tibieza de su cercanía; me fortalecía el no saberme sola… yo … sin palabras. Él, en constante susurro me decía:
– Elige el viaje a corta distancia donde te esperan los que amas y los que te aman-.
Lloré, lloré y recé ofreciendo todas mis fuerzas y confié…
Aunque creí que ese era el fin de mi vida, no fue así. A los pocos días desperté a la verdadera vida.
Estaba envuelta en una luz resplandeciente, miré a mi alrededor buscando al viejito para que apagara el farol y no lo encontré.
¿Qué podría iluminar más, que sentirme viva?
Una lagrima enjugó mi mano y una voz que salía de lo más profundo de mi ser decía: “lo lograste porque cortaste las ataduras a lo material, descubriendo lo sutil como un aroma, lo simple como la amistad, lo intangible como la fe y la fuerza, como la esperanza de creer que los milagros existen.
Traté de enlazar el pasado con el presente. Dejé atrás las lágrimas, la incertidumbre, las ausencias, los dolores de la quimioterapia y la radioterapia y las ataduras. No es que ahora ando flotando por la vida, sino dando el valor a lo que realmente vale.
Aunque esto último sirva para el abrigo, para el refugio, para el sustento, para la medicina, en la medida de lo necesario y no más.
Lo entendí cuando pensaba en qué podría llevar a ese viaje y la respuesta fue: sólo lo que había atesorado en mi corazón.
Y… ahí estaba yo, sintiendo en las manos el peso de un regalo muy grande, muy hermoso; cohibida, un poco por no creer merecerlo, agradecida un montón y plantándome firme, con toda responsabilidad, para hacer honor a lo recibido.
Fui poco a poco, mientras estaba convaleciente, rescatando lo bueno que hice, prometiéndome no repetir errores, pidiendo perdón a los que lastimé y perdonando a los que me lastimaron y servir…, servir y servir…, entendiendo esto, no como servidumbre, sino como valor. Yo sirvo.
Empoderada desde ese lugar, empecé a soñar… ¡Tantas cosas podía hacer! Y ahí volví a ver la luz del farolito alumbrando mi misión.
Sentí que lo primero que debía hacer era no encerrarme en pensar en mí, en verme sin una mamá, sin mi pelo…, a los 53 años, costaba sentirse mujer y superar aquel diagnóstico: cáncer.
Lo segundo era encontrar que poner en mis pensamientos para reemplazar aquello.
Me di cuenta que debía seguir caminando; ahora sí veía el camino.
Soñé y puse en marcha un emprendimiento con el chocolate. Se acercaban las Pascuas y decidí hacer los huevos. No sabía cómo, entonces fui a un kiosco y a otro buscando revistas para aprender; hasta que encontré una; ¡qué alegría!
Compré los ingredientes y me puse a practicar. Los primeros estaban más o menos, pero fue tanto el amor y la dedicación con que los hacía, que cada vez me salían mejor.
Tenía cientos de huevos y pensé en como venderlos. Forré una caja y acomodé, como muestra diferentes medidas y fui caminando a ofrecerlos a mis vecinos y tomaba, también, pedidos. Además, fui a una panadería y a otros negocios.
Caminaba despacio, en “chancletas”, ya que tenía los pies muy hinchados y las piernas brotadas de pequeños “volcanes en erupción”, producto de la quimioterapia.
Pero igual llegaba a casa con apuro de hacer más, ignorándome, como si nada me pasara, pero cumpliendo con toda la medicación.
Luego seguí inventando bombones, souvenirs y flores para regalos, que me dieron fama por originales.
Y … fui sanando…
Recuperé mis plantas, sintiéndome un poco como “la doctora”, sacándoles la maleza como el doctor lo hizo conmigo.
Y …, oh sorpresa, encontré una cajita de madera y recordé que en el segundo sobre la noticie era: “encontrarás un tesoro”. Con todo aquello que pasé, lo había olvidado.
Rápidamente lo relacioné con ese encuentro.
Tomé la caja en mis manos y me dije: se supone que un tesoro se guarda en un cofre de madera lustrada, debiendo pasar lo suficiente, como para entender que allí hay un lingote de oro o rubíes y diamantes.
Esta caja era simple y muy liviana, pero estaba cerrada con un candado. ¿Cómo abrirla? Si no veía ninguna llave. ¿Cómo romperla?, por más simple que fuera.
Entonces la acerqué a mi corazón y … poquito a poco, la caja se abrió. En ella había varios “bollos” de papel; sorprendida, pero con respeto tomé uno y estirándolo suavemente pude leer: “Descubre el valor del tiempo; que no se escurra entre tus manos, que no se esfume como un suspiro, porque no tiene retorno”.
Si que lo entiendo, me dije, porque fue en el momento apropiado que le dije a aquel viejito: ¡Señor! Permítame regresar con usted, confiando en su luz.
Otro “bollo” decía: “Te envolverá un torbellino de juegos y risas, saboreando la ternura y la inocencia, valóralo”.
Claro, ¡lo estoy viviendo! ¡Son Renzo e Ignacio! Mis dos nietos, uno de cada hija. Es una oportunidad que Dios me da para enmendar un poquito lo que no les di a ellas.
Luego saqué uno muy apretado; lo alisé con paciencia para no perder ninguna palabra. Atravesaba de esquina a esquina un mensaje: “Debes ser feliz”.
Prometí serlo, aunque seguramente, tendría que cruzar otros tantos puentes angostos, aceptándolos como oportunidades para superarse. Encontrando un equilibrio en la convivencia con el mundo, basándome en una relación vertical, primero; es decir, hacia el Señor estando bien conmigo misma; luego en una relación horizontal, es decir, con los demás, que se dará por añadidura.
Un último “bollo” tenía una sola y cortísima palabra: “da”. ¡Claro que lo haré!, daré una sonrisa, un abrazo, un consuelo, una compañía, porque entendí que en las cosas simples están los tesoros de la vida.
Y escribí esta poesía haciendo un “bollo” de papel, para que vos mujer, la encuentres:
Que es del rosal
si no da rosas;
qué, del jardín
sin mariposas.
Qué es del alma
si no da amor,
y que del jazmín
sin olor.
La vida…
es la razón del mundo;
La esperanza…
la de un corazón fecundo.
De nada vale
el oro o el poder,
sino con lágrimas y alegrías
un mañana hacer.
Tú, la rosa,
tú, el perfume,
la esperanza,
¡Tú valiosa!