Camelot
Tenía 6 años y cursaba el primer grado en una escuela católica, era una niña delgada y frágil, muy prolija y tímida. Estaba siempre muy atenta en el aula, no quería distraerme para hacer mi tarea lo mejor posible. Un día la maestra nos enseñó a escribir los números, yo estaba sentada en el pupitre y ya había escrito una página del 1 al 10 cuando la hermana “J” pasó a mi lado y observó el cuaderno; me miró y dijo: “niña esto no está bien”. Tomó la goma de borrar y borró todos los números tan bruscamente que rompió el papel. Me ordenó escribir los números en la hoja siguiente. Lo hice, pero no podía apartar mi vista de la página rota, no podía soportar tener algo tan desprolijo en mi cuaderno. Lloré, y las lágrimas se deslizaban incontenibles por mis mejillas. Recuerdo haber llorado casi toda la tarde hasta regresar a mi casa. Mamá preguntó que me pasaba y le conté lo sucedido. Yo era tan cuidadosa con mi ropa, mis juguetes y mis útiles escolares que sentía vergüenza por tener un agujero en mi cuaderno. Al concluir quinto grado, en el acto de clausura del año lectivo, recibí la Bandera Argentina por lograr el mejor promedio en todas las asignaturas. Pasaron más de 70 años y todavía me pregunto si aquel acontecimiento del cuaderno, aparentemente insignificante, fue el primero de una larga lista que, a lo largo de mi vida, me enfrentaron de cara a la adversidad, pero que me impulsaron siempre hacia adelante, con un deseo irrefrenable de superación. Gracias hermana “J”.
Viví intensa y felizmente los años de mi adolescencia. Mis padres me apoyaban en todo, era un típico hogar de clase media al cual todavía le faltaba un integrante: al cumplir los 12 años nació mi hermano. Cursé la secundaria en un colegio mixto. Me encantaba conocer todos los días algo nuevo y me esmeraba en todas las materias. Al comenzar el año 1956 cursaba cuarto año y una de las asignaturas era Química, algo totalmente nuevo para mí. El profesor era un joven farmacéutico y bioquímico de 23 años llamado “L”, y desde el primer momento en que lo conocí sentí una gran atracción por él. Me gustaba su manera de enseñar y su dedicación para lograr transmitir los conocimientos. En ese momento no me imaginaba que al poco tiempo ese sentimiento de admiración se transformaría en amor, un amor para toda la vida. Estudiaba todas las materias, pero disfrutaba más con las ciencias exactas: Matemática, Física, y sobre todo Química, que terminó siendo mi preferida (claro, allí estaba el profesor L!).
Todos mis ratos libres lo dedicaba a la lectura. Acostumbraba leer por anticipado los temas de Historia, Literatura, Física y Química. Pensaba que así aprovecharía mejor las enseñanzas de mis profesores y podría hacerles preguntas para profundizar todos los temas. Leía de todo, desde Filosofía hasta las Ciencias, ida y vuelta. Y los clásicos ensayistas y novelistas! Por mi cabeza se cruzaban sin sorprenderse Galilei, Dickens y Cronin; Newton, Stevenson y Verne. Y mientras tanto los esposos Curie me contaban como habían descubierto el Radio y el Polonio.
En la fiesta de mi graduación pude bailar un vals con el profesor “L”, y mientras lo hacíamos le confié que había decidido estudiar la carrera de Bioquímica. Me ofreció los libros que debía leer para preparar el ingreso a la Facultad, que funcionaba en la cercana ciudad de R. Mientras tanto se incrementó nuestra amistad y después de algunos meses me propuso iniciar el noviazgo. Sentía que todo era perfecto. Que más podía pedirle a la vida a las 20 años? Sin embargo, a esa edad era difícil imaginar los golpes que recibiría en los próximos años.
