Lo’millo
Estaba sentado frente al médico. Era mi primera visita con él y al que llegué por recomendación de otro profesional. Había perdido a mi clínico de cabecera y necesitaba reemplazarlo.
Debo aclarar, antes de cualquier otra consideración, que yo soy del tipo de pacientes que, ingresado en el consultorio, y concluidos los saludos formales y ante la inevitable pregunta: “¿Qué tal? ¿Cómo está?”, formulada por el médico, yo respondo: “Bien”. Y para mí la consulta está terminada; ya quiero salir huyendo de allí; porque si estoy bien, para qué tengo que quedarme. Bueno, no es tan así, pero algo parecido.
Siempre reconocí, sin hacer gala de ello y sin vergüenza, mi falta de valentía.
Vuelvo. Amable, comenzó a indagarme acerca de mis antecedentes. Como siempre ocurre en estas primeras visitas. Hay que comenzar desde la niñez. También hay que reconocer que, a los 25 años, iba de paseo a las visitas médicas; qué podía pasarme a los 25 años: ¡nada! Ya grandecito, las visitas adquieren otro u otros significados, porque ya desconfiamos de nosotros mismos: la máquina necesita reparaciones. Y, en medio de ese interrogatorio, entre amable y riguroso, escuché, por primera vez, que alguien me preguntaba: “¿Y su papá, de qué murió?” Porque, está bien, lo reconozco, soy bastante mayor, pero qué médico, en mi primera y segunda juventud, preguntaba: “¿Y su papá, de qué murió?” Lógicamente, se lo informé con detalles: mi papá, gran tipo, pero muy gran tipo, había fallecido de un cáncer en el cerebro, metástasis, creo, supongo, de un cáncer de colon del que había sido operado diez años antes. Cuando vi el interés que mostraba por todo el proceso, le mencioné que, un hermano menor había fallecido afectado también por un cáncer de colon. Joven, muy joven; apenas 47 años. Intelectualmente brillante, pero un ignorante para su salud. Lo suyo fue, en la práctica, un suicidio. Cuando me enteré de su estado, ya era tarde para todo, salvo para el consuelo y el abrazo fraterno. Se había entregado, con conocimiento sólo de su grupo familiar íntimo, esposa e hijos, al tratamiento de un homeópata. No voy a entrar, por supuesto, en el desastre familiar que su muerte ocasionó.
Vuelvo, nuevamente. La pregunta siguiente, como era lógico pensarlo, fue acerca de qué controles yo había llevado a cabo, teniendo en cuenta los antecedentes que le había mencionado. La respuesta fue: los habituales controles anuales que me indicaba el médico clínico, más algún control anexo por mi condición de ser monorreno. Esto pertenece a otra historia, en la que no quiero ahondar porque yo nací con los dos riñones, lo aclaro. No obstante, esta referencia va a tener su importancia más adelante.
¿Nada más? No, nada más. Teniendo en cuenta sus antecedentes familiares, cuándo se hizo la primera videocolonoscopía. Me quedé de una pieza, porque nunca me habían indicado que me la hiciera. ¿Tendría que haberla pedido? Con toda su santa paciencia de médico clínico, ante semejante ignorante, me indicó, recetario mediante, la realización de una serie de estudios más la que iba a ser la primera de una larga serie de videocolonoscopías. Casi un abonado.
En diciembre de 2013, tuve mi primera experiencia. No guardo del médico que la llevó a cabo el mejor de los recuerdos. Nunca, ni en lo que pasó, ni en lo que iba a pasar, habló conmigo ni me explicó nada. Se lo decía a mi esposa, como al pasar. Aclaro que mi señora era, y es, paciente oncológica. No voy a extenderme demasiado acerca de esta situación, pero la indicación fue, si bien los primeros resultados fueron negativos en las muestras extraídas, realizar un segundo estudio de las mismas características, pero para tratar de extirpar un pólipo. Esto en febrero de 2014. Nos entregaron un papel que decía, lacónicamente: Solución quirúrgica.
Los resultados anatomopatológicos dieron lo que ya esperábamos: tenía cáncer de colon, incipiente, pero cáncer al fin. Después del golpazo inicial, y con el apoyo inestimable de mi esposa, no me deprimí, no me puse a gritarle al cielo ¿por qué yo?, no me volví agresivo con mi entorno, y le pedí al clínico que me recomendara a un cirujano. Recuerdo su frase: Esto en dos años hubiera sido un riesgo enorme. Como era, pese a la edad, la primera vez que debía someterme a una intervención, cometí el error de aceptar, sin más, su recomendación. No porque el recomendado fuera a ser un mal cirujano, sino que mi falta de experiencia no me dejó ver que hay que visitar a más de uno y someterse a aquél con quien se empatiza. Y yo no empaticé.