Al final del primer año de Facultad sucedió un hecho que me marcaría para toda la vida: mi madre enfermó de cáncer de mama. Necesitó cirugía y rayos. Yo la acompañaba al Instituto de Radioterapia para realizar las aplicaciones y percibía un final que no tardó en llegar. Si bien pude continuar mis estudios en la Universidad, la situación ya no era la misma. Me molestaba que las personas de mi pueblo me preguntaran por su salud, sufría al tener que dar explicaciones, me sentía impotente y quería que alguien me explique por qué mi madre no se curaba.
La situación casi ideal de una joven de 20 años se fue transformando en una dura realidad. Mi mente ahora me juega una mala pasada y no puedo recordar si mi padre me lo pidió, sugirió u obligó; lo cierto es que de la noche a la mañana mi carrera universitaria había finalizado abruptamente poco tiempo después de haberla iniciado, y yo ya estaba de regreso en mi pueblo para cuidar a mi madre enferma, ayudar a mi padre y contener a mi hermanito que apenas estaba en la escuela primaria. Me hice la misma pregunta que me había hecho dos años antes, pero esta vez con una mezcla de ironía, rencor e impotencia: qué más puede pedirle a la vida una joven de 20 años?!
Me casé con “L” a los 22 y luego de un año nació nuestro primer hijo. La vida comenzaba a mostrarse tal cual es, luces y sombras, agua y arena, la felicidad de una nueva vida contrastando con otra que se apagaba poco a poco: mi hijo nació en marzo y mi madre falleció en diciembre de 1963.
En esa época cáncer era sinónimo de muerte. La palabra inspiraba temor y no se hablaba casi nada de la enfermedad. Las mujeres de mi pueblo que lo habían padecido fallecieron al poco tiempo. Me costó mucho sobreponerme a la pérdida de mi madre. Estaba siempre alerta, realizaba autoexámenes y controles médicos periódicos. La vida me dio hijos varones, dos más, en total tres. La crianza de mis hijos y el trabajo en la farmacia ocupaban mis días. Mi matrimonio era feliz y siempre encontraba tiempo para leer algunos libros: Historia, Química y novelas, esa extraña mezcla que solía experimentar desde mi primera juventud. Sin embargo la palabra cáncer aparecía cada vez con mayor frecuencia en mis pensamientos, agazapada en un espacio de mi mente. Si mi madre lo tuvo yo lo tendré, pensaba, y lamentablemente no me equivoqué. Era pura intuición, porque hoy sé que el cáncer no se hereda, sí algún tipo de predisposición genética para luego desarrollar la enfermedad. No sé si éste fue el caso entre mi madre y yo, lo cierto es que un día caluroso de febrero de 1983 noté un nódulo en la mama derecha.
Una persona puede imaginar, desde la tranquilidad del bienestar, cómo resolver los problemas a los que podría enfrentarse, pero algo totalmente diferente es hacerlo cuando el hecho está consumado. La biopsia reveló un carcinoma ductal infiltrante grado II de malignidad histológica. Pensé en mi madre, en mis hijos, en mí misma. La historia se repetía? Mastectomía total. Cirugía y regresar a casa. Como lo hice siempre, cumplí estrictamente todas las recomendaciones, ejercicios para recuperar la agilidad del brazo y natación. Compré un traje de baño adecuado y con una prótesis mamaria disimulé el pecho que me faltaba. Qué fácil es decirlo ahora!
A pesar de todo era optimista, debía serlo, era joven y tenía motivos más que suficientes para pensar positivamente. Y si la historia finalmente no se repite? Y si mi enfermedad no era como la de mi madre? Lamentablemente el optimismo no alcanzó. Tres años después de la cirugía, recidiva local. Otra vez la vida mostrándome su cara más cruel? Ese era mi destino? Un destino implacable? Cirugía local, quimioterapia, radioterapia y un “regalo extra”: histerectomía. Al despertar de la última intervención quirúrgica vi a mi esposo y tuve un doble sentimiento muy claro: me sentí abrumada por lo que me esperaba pero sabía que saldría adelante. Esa dualidad de pensamientos me acompañó los próximos diez años. Quién resultará vencedor al final? Mi destino estaba escrito, o yo misma podría escribirlo? Era la vida otra vez que me castigaba? Y la típica pregunta sin respuesta: por qué a mí?!