Así fui a ver al Dr. T. de inmediato. Me dijo que me quedara tranquilo porque los estudios mostraban, por el tipo de lesión, la posibilidad de una buena recuperación y, tal vez, curación. Mi mamá, que falleció a los 101 años, lectora incansable, siempre me decía: Hijo, no hay que abrir la boca antes de tiempo.
El 26 de marzo de 2014, fecha que quedará grabada a fuego en mi memoria, entré absolutamente confiado a la sala de operaciones. Y cuando afirmo “absolutamente confiado”, era así; no tenía ni miedo ni angustia.
El cirujano le anunció a mi familia que la intervención había respondido a los cánones esperables y que iba a permanecer unos días en TI. Así fue. A los pocos días, sucedieron dos hechos: el médico me anunció que, de acuerdo con los primeros resultados de los estudios podía considerarme curado(en efecto, no tuve que recibir ningún tratamiento posterior); y no recuerdo bien si al cuarto o quinto día me pasaron “a piso”; paso previo al egreso y la vuelta a casa. Cuando había transcurrido apenas una semana, contando los días de terapia, tuve una crisis, y me anunciaron que debían volver a intervenirme por una oclusión intestinal. Y allí me llevaron nuevamente a TI y, a continuación, a la sala de operaciones.
Permanecí en terapia y comenzaron, al poco tiempo, las convulsiones por una bacteriemia y consecuentemente una perforación. Los dolores eran intensísimos. Nuevamente, y esta vez con riesgo de vida, a la sala de operaciones. Era una fantasía.
Bueno, no voy a hacerlo demasiado extenso: 32 días de internación en el sanatorio, del que salí porque una médica de guardia entendió que, si permanecía dos días más, iba a morir allí mismo(de hecho, yo ya no tenía idea de dónde estaba y pensaba: Cierro los ojos y chau, esto se termina); 20 kilos menos; una ileostomía; un estado psicológico deplorable; y seis meses de internación domiciliaria, con médico, kinesióloga, enfermero y psicóloga(en realidad, era una médica psiquiatra desencantada de la medicina tradicional, quien, después de todas las charlas que tuvimos durante esos seis meses, salió de mi casa mejor que lo que estaba al llegar; yo, no sé).
Hacia el mes de octubre, cuando los médicos consideraron que ya estaba en condiciones de retomar una vida “normal” (nunca la recuperé: entre otras cosas salí con una insuficiencia renal), volví a la cirugía; pero esta vez yo elegí al cirujano y yo elegí el lugar de internación. Iba a ser mi entera responsabilidad. El Dr. D. me operó a fines de noviembre, incluida la reconstrucción de la pared abdominal, y a los diez días estaba caminando por la calle.
Recuerdo, siempre recordamos con mi esposa, el momento del alta. Vino a verme el cirujano y me dijo que yo no tenía que quedarme más tiempo en el sanatorio, que tenía que irme a mi casa y a qué hora quería el alta: “Ahora”, le contesté. De inmediato, mi señora, nerviosa, me avisó que volvía a casa para traer ropa. Le dije que no y me fui con lo que tenía puesto.
Pero, bueno, no a todos los alcanza la situación anómala que me tocó vivir. Creo que lo más importante de lo que acabo de relatar tiene que ver esencialmente con la expresión que le da título: “¿Y Ud. sabe de qué murió su padre?”. Frase que está directamente vinculada con lo que la medicina actual trata de incorporar como concepto básico de vida: la prevención. De hecho, si aquel clínico no me hubiera formulado la pregunta, hoy yo no estaría contando esta historia ni ninguna otra.
No puedo terminar sin recordar algunas cuestiones. ¿Yo tengo que agradecer? Sí, por supuesto. Haber podido permanecer por estos pagos no es una cuestión menor. Así que debo ser agradecido, a los médicos(algunos); a mis hijos, sin dudas; a mis amigos que me hicieron “el aguante” hasta límites insospechados; pero, por sobre todos ellos a MI, mi bella y dulce esposa. Ella fue la que decidió que yo tenía que seguir vivo. Y batalló duramente, pese a ser, ella misma, una paciente oncológica.
¡Qué vamos a hacer! El amor existe y es posible, aun después de 49 años de transitar juntos las vereditas del barrio.