Durante ese tiempo experimenté los trastornos de la quimioterapia por todos conocidos: náuseas, decaimiento, mareos. Cambié mi cabello por una peluca. En algunas oportunidades me rebelaba con lo que estaba sufriendo y deseaba abandonar todo, dejar que el destino decidiera mi suerte. Rezaba. Lloraba silenciosamente, como aquella niña de 6 años mirando su cuaderno estropeado por una maestra inflexible. Aunque parezca ridículo ese recuerdo me fortalecía: así como en ese momento pude dejar de llorar, ahora también puedo hacerlo y superar este mal momento, pensaba en silencio. Gracias nuevamente, hermana “J”!
Al concluir los tratamientos mi estado de ánimo ya no era el mismo. Toqué fondo. Hay algo más abajo que el fondo? De allí en adelante comenzó mi lucha contra algo invisible. El temor a una recaída rondaba mi mente, debía sobreponerme a los pensamientos negativos que me doblegaban para poder salir a la superficie. Trataba de no escuchar los comentarios de mis amigas sobre casos similares al mío que habían tenido un terrible final. Me contacté con mujeres de otras ciudades que sufrían el mismo tipo de cáncer y compartimos nuestras dudas. La música y el canto fueron dos salvavidas. Mi instrumento preferido, el piano, y el coro polifónico de mi pueblo. Actividades físicas, caminatas, asistencia a talleres literarios, teatro y bailes de folclore argentino. Depresiones y exaltaciones repitiéndose cíclicamente durante muchos años. Tendría cientos de anécdotas buenas y malas, lo dulce y lo amargo aparecieron infinidad de veces durante años. Mi fe en Dios, mi confianza en la Ciencia y el apoyo incondicional de mi familia, me permitieron sobrellevar los contratiempos. El cáncer de mama es una enfermedad alevosa pero hay que enfrentarla, cumplir los tratamientos médicos indicados y luchar sin descanso para poder salir airosa en una contienda difícil, tratando de superar el temor y la incertidumbre.
Hoy tengo 79 años, mi marido falleció pero tengo tres hijos y cuatro nietos que me alegran la vida. Este mes se cumplen 36 años de la aparición de ese tumor canceroso que irrumpió en mi vida aquel lejano febrero de 1983. Un recuerdo lejano, una batalla ganada.
Si estamos predestinados, siento que vencí a mi destino. Pero cada vez creo menos en eso, y en cambio estoy segura que vamos construyendo nuestro propio camino cada día.
Entonces, era la vida?
Puede ser. Pero hoy mis sentimientos hacia ella ya no son los mismos que hace décadas. Estamos en paz. Por eso, muy lejos de sentir rencor e impotencia, me identifico con las palabras del poeta Amado Nervo:
“Muy cerca de mi ocaso, yo te bendigo, Vida,
porque nunca me diste ni esperanza fallida,
ni trabajos injustos, ni pena inmerecida;
porque veo al final de mi rudo camino
que yo fui el arquitecto de mi propio destino;
que si extraje las mieles o la hiel de las cosas,
fue porque en ellas puse hiel o mieles sabrosas:
cuando planté rosales coseché siempre rosas.
Cierto, a mis lozanías va a seguir el invierno:
¡mas tú no me dijiste que mayo fuese eterno!
Hallé sin duda largas las noches de mis penas;
mas no me prometiste tan sólo noches buenas;
y en cambio tuve algunas santamente serenas…
Amé, fui amado, el sol acarició mi faz.
¡Vida, nada me debes! ¡Vida, estamos en paz!